Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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Pero tenía una deuda con Elizabeth y ya era hora de saldarla. Amarla y, sin embargo, no haber logrado hacerla feliz era imperdonable. Lee era perfecto para Elizabeth, sí, pero ¿cómo se las arreglaría para convivir con una mujer cuya reserva la convertía en una fortaleza inexpugnable? Era evidente que él estaba profundamente enamorado de ella, pero el suyo era un amor cortés como el de los tiempos medievales, un cortejo casto, sin esperanzas y en la distancia. ¿Podría pasar de la desesperanza a la esperanza realizada? ¿ La Elizabeth con la que había soñado durante diecisiete años sería la Elizabeth con la que habría de convivir? Eso era algo que Alexander no podía saber. Tampoco quería averiguarlo.

De pronto, pensó en Sung. ¡El viejo y querido Sung! Jamás nadie había tenido un socio mejor para una empresa tan ambiciosa. Lee había heredado de él su sentido del honor, por supuesto. Un hecho curioso teniendo en cuenta que el padre no se había ocupado personalmente de aquel hijo mestizo ni se había interesado demasiado por su suerte. Los hijos chinos de Sung eran, en todo caso, más extranjeros que el propio Sung: habían recibido una educación completamente diferente. Alexander se inclinaba a pensar que Lee había salido ganando. La situación de los chinos empeoraría después de que las colonias se convirtieran en una federación independiente, pero Alexander estaba convencido de que los chinos que ya estaban en Australia se quedarían allí. Era una verdadera estupidez que se desperdiciara así la inteligencia y el talento del mundo de los que no eran blancos.

La evocación de Anna fue una verdadera tortura, no podía sino asociarla con Jade, Sam O'Donnell y Theodora Jenkins. Ella era un ejemplo perfecto de cómo el amor podía arruinar una vida. La muy estúpida se había marchado de Kinross y ahora vivía en Bathurst, sumida en la pobreza, remendando ropa y dando clases de piano. Todo porque no había podido aceptar que su amado era un violador. Jade, una pequeña silueta negra que se balanceaba delicadamente colgada de una soga cuyas cenizas cubrían el barato ataúd de Sam O'Donnell. Ésa había sido una buena idea de Sung. Después de aquella lluvia sin precedentes, los huesos en descomposición de O'Donnell quedarían atrapados en la telaraña de su verdugo.

¿Y qué decir de Anna? Una pobre chiquilla inocente. Una tragedia tan inexorable e inevitable como un témpano de hielo que se precipita al valle desde la cima de la montaña. Aunque no fuera más que por eso estaba en deuda con Elizabeth, que había sobrellevado la peor parte de esa tragedia. Pues bien, tenía que darle la oportunidad que se merecía y rogar que no fuera demasiado tarde. Lee le pertenecía de por vida, pero ¿sería eso lo que ella quería una vez que lo hubiera conseguido? Y él, ¿comenzaría a herirla y violentarla? No, pensó, si ella puede darle hijos. Para ella serán hijos deseados. Me pregunto si alguno de ellos se parecerá a Ruby. ¡Eso me gustaría!

Terminó de hacer las perforaciones. Recorrió lentamente el túnel hasta el sitio al que Summers acababa de llegar con una carretilla de cuatro ruedas en la que llevaba una caja de dinamita, sales minerales, algodón pólvora, cable de platino y detonadores. ¡Cómo vuela el tiempo!, pensó Alexander, mientras miraba su reloj. Las agujas estaban una sobre otra, marcando las seis y media. Nueve horas para hacer las perforaciones. Nada mal para un hombre maduro.

– Sé que en su nota pedía una caja entera de dinamita al sesenta por ciento, sir Alexander, pero ¿no es mucho?

– Muchísimo, Summers, pero lo que tenía en la otra caja no me servía. Vamos a ver -replicó Alexander mientras levantaba la tapa de la caja, escudriñaba las ordenadas hileras de cartuchos marrones y tomaba uno para sopesarlo y olerlo. Un momento después, asentía con la cabeza-. Este lote servirá. Me lo llevaré.

