Colleen McCullough - Antonio y Cleopatra

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La culminación de la Saga de Roma, que ha entusiasmado a millones de lectores.
Roma, año 41 d. J. C. Tras la muerte del César, Octavio y Marco Antonio se ponen de acuerdo para administrar juntos el imperio: Marco Antonio gobernará en las provincias del Este y Octavio en las del Oeste, donde está Roma, el corazón del imperio. Marco Antonio buscará la ayuda de Cleopatra para perpetrar sus planes de conquista y ésta intentará seducirlo para conseguir que su hijo Cesarión, hijo de Julio César, gobierne en Roma. Mientras Octavio asegura su posición en Roma e Italia con la ayuda de su esposa y de Marcus Agrippa, Antonio reúne a sus fuerzas en Grecia para invadir Italia… Las tensiones entre ellos harán estallar una guerra entre ambas facciones y pondrán en peligro la unidad del imperio.
Con gran precisión y maestría, Colleen McCullough nos transporta a los escenarios de la Roma clásica y nos ofrece un verdadero episodio épico en el que el poder, el escándalo, la guerra y la pasión son el telón de fondo para un impresionante reparto de personajes brillantemente construidos.

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El paso estaba claramente marcado con pilones pintados; entre ellos, las barcazas trabajaban infatigablemente para dragar la arena y el fango. Ningún barco de la flota tenía quillas profundas, sobre todo el rechoncho Filopátor, construido para la navegación fluvial. Incluso así, Cleopatra mandó que la flota la precediese, con el deseo de que Delio tuviese tiempo de decirle a Antonio que ella estaba aquí.

Delio encontró a Antonio aburrido e inquieto, pero todavía sobrio.

– ¿Qué? -preguntó Antonio, que miró a Delio con mal humor mientras señalaba la superficie de la mesa, cubierta con pergaminos y papeles-. ¡Mira todo esto! ¡Son facturas o malas noticias! ¿Has tenido éxito? ¿Viene Cleopatra?

– Cleopatra está aquí, Antonio. He viajado en un barco de su flota, que ahora mismo está fondeando río abajo. Veinte trirremes, todos navales; mucho me temo que no hay oportunidades de comercio.

La silla raspó contra el suelo. Antonio se levantó y fue a la ventana, y sus movimientos hicieron que Delio advirtiese de nuevo lo ágiles que podían ser algunos hombretones.

– ¿Dónde está ella? Espero que le hayas dicho al capitán del puerto que le asigne los mejores fondeaderos.

– Sí, pero tardará algún tiempo. Su barco es tan largo como tres galeras de guerra griegas de los viejos tiempos, así que no puede deslizarse entre dos barcos mercantes ya fondeados. El capitán del puerto tendrá que mover siete de ellos; no está muy feliz, pero lo hará. Hablé en tu nombre.

– Un barco lo bastante grande como para albergar a un titán, ¿eh? ¿Cuándo lo veré? -preguntó Antonio con expresión ceñuda.

– Mañana por la mañana, una hora después del alba. -Delio exhaló un suspiro de contento-. Ha venido sin apenas quejarse y con todo el lujo posible. Creo que quiere impresionarte.

– Entonces me ocuparé de que no lo haga. ¡Cerda presuntuosa!

Al día siguiente, cuando el sol asomaba por encima de los árboles al este de Tarsus, Antonio cabalgó en un caballo de pelaje apagado hasta la ribera más apartada del Cidno, envuelto en una capa oscura y sin ninguna escolta. Ver primero al enemigo era una ventaja; servir con César se lo había enseñado. «¡Oh, el aire huele dulce! ¿Qué estoy haciendo en una ciudad saqueada cuando hay marchas que hacer, batallas por librar?», se preguntó a si mismo, consciente de la respuesta. «Estoy aquí para ver si la reina de Egipto responderá a mis llamadas. Y aquella otra cerda presuntuosa de Giafira está comenzando a molestarme de aquella manera que las mujeres orientales han perfeccionado: dulce y lacrimógenamente, cargada con suspiros y susurros. ¡Ah, Fulvia! Cuando ella gruñe, el hombre sabe que le está gruñendo. Rugidos, gruñidos, chillidos. Tampoco importa recibir un coscorrón en la oreja, siempre que al hombre no le importe que, en represalia, cinco uñas le abran surcos en el pecho.

¡Ah, allí había un buen lugar! Se desvió y se apeó del caballo para ir a una roca plana que se alzaba varios pies por encima de la orilla. Sentado allí tendría una visión perfecta de la nave de Cleopatra que navegaba Cidno arriba hasta su fondeadero. No estaba más allá de cincuenta pasos del canal, y tan cerca de la orilla que veía a un pequeño pájaro de brillante plumaje anidado en el alero de un almacén junto al muelle.

El Filopátor remontó el río a la velocidad de un hombre que macha a paso enérgico, y dejó boquiabierto a Antonio mucho antes de que llegase a su altura. Porque lo que veía era un mascarón de proa en medio de un nebuloso halo dorado; un hombre de piel oscura vestido con un faldellín blanco, un collar, un cinturón de oro y gemas y un enorme tocado rojo y blanco. Sus pies desnudos rozaban las olas que rompían a cada lado de la proa y en su mano derecha sostenía una lanza dorada. Los mascarones no eran del todo desconocidos en aquel lugar, pero no tan enormes u ocupando gran parte de la proa. ¿Aquel hombre era algún antiguo rey?

