Luego el dolor se apoderó de ella y la desgarró como una enorme bestia enloquecida; Esme se inclinó hacia delante, con los brazos doblados sobre el pecho. Pequeños gemidos débiles se le escapaban cada vez que la agonía, como un cuchillo, se agudizaba en un crescendo, y no podía pensar más allá del dolor.
Después de una eternidad, el dolor se aplacó un tanto y ella se apoyó en el sillón, exhausta y con todo el cuerpo temblándole. Sentía un peso insufrible en el pecho que le sacaba todo el aire de los pulmones haciéndole imposible inhalar más. Estaba mojada por todas partes: el blanco traje de tenis estaba empapado en sudor; el rostro, mojado por las lágrimas; el asiento del sillón, húmedo con la orina que se le había escapado durante lo álgido del ataque. Jadeando y ahogándose con los labios amoratados, seguía ahí sentada pidiéndole a Dios que a Ron se le ocurriera venir a casa antes de ir al «Seaside». El teléfono del pasillo estaba a años luz de distancia, absolutamente fuera de su alcance.
Ya eran las siete de la noche cuando Ron y Tim llegaron a la puerta de atrás de la casa de la calle Surf. Todo estaba extrañamente callado y tranquilo, no habían puesto las luces en la mesa del comedor y no había ningún acogedor olor a comida.
– ¡Hola!, ¿dónde está mamá? -interrogó Ron alegremente, cuando él y Tim entraron en la cocina.
»¡Hey, querida!, ¿dónde andas? -gritó y luego se encogió de hombros.
»Debe haber decidido jugar un par de sets extra -comentó.
Tim siguió rumbo a la sala mientras Ron encendía la luz de la cocina y la del comedor. Hubo un grito terrible en el interior de la casa; Ron soltó la olla que tenía en la mano y corrió, con el corazón golpeándole el pecho, en dirección de la sala.
Tim estaba de pie, retorciéndose las manos y llorando, mirando a Esme derrumbada en el sillón, curiosamente quieta, con los brazos doblados y las manos, con los puños apretados, a sus costados.
– ¡Oh, Dios mío!
Las lágrimas asomaron a los ojos de Ron cuando se dirigió al sillón y se inclinó sobre su esposa, alargando una mano temblorosa para tocarla. Esme estaba tibia; casi sin creerlo, Ron vio que el pecho de su esposa subía y bajaba lentamente. Inmediatamente se incorporó.
– Vamos, Tim; no llores -dijo por entre los dientes apretados-. Voy a llamar por teléfono al doctor Perkins y a Dawnie y volveré en seguida. Tú quédate aquí, y si mamá hace algo, grita inmediatamente. ¿Me entendiste, compañero?
El doctor Perkins estaba en casa, cenando. Le dijo a Ron que llamaría una ambulancia y que se encontrarían en la sala de emergencias del Hospital Príncipe de Gales. Limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, Ron marcó el número de Dawnie.
Mick contestó con una voz que traicionaba su impaciencia; era la hora de la cena y le disgustaba profundamente que lo molestaran precisamente a esa hora.
– Óyeme bien, Mick; habla Ron -dijo éste, enunciando las palabras cuidadosamente-. No vayas a asustar a Dawnie pero se trata de su madre. Creo que le dio un ataque al corazón, pero no estoy seguro. La vamos a llevar inmediatamente a la sala de emergencias del Príncipe de Gales así es que no tiene sentido que vengáis aquí. Sería mejor que tú y Dawnie os reunierais con nosotros en el hospital tan pronto como podáis.
– Lo siento muchísimo, Ron -repuso Mick-. Por supuesto, Dawn y yo iremos de inmediato. Trata de no preocuparte.
Cuando Ron regresó a la sala, Tim seguía de pie, mirando a su madre y llorando desconsoladamente; Es no se había movido. Ron le puso un brazo en los hombros a Tim y lo apretó contra sí, no sabiendo qué hacer.
– ¡Vamos! No llores, Tim, mi muchacho -murmuró-. Mamá está bien. Ya viene la ambulancia y vamos a llevarla al hospital. Ahí la arreglarán en menos que canta un gallo. Tienes que ser un buen muchacho y calmarte, por el bien de mamá. A ella no le va a gustar si despierta y te ve ahí, parado y llorando como un tonto, ¿no crees?
