Colleen McCullough - Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores.
Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio.
Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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Él tampoco le escribió una carta a Cleopatra. La reina se enteró de que venía a través de sus agentes, que consiguieron avisarle dos semanas antes. Durante ese tiempo, Cleopatra envió naves en busca de los manjares que Egipto no producía: desde suculentos jamones del Pirineo a enormes piezas de queso. Aunque no era parte habitual del menú, los cocineros de palacio sabían preparar garum para las salsas, y a los varios criadores de cochinillos para los residentes romanos en la ciudad les compraron todos los animales. Se compraron pollos, gansos, patos, perdices y faisanes, pues no tenían cordero en esa época del año. Por encima de todo lo demás, el vino debía ser bueno y abundante; la corte de Cleopatra apenas si lo probaba, y la reina prefería la cerveza de cebada egipcia. Pero los romanos reclamaban vino, vino y más vino.

Por el Delta y Pelusium corrían rumores que hablaban de la inquietud en Siria, si bien nadie parecía tener una prueba concreta de la naturaleza del problema. Era cierto que los judíos estaban revueltos; cuando Herodes había vuelto de Bitinia como tetrarca, se habían escuchado aullidos de ambas partes de los sanedrines, fariseos y saduceos; que su hermano Fasael también fuese un tetrarca no parecía importar tanto. A Herodes lo odiaban, a Fasael lo toleraban. Algunos judíos conspiraban para echar del trono a Hircano a favor de su sobrino, un príncipe asmoneo llamado Antígono; o, si no conseguían sus propósitos, al menos despojar a Hircano del cargo de sumo sacerdote y darle el puesto a Antígono.

Pero dado que Marco Antonio estaba a punto de llegar en cualquier momento, Siria no recibió de Cleopatra la atención que se merecía. Era un tema de una cierta urgencia porque Siria estaba en la puerta vecina.

A Cleopatra la preocupaba por encima de todo lo demás la crisis que giraba en torno a su hijo. Cha'em y Tacha habían recibido la orden de llevarse a Cesarión a Menfis y tenerlo allí hasta que Antonio se hubiese marchado.

– No iré -afirmó Cesarión, muy tranquilo, con la barbilla alzada.

No estaban solos, algo que enfadaba a Cleopatra. Así que respondió sin más:

– ¡El faraón lo ordena! Por lo tanto, irás.

– Yo también soy faraón. El más grande romano vivo después de que mi padre fuese asesinado viene a visitarnos, y le recibiremos con todos los honores. Eso significa que el faraón debe estar presente en ambas encarnaciones, varón y mujer.

– No discutas, Cesarión. Si es necesario, ordenaré que la guardia te lleve a Menfis.

– ¡Eso quedará muy bien a los ojos de tus súbditos!

– ¡Cómo te atreves a ser así de insolente conmigo!

– Soy faraón, ungido y coronado. Soy hijo de Amón-Ra e hijo de Isis. Soy Horus. Soy el Señor de las Dos Damas y el Señor del Alto y Bajo Egipto. Mi cartucho está por encima del tuyo. A menos que vayas a la guerra contra mí, no puedes negarme mi derecho a sentarme en el trono. Como estaré cuando recibamos a Marco Antonio.

En la sala de audiencias reinaba tanto silencio que cada palabra que pronunciaban madre e hijo resonaba en las vigas doradas. Los sirvientes intentaban pasar lo más desapercibidos posible. Charmian e Iras atendían a la reina. Apolodoro permanecía en su puesto y Sosigenes estaba sentado a una mesa ocupado en la lectura de los platos que ofrecerían en los banquetes. Sólo faltaban Cha'em y Tach'a, muy atareadas en preparar los múltiples agasajos que le ofrecerían a su amado Cesarión cuando llegase al recinto de Ptah.

El rostro del niño mostraba una expresión terca, sus ojos azul verdoso duros como piedras pulidas. Nunca el parecido con César había sido tan pronunciado. Sin embargo, la postura era relajada, nada de puños apretados y los pies bien plantados. Había dicho lo suyo; ahora le tocaba a Cleopatra.

