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Colleen McCullough: El caballo de César

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Colleen McCullough El caballo de César

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En el apogeo de su carrera, Julio César ha sometido a sus enemigos y ensanchado el imperio hasta los confines del mundo conocido. Concentra, pues, sus energías en el bienestar de Roma y en afianzar su poder, consciente de las envidias que suscita. Muchos de los que le rodean consideran sus atribuciones de dictador como una amenaza para la República. Entre ellos, el lujurioso Marco Antonio, el resentido Cayo Casio o el virtuoso Marco Bruto. Todos en deuda con César, al que odian en secreto. Sin heredero legítimo, César, cuyo único hijo es fruto de su unión con Cleopatra, verá en el joven Octavio a su posible sucesor. McCullough finaliza su extraordinario ciclo narrativo sobre la Roma republicana con esta emocionante obra de intrigas, batallas, crímenes y amoríos.

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El Gran Hombre parecía muy cansado. Esbelto y en forma como siempre, sí, pero sin duda consumido. Como jamás probaba el vino ni se excedía con la comida en la mesa, afrontaba cada nuevo día sin el lastre que suponía la falta de moderación, y su capacidad para despertar despabilado de una breve siesta era envidiable; el problema era que tenía mucho por hacer y no confiaba en la mayoría de sus ayudantes lo suficiente para delegar en ellos parte de sus responsabilidades.

Bruto, pensó Calvino con acritud (Bruto le inspiraba antipatía), es uno de esos en quienes no confía. Es el perfecto contable, y sin embargo destina todas sus energías a proteger su empresa no senatorial de usureros y recaudadores de impuestos agrarios, Matinio et Escaptio. ¡Habría que llamarla Bruto et Bruto! Cualquier persona importante de la provincia de Asia debe millones a Matinio et Escaptio, y también el rey Dejotaro de Galacia y el rey Ariobarzanes de Capadocia, así que Bruto se queja, y eso exaspera a César, que aborrece las quejas.

– El diez por ciento a un interés simple no es beneficio suficiente -decía lastimeramente-, así que ¿cómo puede fijarse el tipo de interés ahí cuando es tan perjudicial para los comerciantes romanos?

– Los comerciantes romanos que prestan a tipos más altos que ese son despreciables usureros -respondía César-. ¡El cuarenta y ocho por ciento al interés compuesto, Bruto, es una atrocidad! Eso es lo que cobraron tus secuaces Matinio y Escaptio a los salaminos de Chipre, y luego los mataron de hambre cuando no pudieron hacer frente a los pagos. Para que nuestras provincias sigan contribuyendo al bienestar de Roma, deben tener una economía saneada.

– No es culpa de los prestamistas el que los prestatarios acepten contratos que estipulan un tipo de interés más alto que lo acostumbrado -sostenía Bruto con la peculiar obstinación que reservaba para asuntos financieros-. Una deuda es una deuda, y ha de pagarse al interés establecido en el contrato. ¡Ahora tú has declarado ilegal este principio!

– Siempre debería haber sido ilegal. Eres famoso por tus epítomes, Bruto. ¿Quién, si no, habría podido reducir a dos hojas la obra completa de Tucídides? ¿Nunca has intentado reducir las Doce Tablas a una breve página? Si el mos maiorum es lo que te indujo a ponerte del lado de tu tío Catón, deberías recordar que las Doce Tablas prohíben exigir interés por un préstamo.

– De eso hace seiscientos años -contestaba Bruto.

– Si los prestatarios aceptan préstamos en condiciones exorbitantes, no son candidatos adecuados para un préstamo, y tú lo sabes. De lo que en realidad te quejas, Bruto, es de que haya prohibido a los prestamistas romanos utilizar las tropas o lictores del gobernador para cobrar sus deudas por la fuerza -replicaba César, montando en cólera.

Era ésta una conversación que se repetía como mínimo una vez al día.