Todo parecía de oro; el barco estaba recubierto de oro desde la línea de flotación hasta lo más alto del mástil, y lo que no ara de oro estaba pintado con azules y verdes pavo real salpicados con un polvo de oro. Los techos de las construcciones de cubierta eran de tejas de loza fina de vividos azules y verdes, y toda una arcada de columnas con capiteles de lotos se extendían por la cubierta. ¡Incluso los remos eran de oro! Y las gemas brillaban por todas partes. ¡Aquel barco solo ya valía diez mil talentos de oro!

Le llegó el aroma de los perfumes, el sonido de las liras y las flautas y el canto de un coro invisible; muchachas hermosas con vestidos de gasas lanzaban flores desde cestos dorados, y hermosos niños con faldellines de plumas de pavo real colgaban de las velas blancas como la nieve. La enorme vela, desplegada para ayudar a los remeros, que remaban contracorriente, mostraba dos cabezas de bestias entrelazadas -una cobra real y un buitre- y un extraño ojo del que colgaba una larga lágrima negra.

Había plumas de pavo real por doquier, pero en ninguna parte más abundantes que alrededor de una alta tarima de oro emplazada delante del mástil. En el trono estaba sentada una mujer vestida con plumas de pavo real, y su cabeza mostraba la misma corona roja y blanca que llevaba el hombre del mascarón. Sus hombros resplandecían con las joyas de un ancho collar de oro, y un ancho cinturón del mismo tipo rodeaba su cintura. El cayado del pastor y un látigo de oro con lapislázuli cruzaban su pecho, y su rostro llevaba tanto maquillaje que era imposible saber qué aspecto tenía; su expresión era impasible.

El barco pasó delante de él lo bastante cerca como para ver lo ancho y maravilloso que era; la cubierta estaba pavimentada con tejas de loza fina azules y verdes que hacían juego con los tejados. Un barco pavo real, una reina pavo real. «Bueno -pensó Antonio, furioso sin ninguna razón-, ya verá quién es el gallo en el gallinero de Tarsus.»

Cruzó el puente que llevaba a la ciudad a todo galope, se apeó del caballo en la puerta del palacio del gobernador y entró dando voces para llamar a sus sirvientes.

– ¡Toga y lictores ahora!

Así pues, cuando la reina envió a su chambelán, el eunuco Filo, a informar a Marco Antonio de que ella había llegado, Filo fue informado de que Marco Antonio estaba en el ágora escuchando casos de ciudadanos en nombre del fisco y que no podía ver a su majestad hasta el día siguiente.

Tal había sido en realidad la intención de Antonio, que lo habían anunciado formalmente en el tribunal en el ágora. Cuando ocupó su lugar en el tribunal vio lo que había esperado: un centenar de litigantes, al menos otros tantos abogados, varios centenares de espectadores y unas cuantas docenas de vendedores de bebidas, bocadillos, golosinas, sombrillas y abanicos. Incluso en mayo en Tarsus hacía calor. Por aquella razón su corte estaba a la sombra de una marquesina roja que tenía bordado SPQR en los faldones cada pocos pasos alrededor de todo el reborde. En lo alto del tribunal de piedra estaba sentado Antonio en su silla curul de marfil, con doce lictores vestidos de rojo a cada lado y Lucilio sentado a una mesa llena de pergaminos. El actor más nuevo en este drama era un centurión mayor que estaba en una esquina del tribunal, vestido con una cota de escamas doradas, polainas doradas, el pecho cargado con faleras, armillas y collares y, en la cabeza, un casco dorado cuya crin escarlata se extendía a los lados como un abanico. Pero el pecho cargado con condecoraciones por actos de valor no era lo que asustaba a aquella audiencia. De hecho, el miedo lo provocaba la larga espada gala que el centurión sujetaba entre las manos, con la punta apoyada en el suelo. El papel del centurión era el de recordarles a los ciudadanos de Tarsus que Marco Antonio tenía el poder absoluto sobre ellos, y podía ejecutar a cualquiera por cualquier cosa. Si se le pasaba por la cabeza dar una orden de ejecución, entonces el centurión la ejecutaría en el acto. No es que Antonio tuviese ninguna intención de ejecutar ni tan sólo a una mosca o a una araña, pero ya que los orientales estaban acostumbrados a ser gobernados por personas que ejecutaban tan caprichosa como habitualmente, ¿por qué desilusionarlos? Algunos casos eran interesantes, y otros hasta entretenidos. Antonio se ocupó de ellos con la eficiencia y el distanciamiento que los romanos parecían poseer, ya fuesen miembros del proletariado o de la aristocracia: personas que comprendían las leyes, el método, la rutina, la disciplina, aunque Antonio estaba menos dotado de estas esenciales cualidades romanas que la mayoría. Incluso así, realizó su tarea con vigor, y algunas veces hasta con saña. De pronto, una conmoción en la multitud hizo que un litigante perdiese el control en el momento en que iba a pasar su caso a un abogado bien remunerado que estaba a su lado, lo que provocó que Marco Antonio volviera la cabeza y frunciera el entrecejo.

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