Colleen McCullough - El caballo de César

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En el apogeo de su carrera, Julio César ha sometido a sus enemigos y ensanchado el imperio hasta los confines del mundo conocido. Concentra, pues, sus energías en el bienestar de Roma y en afianzar su poder, consciente de las envidias que suscita. Muchos de los que le rodean consideran sus atribuciones de dictador como una amenaza para la República. Entre ellos, el lujurioso Marco Antonio, el resentido Cayo Casio o el virtuoso Marco Bruto. Todos en deuda con César, al que odian en secreto. Sin heredero legítimo, César, cuyo único hijo es fruto de su unión con Cleopatra, verá en el joven Octavio a su posible sucesor.
McCullough finaliza su extraordinario ciclo narrativo sobre la Roma republicana con esta emocionante obra de intrigas, batallas, crímenes y amoríos.

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Dejando a César y sus lictores solos en la sala, el capitán se marchó apresuradamente, cabía suponer que para ir en busca de alguien que pudiera recibirlos.

Cruzando una mirada con Fabio, César sonrió.

– ¡Qué situación!

– Nos hemos visto en situaciones peores que ésta, César.

– No tientes a Fortuna, Fabio. Me pregunto qué sensación se experimenta al sentarse en un trono.

César ascendió por los peldaños del estrado y se acomodó con cautela en la magnífica silla que había en lo alto, apreciando de cerca lo extraordinario de las incrustaciones en oro y piedras preciosas: lo que parecía un ojo, salvo que su borde exterior se extendía e hinchaba en una extraña lágrima triangular; una cabeza de cobra; un escarabajo; unas garras de leopardo; unos pies humanos; una peculiar llave; símbolos compuestos de palos.

– ¿Es cómoda, César?

– Ninguna silla con respaldo puede ser cómoda para un hombre con toga, razón por la cual nosotros ocupamos sillas curules -contestó César. Se relajó y cerró los ojos. Al cabo de un rato dijo-: Acampad en el suelo; parece que tenemos por delante una larga espera.

Dos de los lictores de menor edad dejaron escapar suspiros de alivio, pero Fabio, escandalizado, movió la cabeza en un gesto de negación.

– No podemos hacer eso, César. Si alguien entrara y nos sorprendiera causaríamos mala impresión.

Como no había reloj de agua, era difícil medir el tiempo, pero a los lictores más jóvenes les parecieron horas enteras las que pasaron allí de pie en un semicírculo con sus fasces delicadamente apoyadas entre los pies y el hacha del extremo entre las manos. César siguió durmiendo: una de sus famosas siestas de gato.

– ¡Eh, sal de ese trono! -exclamó una joven voz femenina.

César abrió un ojo pero no se movió.

– ¡He dicho que salgas del trono!

– ¿Quién me lo manda? -preguntó César.

– La princesa real Arsinoe de la casa de Tolomeo.

Al oír esto César se enderezó pero no se levantó; se limitó a mirar con los dos ojos abiertos a la joven, que ahora estaba al pie del estrado.

Detrás de ella había un niño y dos hombres.

Unos quince años, juzgó César: una muchacha robusta, de abundante pecho y cabello dorado, ojos azules, y un rostro que debería adecuarse mejor a su expresión, decidió César: arrogante, airada, peculiarmente autoritaria. Vestía al estilo griego, pero su túnica era de un genuino morado tirio, un color tan oscuro que parecía negro y sin embargo al menor movimiento despedía destellos de tonos ciruela y carmesí. En el cabello llevaba una diadema con gemas incrustadas, en torno al cuello un fabuloso collar de piedras preciosas, en los brazos desnudos gran cantidad de pulseras; tenía los lóbulos de las orejas anormalmente largos, debido quizás al peso de sus pendientes.

El niño aparentaba nueve o diez años y se parecía mucho a la princesa Arsinoe: la misma cara, los mismos colores de tez y pelo, la misma complexión. También él vestía de morado tirio, una túnica y una clámide griega.

Los dos hombres eran obviamente ayudantes de algún tipo, pero el que se hallaba en actitud protectora junto al muchacho era un ser débil, en cuanto que el otro, más cerca de Arsinoe, era una persona que debía tenerse en cuenta. Alto, de espléndido físico, tan rubio como los dos jóvenes de la casa real, poseía una mirada inteligente y calculadora y una boca firme.

– ¿Y qué hacemos a partir de ahora? -preguntó César con tranquilidad.