Por supuesto, Bruto representaba un problema especialmente difícil para César, que lo había tomado bajo su ala después de los sucesos de Farsalia por afecto a su madre, Servilia, y por el sentimiento de culpabilidad que le había creado romper el compromiso entre Bruto y Julia a fin de tender una trampa a Pompeyo; este hecho había partido el corazón a Bruto, como César bien sabía. No obstante, pensó Calvino, César no tenía la menor idea de en qué clase de hombre se había convertido Bruto cuando se compadeció de él después de lo de Farsalia. Había dejado allí a un muchacho y reanudó la relación con él doce años más tarde, sin saber que aquel joven con granos, ahora un hombre de treinta y seis años con granos, era un cobarde en el campo de batalla y un león a la hora de defender su extraordinaria fortuna. Nadie se había atrevido a decir a César lo que todo el mundo sabía: que en Farsalia Bruto había tirado su espada sin teñirla de sangre y se había ocultado en los pantanos antes de huir a Larisa, donde fue el primero de la facción «republicana» de Pompeyo en suplicar perdón. No, se dijo Calvino, no me gusta el pusilánime Bruto, y desearía no verlo más. ¡Y tenía la desfachatez de hacerse llamar «republicano»! Ése no es más que un nombre altisonante que él y los otros supuestos republicanos esgrimen para justificar la guerra civil a la que han empujado a Roma.

Bruto se levantó de su mesa.

– César, tengo una cita.

– Pues acude a ella -respondió plácidamente el Gran Hombre.

– ¿Significa eso que el gusano Matinio nos ha seguido hasta Rodas? -preguntó Calvino en cuanto Bruto se fue.

– Eso me temo. -Los claros ojos azules, inquietantes a causa del aro negro que envolvía cada iris, se contrajeron-. ¡Anímate, Calvino! Pronto nos libraremos de Bruto.

Calvino le devolvió la sonrisa.

– ¿Qué planeas hacer con él?

– Instalarlo en el palacio del gobernador en Tarso, que es nuestro próximo y último destino. No se me ocurre castigo más idóneo para Bruto que obligarlo a trabajar para Sextio, que no lo ha perdonado por apropiarse de dos legiones de Cilicia y llevárselas al servicio de Pompeyo Magno.

En cuanto César dio la orden de trasladarse, todo se precipitó. Al día siguiente zarpó de Rodas rumbo a Tarso con dos legiones completas y unos tres mil doscientos veteranos reunidos de los restos de sus antiguas legiones, principalmente la Sexta. Con él fueron ochocientos soldados de caballería germanos, sus queridos caballos de Remi y el puñado de guerreros ubíes que habían combatido con ellos como lanceros.

Echada a perder por las atenciones de Metelo Escipión, Tarso atravesaba tiempos difíciles bajo el control de Quinto Marcio Filipo, hijo menor del sobrino político de César y suegro de Catón, el indeciso y epicúreo Lucio Marcio Filipo. Habiendo recomendado al joven Filipo por su buen criterio, César se apresuró a poner a Publio Sextio otra vez en la silla curul del gobernador y nombró a Bruto legado suyo, y al joven Filipo su procuestor.

– La Trigésima séptima y la Trigésima octava necesitan una licencia-dijo a Calvino-, así que colócalas durante seis nundinae en un buen campamento de las tierras altas, por encima de las Puertas Cilicias, y luego mándalas de regreso a Alejandría con una flota. Esperaré allí hasta que lleguen y entonces iré hacia el oeste para echar a los republicanos de la provincia de África antes de que se acomoden demasiado.

Calvino, un hombre alto de cabello rojizo y ojos tristes que rondaba los cincuenta años, no discutió estas órdenes. Fueran cuales fuesen los deseos de César eran lo correcto; desde que se había unido a él un año atrás había visto lo suficiente para comprender que aquél era el hombre a quien debían adherirse las personas sensatas si querían prosperar. Un político conservador que por lógica debería haber servido a Pompeyo Magno, Calvino había elegido a César asqueado por la ciega enemistad de hombres como Catón y Cicerón. Así que se había dirigido a Marco Antonio en Brindisi y pedido que lo trasladaran junto a César. Muy consciente de que César agradecería la deserción de un cónsul de la posición de Calvino, Marco Antonio había accedido en el acto.

– ¿Tienes intención de dejarme en Tarso hasta hacerme llegar noticias tuyas? -preguntó Calvino.

– La decisión es tuya, Calvino -contestó César-. Preferiría pensar en ti como mi «cónsul errante», si algo así existe. Como dictador, estoy autorizado a conceder imperium , así que esta tarde reuniré a treinta lictores para actuar como testigos de una lex curiata que te otorgará poderes ilimitados en todos los territorios desde Grecia hacia el este. Eso te pondrá por encima de los gobernadores en sus provincias y te permitirá reclutar tropas en cualquier parte.

– ¿Tienes un presentimiento, César? -preguntó Calvino, frunciendo el entrecejo.

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