Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Esto es mucho mejor que vivir en la humillación -dijo, y juntó los extremos de los cables con una expresión de fiero placer.

El túnel estalló, innumerables fragmentos de roca se esparcieron en un radio de trescientos metros y la montaña, fatalmente agrietada a tres metros de profundidad, trataba de derrumbarse sobre sí misma mientras la fuerza incontenible de la enorme carga de explosivos la resquebrajaba. A la primera onda expansiva, que sonó como un aullido, le siguió un ruido como el de un objeto que se hace añicos; la ráfaga arrastró violentamente a los hombres que se encontraban en la galería mientras un diluvio de partículas inundaba el espacio circundante y una enorme masa de polvo recorría vertiginosamente el lugar, subía por los pozos de ventilación hasta las torres de perforación, bajaba por el túnel de los contenedores y salía al pasillo principal. El estruendo, que se oyó con más intensidad en Kinross, llegó atenuado a la cima de la montaña. Sin embargo, cuando el ruido cesó y Lee logró recuperarse -todavía le zumbaban los oídos- descubrió que la galería no había sufrido ningún daño. Las sirenas externas ululaban y desde la ciudad acudían a la carrera los hombres: ¡Dios, que no sea un derrumbe! ¿Quiénes habían muerto, cuántos túneles y pozos de ventilación habían quedado sepultados?

Lo primero era resolver el problema de la seguridad; cuando Lee, los ingenieros de minas y los supervisores recorrieron el lugar descubrieron que lo único que se había derrumbado era el túnel número uno. Fuera de allí, no había una sola viga rajada, ni un rasgón en las lonas, ni un pandeo en las vías de los contenedores. Toda la fuerza de la explosión se había concentrado en el túnel número uno.

El hombre es un genio, pensó Lee, todavía aturdido, mientras él y Summers se internaban en el número uno hasta donde podían, unos treinta metros en un túnel cuya extensión original era de trescientos. Alexander había distribuido las cargas para causar el mayor estrago en el menor espacio. Ningún otro lugar de Apocalipsis había sufrido el menor daño fuera del túnel original. «El viejo y querido número uno. Y él me aprecia», había dicho Alexander.

Summers berreaba como un niño y la mayoría de los hombres que se encontraban en la galería lloraban, pero Lee no podía derramar una sola lágrima. Mientras Prentice y los demás supervisores se preparaban para tratar de rescatar a Alexander, Lee se acercó discretamente a la terminal y tiró del cable que la conectaba con la cabina del generador. Haciéndolo girar entre las manos, desatornilló la placa inferior y vio lo que Alexander había hecho. Nunca te perdiste una, ¿eh, Alexander?, dijo para sí. Nadie lo veía; Lee desarmó el desvío, lo guardó en el bolsillo del pantalón y volvió a armar el dispositivo. Cuando alguien quisiera revisarlo, o verificar su funcionamiento en el laboratorio, se comportaría exactamente como correspondía. Apostaría a que sabías que sería yo quien lo descubriría. Porque, Alexander Kinross, tú querías morir en un accidente, un capricho de la suerte, algo de lo que no se pudiera culpar a nadie. Seré tu cómplice. Te debo eso, y mucho, mucho más.

Nunca lo encontrarían, por supuesto. No estaba volviendo a la galería cuando su mundo terminó, estaba ante la roca con los cables pelados en las manos. Estás sepultado para siempre, Alexander Kinross. El rey en su mausoleo dorado.

– Jim -dijo a Summers, que no cesaba de berrear-. ¡Jim, escúchame! No puedo quedarme aquí, tengo que informar de esto a más de una mujer. Los hombres pueden explorar hasta unos treinta metros si quieren, pero no más allá. Si no aparece en esos treinta metros está muerto. Lo está, en cualquier caso, y todos lo sabemos. Pero pueden buscarlo un rato, se sentirán mejor. Regresaré en cuanto pueda.

Y Summers, que toda su vida había sido un hombre respetuoso de la autoridad, se secó la cara, se sonó la nariz, y miró fijamente a Lee con los ojos todavía llenos de lágrimas.

– Sí, doctor Costevan-dijo-. Enseguida.

