Colleen McCullough - Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores.
Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio.
Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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El desencanto cayó sobre ella como una enorme ola; César, de cuyo amor había estado tan segura, la había engañado. Todos aquellos meses en Roma ansiosa y rezando para un embarazo que nunca había llegado y él lo sabía, lo sabía. El dios de Occidente la había engañado, todo por una estúpida prohibición romana. Apretó los dientes y gruñó desde el fondo de su garganta.

– Me engañó -dijo entonces con un tono apagado.

– Sólo porque no creyó que lo entenderías. Veo que estaba en lo cierto -manifestó Antonio.

– ¿De haber sido tú César me hubieses hecho eso a mí?

– Oh, bueno -dijo Antonio, que se volvió sobre mismo para estar un poco más cerca de ella-, mis sentimientos no son tan estrictos.

– ¡Estoy destrozada! ¡Me engañó y yo lo amaba tanto!

– Lo que sea que pasó está en el pasado. César está muerto.

– Ahora habré de tener contigo la misma conversación que una vez mantuve con él -dijo Cleopatra, que se enjugó las lágrimas a escondidas.

– ¿Qué conversación es ésa? -preguntó él mientras pasaba un dedo por su brazo.

Esta vez ella no se apartó.

– El Nilo no se ha desbordado en cuatro años, Marco Antonio, porque el faraón es estéril. Para curar a su pueblo, el faraón debe concebir un hijo con la sangre de los dioses en sus venas; tu sangre es la sangre de César, y por el lado de tu madre eres un Julia. He rezado a Amón-Ra e Isis y ellos me han dicho que un hijo de tus muslos los complacería.

¡No era exactamente una declaración de amor! ¿Cómo un hombre podía responder a tan desapasionada explicación? ¿Él, Marco Antonio, quería comenzar una relación con aquella pequeña mujer de sangre fría? Una mujer que de verdad creía lo que decía. Aun así, pensó, engendrar dioses en la tierra sería una nueva experiencia. ¡Una en el ojo del viejo César, el «jefe» de la familia!

Marco Antonio le sujetó la mano, la acercó a sus labios y la besó.

– Será un honor, mi reina. Si bien no puedo hablar por César, yo te quiero.

«¡Mentiroso, mentiroso! -gritó ella en su corazón-, eres un romano, y sólo amas a Roma. Pero te utilizaré como César me utilizó a mí.»

– ¿Compartirás mi cama mientras estás en Alejandría?

– Con placer -respondió él, y la besó.

Fue agradable, no la tortura que había imaginado; sus labios eran frescos y suaves, y no la besó con pasión en aquella primera y titubeante exploración. Sólo fue un beso de labio contra labio, gentil y sensual.

– Ven -dijo ella, y recogió una lámpara.

Su dormitorio no estaba muy lejos; aquéllos eran los aposentos privados del faraón. Él se quitó la túnica -debajo no llevaba taparrabos- y desató los lazos que sujetaban el vestido de ella en los hombros. La prenda al caer formó como un charco alrededor de ella mientras se sentaba en el borde de la cama.

– Qué bonita piel -murmuró él mientras se tendía a su lado-. No te haré daño, mi reina. Antonio es un buen amante, sabe la clase de amor que debe darle a una frágil pequeña criatura como tú.

Efectivamente lo sabía. Su apareamiento fue lento y sorprendentemente placentero porque le acarició el cuerpo con suaves manos y prestó a sus pechos una deliciosa atención. A pesar de sus afirmaciones de que no ocurriría, él le hubiese hecho daño de no haber tenido un hijo, aunque él la excitó hasta el tormento antes de penetrarla, y sabía cómo utilizar aquel enorme miembro de muchas maneras. Dejó que ella alcanzase el orgasmo antes que él, y su orgasmo la sorprendió. Parecía una traición a César, pero César la había traicionado a ella, así que, ¿qué importaba? Además, el mayor regalo de todos era que no le recordaba a César en ningún aspecto, lo que ella tenía con Antonio pertenecía a Antonio. También era diferente el que, después de cada orgasmo, él estuviera preparado para ella de nuevo, y, por otra parte, era casi embarazoso contar el número de sus propios orgasmos. ¿Tan hambrienta estaba? La respuesta obvia era sí. Cleopatra la monarca era de nuevo una mujer.