– ¡Nada hasta que te postres ante mí! En ausencia del rey, soy la regenta de Alejandría, y te ordeno que bajes de ahí y te humilles -insistió Arsinoe. Miró a los lictores con expresión ceñuda-. ¡Todos vosotros, al suelo!

– Ni César ni sus lictores obedecen órdenes de princesitas insignificantes -dijo César con suavidad-. En ausencia del rey, yo soy el regente de Alejandría en virtud de los términos de los testamentos de Tolomeo Alejandro y de tu padre Auletes. -Se inclinó-. Ahora, princesa, pongámonos manos a la obra… y no me mires con esa cara de niña que necesita una azotaina, o acaso pida a uno de mis lictores que separe una vara de su haz y te la administre. -Miró al impasible acompañante de Arsinoe-. ¿Y tú eres…?

– Ganímedes, tutor eunuco y guardián de mi princesa.

– Bien, Ganímedes, pareces hombre juicioso, así que a ti dirigiré mis comentarios.

– ¡Te dirigirás a mí! -vociferó Arsinoe, enrojeciendo-. ¡Y baja de ese trono! ¡Humíllate!

– ¡Contén tu lengua! -replicó César-. Ganímedes, exijo alojamiento adecuado para mí y mis acompañantes de alto rango dentro, agua suficiente para mis soldados, que permanecerán a bordo de los barcos hasta que yo averigüe qué ocurre aquí. Es una triste situación cuando el dictador de Roma llega a cualquier lugar de la tierra y se encuentra con una hostilidad innecesaria y una absurda falta de hospitalidad. ¿Me has entendido?

– Sí, gran César.

– Muy bien. -César se puso en pie y descendió-. No obstante, lo primero que puedes hacer por mí es apartar de mi vista a estos dos niños detestables.

– Eso no puedo hacerlo, César, si deseas que yo permanezca aquí.

– ¿Por qué?

– Dolichos es un hombre entero. Él puede llevarse al príncipe Tolomeo Filadelfo, pero la princesa Arsinoe no puede estar en compañía de un hombre entero sin acompañante.

¿Hay algún otro castrado? -preguntó César, disimulando una sonrisa; Alejandría estaba resultándole divertida.

– Claro.

– Entonces ve con los niños, deja a la princesa Arsinoe con algún otro eunuco y regresa de inmediato.

La princesa Arsinoe, momentáneamente amilanada por el tono de César al ordenarle que contuviera la lengua, estaba preparándose para hablar, pero Ganímedes la sujetó firmemente por el hombro y la obligó a salir, precedida por Filadelfo y su tutor.

– ¡Qué situación! -volvió a exclamar César, dirigiéndose a Fabio.

– La mano me ardía por el deseo de sacar esa vara, César.

– También la mía -dijo el Gran Hombre con un suspiro-. Aun así, por lo que dicen, la estirpe tolemaica es bastante singular. Ganímedes, como mínimo, es racional. Pero, claro, él no pertenece a la familia real.

– Pensaba que los eunucos eran gordos y afeminados.

– Creo que aquellos castrados en la infancia lo son, pero si los testículos no han sido extirpados hasta pasada la pubertad, puede que no sea ése el caso.

Ganímedes regresó enseguida con una sonrisa en el semblante.

– Estoy a tu servicio, gran César.

– Bastará con un César corriente, gracias. Pero dime: ¿por qué está la corte en Pelusium?

El eunuco pareció sorprenderse.

– Para combatir en la guerra -contestó.

– ¿Qué guerra?

– La guerra entre el rey y la reina, César. A principios de año, el hambre provocó la subida de los precios de los alimentos, y Alejandría culpó a la reina (el rey sólo tiene trece años) y se rebeló. -Ganímedes tenía una expresión grave-. Aquí no hay paz, compréndelo. El rey está bajo el control de su tutor, Teodoto, y el chambelán mayor, Poteino. Son hombres ambiciosos, ¿entiendes? La reina Cleopatra es su enemiga.

– ¿He de entender que ha huido?

– Sí, pero al sur, a Menfis y con los sacerdotes egipcios. La reina es también faraona.

– ¿No son faraones todos los Tolomeos que ocupan el trono?

– No, César, ni mucho menos. El padre de los niños, Auletes, nunca fue faraón. Se negó a aplacar a los sacerdotes egipcios, que ejercen gran influencia en los nativos del Nilo. En tanto que la reina Cleopatra pasó parte de su infancia en Menfis con los sacerdotes. Cuando llegó al trono la ungieron faraona. Rey y reina son títulos alejandrinos; no tienen peso alguno en el Egipto del Nilo, que es el Egipto propiamente dicho.

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