Sentada en la poltrona intentaba calmar el torbellino en su mente. ¿Cómo explicarle a este obstinado extraño que actuaba por su propio bien? Si se quedaba en el recinto real se vería expuesto a toda clase de cosas nada adecuadas para su edad -juramentos, profanidades, glotones que vomitaban, personas tan dominadas por la lujuria que poco les importaba si copulaban en un diván o de pie apoyados en una pared-, actos que llevaban la semilla de la corrupción, vividas ilustraciones de un mundo que ella había decidido que su hijo nunca vería hasta tener la edad necesaria para enfrentarse a ellos. Recordó sus años de niña en este mismo palacio, a su disoluto padre acariciando a sus catamitas, exhibiendo los genitales para que se los besasen y chupasen, bailando borracho al tiempo que tocaba su ridícula flauta a la cabeza de un desfile de niños y niñas desnudos, mientras se ocultaba y rezaba para que él no la encontrase e hiciese que la violasen para su placer, o incluso que la matasen como había hecho con Berenice. Tenía una nueva familia con su joven hermanastra; una hija de su esposa Mitrídates era prescindible. Por lo tanto, los años que había pasado en Menfis con Cha'em y Tach'a perduraban en su memoria como el tiempo más delicioso de toda su vida: tranquilo, seguro, feliz.

Las fiestas en Tarsus habían sido un buen ejemplo del estilo de vida de Marco Antonio. Él mismo se había mantenido mesurado, pero sólo porque debía enfrentarse a una mujer que también era una soberana. La conducta de sus amigos le era del todo indiferente, y algunos de ellos se habían comportado de forma abominable.

¿Pero cómo decirle a Cesarión que no estaría, que no podía estar, aquí? El instinto le decía que Antonio iba a olvidar toda continencia, que interpretaría a fondo el papel de nuevo Dionisio. También era el primo de su hijo. Si Cesarión se quedaba en Alejandría, sería imposible tenerlos separados. Era obvio que Cesarión soñaba con conocer al gran guerrero, sin comprender que el gran guerrero se presentaría con el disfraz del gran juerguista.

Por lo tanto, el silencio persistió hasta que Sosigenes carraspeó y apartó la silla para levantarse.

– ¿Su majestad, puedo hablar? -preguntó.

Le respondió Cesarión:

– Habla.

– El joven faraón tiene ahora seis años, pero todavía está al cuidado de un palacio lleno de mujeres. Sólo en el gimnasio y el hipódromo entra en el mundo de los hombres, y son sus súbditos. Antes de hablar con él, deben prosternarse. No ve nada extraño en esto: es el faraón. Pero con la visita de Marco Antonio tendrá la oportunidad de vincularse con hombres que no son sus súbditos, y que no se prosternarán. Que le alborotarán el pelo, lo empujarán amablemente, bromearán con él. De hombre a hombre. Faraona Cleopatra, sé por qué deseas enviar al joven faraón a Menfis, comprendo…

Cleopatra lo interrumpió.

– ¡Basta, Sosigenes! ¡Olvidas quién eres! Acabaremos esta conversación después de que el joven faraón haya dejado la sala, ¡algo que hará ahora!

– No me marcharé -dijo Cesarión.

Sosigenes continuó pese a que temblaba de terror. Su trabajo, y también su cabeza, estaban en peligro, pero alguien tenía que decirlo.

– Su majestad, no puedes ordenar que el joven faraón se marche, ya sea ahora para acabar esto, o más tarde para protegerlo de los romanos. Tu hijo ha sido ungido y coronado faraón y rey. En años puede que sea un niño, pero en lo que es, ya es un hombre. Es hora de que trate libremente con hombres que no se prosternen. Su padre era un romano. Es el momento de que aprenda más de Roma y los romanos de lo que aprendió cuando era un bebé durante tu estancia en Roma.

Cleopatra sintió que el rostro le ardía, se preguntó cuánto de lo que sentía se reflejaba en su faz. ¡Maldito niño haciendo pública su postura! Cesarión sabía cómo cotilleaban los sirvientes; dentro de una hora lo sabría todo el palacio, mañana toda la ciudad.

Había perdido. Todos los presentes lo sabían.

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