Cesarión se mostró encantado al saber que ella había tomado al gran Marco Antonio como amante. En ese aspecto no era tan ingenuo.

– ¿Te casarás con él? -preguntó el chico, que daba saltos de alegría.

– Quizá en su momento -contestó ella, muy aliviada.

– ¿Por qué no? Es el hombre más poderoso del mundo.

– Porque es demasiado pronto, hijo mío. Permite que Antonio y yo aprendamos primero si nuestro amor soportará las responsabilidades del matrimonio.

En cuanto a Antonio, reventaba de orgullo. Cleopatra no era la primera soberana con la que se había acostado, pero era la más importante con diferencia. Y, como había descubierto, sus atenciones sexuales estaban a medio camino entre las de una puta profesional y una obediente esposa romana. Algo que ya le convenía. Cuando un hombre se embarcaba en una relación destinada a durar más de una noche, no necesitaba ni la una ni la otra, así que Cleopatra era perfecta.

Todo eso podría justificar su humor en la primera noche cuando su amante lo agasajó espléndidamente. Si el vino era soberbio y el agua un tanto amarga, ¿entonces por qué añadir agua y estropear una magnífica añada? Antonio abandonó sus buenas intenciones sin siquiera darse cuenta de que lo hacía, y se emborrachó alegremente.

Los huéspedes alejandrinos, todos macedonios del más alto nivel, parecieron sorprendidos al principio, y luego súbitamente parecieron tomar la decisión de que había mucho que decir a favor de la disipación. El registrador, un impresionante hombre de enorme timidez, saltó y rió mientras se acababa la primera jarra, después sujetó a la primera criada que pasó y comenzó a hacerle el amor. En cuestión de segundos le imitaron otros alejandrinos, que demostraron ser iguales a cualquier romano cuando se trataba de participar en una orgía.

Para Cleopatra, que observaba fascinada (y sobria), fue una lección de una clase que ella nunca había esperado aprender.

Por fortuna, Antonio no pareció advertir que ella no participaba de las hilaridades ya que estaba muy ocupado bebiendo. Quizá por eso comía tanto, para que el vino no lo convirtiera en un idiota indefenso. En un discreto rincón, Sosigenes, un tanto más experimentado en esos asuntos que su reina, había colocado bacinillas y palanganas detrás de un biombo donde los huéspedes podían aliviarse a través de cualquier orificio, y también había puesto jarras con pócimas que hacían menos dolorosa la mañana siguiente.

– ¡Oh, me he divertido mucho! -vociferó Antonio a la mañana siguiente, sin el menor rastro de resaca-. ¡Hagámoslo de nuevo esta tarde!

Así comenzaron para Cleopatra más de dos meses de constantes diversiones. Cuanto más salvajes eran las fiestas, más las disfrutaba Antonio y mejor se sentía. Sosigenes había heredado la tarea de crear novedades que variasen el tenor de aquellas fiestas sibaríticas con el resultado de que de los barcos que anclaban en Alejandría desembarcaban músicos, bailarines, acróbatas, mimos, enanos, monstruos y magos de todo el lado oriental del Mare Nostrum.

A Antonio le encantaban toda clase de bromas, incluso aquellas pesadas que algunas veces rayaban en la crueldad; le encantaba pescar; le encantaba nadar entre muchachas desnudas; le encantaba conducir cuadrigas, una actividad prohibida a los nobles en Roma; le encantaba cazar cocodrilos e hipopótamos; le encantaba la poesía grosera; le encantaban las fiestas. Sus apetitos eran tan enormes que gritaba que tenía hambre una docena de veces al día; por consiguiente, Sosigenes dio con la brillante idea de tener siempre una cena completa preparada para servir, junto con grandes cantidades de los mejores vinos. Fue todo un éxito, y Antonio, que lo besó sonoramente, declaró que el pequeño filósofo era el príncipe de los buenos tipos.

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