– Ojalá yo no fuera tan torpe con los explosivos -dijo Summers, afligido, y comenzó a empujar la carretilla en dirección al túnel número uno.

Alexander le ordenó que se detuviera.

– Gracias, Summers. Yo me arreglo.

– ¿Y qué hará con el Ingersoll? ¿Desmontará la tubería de aire?

– Ya he sacado de allí el Ingersoll, y he desmontado la tubería de aire.

– No debería haber hecho eso, sir Alexander, no debería haberlo hecho.

– ¿A mi edad, quiere decir? -repuso Alexander con una sonrisa irónica, y comenzó a empujar la carretilla.

Summers se quedó un momento mirándolo alejarse bajo las luces centelleantes hasta que, en una curva, Alexander desapareció de su vista.

Frente a la superficie de la roca una vez más, Alexander tomó un cartucho de aquel explosivo de máximo poder y rasgó su envoltura por uno de los extremos con un afilado cuchillo. Lo colocó en el agujero con relativa facilidad y luego, ayudándose con la larguísima barra apisonadora, lo empujó hasta el fondo. Repitió la operación con otro cartucho, y después con otro, tan aprisa como pudo, hasta que sólo quedó lugar para uno más. Envolvió un extremo del último cartucho con el detonador del fulminante de mercurio y un cebador, a los que agregó dos terminales de cable conectadas por un filamento de platino sobre un lecho de algodón pólvora. Y pasó al siguiente agujero.

Sudaba copiosamente y sus músculos sentían el esfuerzo, pero colocó las cargas como lo había planeado hasta que hubo insertado ciento cincuenta y seis cartuchos con un sesenta por ciento de nitroglicerina cada uno en la superficie de la roca. Después, quitó unos quince centímetros de material aislante del extremo de cada uno de los cables y los enrolló a todos en un solo haz. A continuación quitó el material aislante al extremo del cable que pronto desenrollaría para llevarlo hasta la galería, donde lo conectaría a la terminal que desencadenaría la explosión. ¡Listo! Contempló su obra con una mirada de profunda satisfacción.

Empujando con el aire la bobina de cable avanzó por el encharcado terreno en dirección a la galería. Summers, Lee y Prentice lo estaban esperando; Prentice llevó la bobina hasta la terminal y se agachó para cortar el cable con la intención de completar la conexión. Alexander le quitó el cable de las manos, retiró el material aislante y lo conectó. ¡Qué exigente e intratable es este tío!, pensó Prentice. Siempre tiene que hacerlo todo él, como si los demás no supieran nada.

– El viejo y querido número uno ya está listo para desaparecer -dijo Alexander resueltamente, con una sonrisa en los labios. Se le veía sucio y agotado pero exultante.

Prentice hizo sonar la sirena que advertía a todos los que se hallaban en las inmediaciones que habría una explosión; cuando finalmente el ulular de la sirena cesó, Alexander accionó el interruptor de la terminal y el amperímetro indicó que la corriente eléctrica había comenzado a fluir. Se taparon los oídos con las manos, como los otros cuarenta hombres que estaban en ese momento en la mina, pero no se produjo ninguna explosión. La entrada del túnel número uno estaba a oscuras.

– ¡Maldición! -exclamó Alexander-. El cable se ha cortado.

– ¡Espera! -gritó Lee-. ¡Alexander, espera un momento! Podría haber fuego.

Por toda respuesta, Alexander cortó la corriente; la aguja del amperímetro volvió al cero.

– Lo repararé -dijo. Tomó un farol y se internó en el túnel-. Ésta es mi voladura. Quedaos todos quietos, ¿está claro?

Esta vez recorrió el trayecto a grandes zancadas, pleno de energía y decisión. Lo que los hombres que había dejado atrás no sabían era que la corriente seguía fluyendo; Alexander había conectado un desvío en la terminal, y lo había activado al cortar la corriente. Y el amperímetro no lo detectaba.

Los dos cables estaban en el suelo; sus filamentos de cobre, iluminados por el farol, despedían destellos rojizos. Dejó el farol en el suelo y levantó los cables, uno en cada mano.

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