– Bien dicho -repuso Lee, dándole una palmada en el hombro.

¿A la ciudad o a la cima de la montaña? A la ciudad, decidió Lee. Su madre oiría los rumores mucho antes, así que había que avisarla en primer lugar.

¿Qué fue lo que dijo Alexander ayer, cuando terminaba nuestra conversación? Algo así como que tenía que encontrar una solución para conservarme a mí y, al mismo tiempo, liberar a Elizabeth. Sí, algo así. Pero ¿quién habría podido imaginar cuál iba a ser esa solución? ¿Quién podía ser tan cruel y decidido como él para pensar algo tan radical? Las mujeres nunca sabrán que no fue un accidente, así que Elizabeth no se sentirá culpable y Ruby no albergará odio. Si mi madre supiera que él se suicidó porque pensó que era la mejor manera de resolver una situación insoluble, culparía a Elizabeth y la odiaría toda la vida. Y eso significaría una ruptura diferente. En cambio así, lo que pasó entre Alexander y yo es un secreto entre los dos. Murió en un accidente en la mina. Esos accidentes suceden muy a menudo. Todo el mundo tendrá algo que decir al respecto, por supuesto. ¿Cómo pudo ocurrir que las cargas explotaran si la corriente estaba interrumpida? ¿Por qué la explosión había sido tan desmesurada? ¿Por qué Alexander no permitió que nadie entrara con él en el túnel número uno? Pero nadie sabrá la verdad, excepto yo… y Alexander.

Cuando Ruby, que esperaba ansiosamente en la galería externa del hotel, vio bajar a Lee del funicular, tuvo que aferrarse a uno de los postes de la marquesina para mantenerse en pie. A medida que él se acercaba ella veía su rostro rígido, agarrotado, y su expresión sombría. Fuese por eso, o por algún misterioso presentimiento, súbitamente la asaltó la certeza de que Alexander había muerto. Extendió una mano mientras con la otra seguía aferrándose al poste como si fuera una muleta. Lee tomó la mano de su madre entre las suyas y la acarició.

– Hubo un accidente en el túnel número uno. Alexander está muerto. Es imposible que haya sobrevivido.

La expresión de sus enormes ojos verdes era igual a la de una gata a quien acaban de arrebatarle sus cachorros para ahogarlos: pena, desconcierto, y un dolor incipiente. Pronto, pensó Lee, empezará a buscarlo en los rincones de su pobre mente agobiada, segura de que ha habido algún error.

– ¿Su gran voladura? -preguntó.

– Sí. Hubo un problema con la conexión eléctrica, y él decidió ir a repararla.

Ruby se tambaleó; Lee la sostuvo con un brazo y la condujo al interior del hotel. Hizo que se sentara y le ofreció una copa de brandy.

– Él nunca había hecho algo así tratándose de explosivos o voladuras. Tenía una experiencia de treinta y cinco años -repuso ella, recuperando un poco el ánimo.

– Tal vez ése fue el problema, mamá. Se descuidó.

– El no actuaba así, y tú lo sabes.

– Estoy tratando de encontrar una explicación, incluso para mí.

– ¡Finalmente soy viuda! -dijo ella, perpleja-. Al menos me siento como una viuda. Sólo a Alexander se le ocurriría dejar dos viudas.

– ¿Estás bien, mamá? Debo avisar a Elizabeth.

– Ella no lo llorará. Ahora puede tenerte a ti.

– Eso no es justo para nadie, mamá.

– ¡Oh, ve, ve! -dijo ella, abrumada-. Te toca la peor parte. Di a Elizabeth que iré más tarde. Estará bien, Constance le hará compañía. Ahora somos todas viudas.

Los contenedores del pasillo principal trabajaban incansablemente, pues la mitad de la ciudad estaba tratando de retirar los escombros del túnel número uno. Lee subió en el funicular. Elizabeth y Constance estaban bebiendo té en el invernadero. Levantaron la vista hacia él sin demasiada preocupación hasta que advirtieron el aspecto de Lee: estaba cubierto de polvo, sudaba copiosamente y su expresión recordaba a la de Sung cuando algún miembro de su comunidad había cometido algún delito grave.

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