Entre hipos y jadeos, Tim trató de dejar de llorar mientras su padre se acercaba al sillón de Esme y se arrodillaba, tomándole las manos y forzando a que descansaran en su regazo.
– ¡Es! -le habló, con el rostro viejo y entristecido-. Es, mi amor, ¿puedes oírme? ¡Soy Ron, querida, soy Ron!
El rostro de ella estaba grisáceo y enjuto, pero los ojos se abrieron y se inundaron de luz cuando lo vio arrodillado ahí; débilmente, le apretó una mano con agradecimiento.
– Ron… -pudo balbucear-, ¡qué bueno que ya estés aquí!… ¿Dónde está Tim?
– Está aquí, querida. Ahora no te preocupes por Tim ni te excites. La ambulancia está por llegar y vamos a llevarte al hospital inmediatamente. ¿Cómo te sientes?
– Como un… gato apaleado… ¡Oh, por Dios, Ron! El dolor… es algo terrible… me oriné… La silla está empapada…
– No te inquietes por los malditos muebles, Es; ya se secarán. ¿Qué importa eso entre amigos? -trató de sonreír, pero el rostro hacía muecas. A pesar de todo su control, empezó a llorar-. ¡Oh, Es! -dijo-. No dejes que te pase nada, mi amor. ¿Qué haría yo sin ti, por Dios? ¡Es, aguanta hasta que lleguemos al hospital!
– Tengo… que aguantar… No puedo… dejar a Tim… solo. No puedo… dejarlo… solo.
Cinco minutos después de que Ron llamara al doctor Perkins, la ambulancia ya estaba afuera de la casa. Ron condujo a los camilleros por la puerta de atrás pues había veinte escalones en la puerta del frente y ninguno en la parte trasera. Los camilleros eran hombres robustos y alegremente eficientes, profesionales bien preparados en el campo de la medicina de emergencia; tan consciente de la capacidad de ellos como cualquier otro ciudadano de Sydney, Ron no sentía disgusto alguno porque el doctor Perkins hubiera decidido esperarlos en el hospital. Los recién llegados verificaron la condición de Es inmediatamente y luego la depositaron en la camilla. Ron y Tim siguieron sus uniformes azul marino sintiéndose inútiles e indeseados.
Ron sentó a Tim en el asiento delantero con uno de los camilleros y él se acomodó en la parte de atrás con el otro. Al parecer, ellos se percataron inmediatamente de que Tim no era normal porque el que iba al volante le indicó que se acomodara junto a él, y le dijo algo, sonriendo, que pareció hacerle más efecto que todo lo que Ron pudiera haberle dicho.
No conectaron la sirena; el que viajaba con Ron en la parte de atrás aplicó el aparato de respiración artificial a la boca de Es y lo conectó al tanque del oxígeno. Luego se colocó junto a la camilla con la mano en la muñeca de Es, tomándole el pulso.
– ¿Por qué no conectan la sirena? -preguntó Ron, mirando al otro con recelo, asustado con el aparato de oxígeno.
Unos ojos firmes y tranquilos le devolvieron la mirada; el camillero le palmeó ligeramente la espalda.
– No se preocupe, compañero -dijo calmadamente-. Ponemos la sirena sólo cuando vamos a un caso de emergencia, pero muy raras veces cuando llevamos a alguien aquí adentro. Eso asusta al paciente y le hace más mal que bien, ¿entiende usted? La señora está bien y, a estas horas de la noche, llegaremos allá igual de rápido sin tener que usar la sirena. Son unos cuantos kilómetros.
La ambulancia se abrió paso calladamente por entre el escaso tránsito hasta llegar a la puerta de la sala de emergencia, brillantemente iluminada, cinco minutos después de haber salido de la calle Surf. Precisamente cuando el largo vehículo frenaba suavemente, Es abrió los ojos y tosió dentro de la bolsa de oxígeno. El camillero la observó rápida y cuidadosamente y por fin decidió quitársela a menos que le viniera otro espasmo. Tal vez ella quisiera decir algo y eso era más importante; siempre era mejor dejar que el paciente encontrara su propio nivel, menos angustioso.
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