Colleen McCullough - El Desafío

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Australia, finales del siglo XIX. Alexander Kinross – un escocés que ha enterrado sus humildes orígenes tras amasar una enorme fortuna en EEUU y Australia – pide la mano de la joven Elizabeth Drummond. Con apenas 16 años, ésta se ve obligada a dejar su Escocia natal para casarse con un completo desconocido. Ni la brillantez ni el dinero ni la insistencia de Kinross logran que la muchacha sea feliz en su matrimonio. Elizabeth se siente prisionera en la mansión que su marido posee en una zona remota del país y en la que su única compañía son los sirvientes de origen chino que trabajan para ellos. La tensión entre los miembros de la pareja es creciente: la joven desprecia y teme a Kinross, que no oculta su relación extramatrimonial con otra mujer. Sin embargo, lejos de aceptar la situación, Elizabeth intentará encontrar su lugar en esas extrañas tierras.
Con el nacimiento de la Australia moderna como trasfondo, Colleen Mc. retrata la vida de un matrimonio destinado al fracaso desde su inicio, y las consiguientes historias de amor que se generan fuera del mismo.

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– Eres demasiado honorable, mi muchacho, ése es tu problema. Pero a ella le gustaba la idea de vivir en la mentira, ¿no es así?

– No porque sea naturalmente mentirosa -repuso Lee-. Sinceramente -insistió-. Creo que es más por la forma en que ha ido organizando su vida con los años. Y tiene mucho miedo de que te enteres. Oh, ella es muy consciente de tu bondad, de cuánto la respetas. Sí, te tiene miedo, y eso para mí es un misterio inexplicable.

– Para mí no -dijo Alexander, acariciando la superficie de la roca-. Soy la personificación de Satanás.

– ¿Cómo dices?

– Elizabeth es la víctima de dos viejos tortuosos, perversos. Ambos murieron, pero la influencia que ejercieron sobre ella nunca morirá. Yo he sido un apeadero para ella, alguien que engendró sus hijos, alguien que le ha dado un techo y comparte su pan. Y está tu madre, a quien amaré hasta el día de mi muerte. Elizabeth lo sabe muy bien. Mi querido Lee, no podemos obligar a una persona a ser o a hacer lo que queremos, aunque a mí me ha costado cincuenta y cinco años entender eso. Por muchas razones que prefiero no averiguar, Elizabeth no me soporta. Incluso físicamente. Si la toco, veo cómo se le pone la carne de gallina. Dejé de amarla hace años -mintió. Ahórrale a Lee todo el dolor que puedas, Alexander, se dijo-. Si es que alguna vez la amé. Al principio solía pensar que así era, pero tal vez simplemente estaba enamorado de la idea de lo que podríamos haber llegado a ser el uno para el otro si ella me hubiese correspondido. ¿Su amor por ti es muy reciente?

– Ella dice que no -respondió Lee, irritado por esta entrevista tan desapegada y desapasionada justamente por ese desapego. Quería, necesitaba, que Alexander bramara de rabia, lo golpeara, lo pateara. ¡Cualquier cosa menos aquello!

– Entonces los dos habéis sufrido, y a pesar de todo tú me has sido leal. Eso es muy importante para mí.

– Sé que desde hoy mi vida ya no será igual, Alexander, estoy preparado para eso.

– Quieres decir que tienes preparadas tus maletas…

– Metafóricamente, sí-dijo Lee.

– ¿Y qué pasará con Elizabeth? ¿Piensas condenarla a seguir viviendo muchos años más con un hombre al que no soporta?

– Eso depende de ti. Ella no se iría sin Dolly, y Dolly es tu única nieta. Un tribunal te concedería la custodia a ti, si Elizabeth estuviera dispuesta a enfrentarse a un tribunal y admitir que es una adúltera.

– El adulterio es el único fundamento para un divorcio. La crueldad también, pero nunca se aplica, y son muchos los jueces que golpean a sus esposas. De todas formas, ella podría pedir el divorcio acusándome de adulterio con Ruby.

– ¿No sería estupendo? La esposa divorciada del hombre famoso se casa con el hijo de la amante de su ex marido. Un chino mestizo. La prensa estaría encantada.

– Si Elizabeth te ama lo suficiente, lo hará.

– Me ama lo suficiente. Pero el escándalo nos perseguiría durante años, a menos que nos marcháramos al extranjero. Tal vez ésa sea la solución.

– Pero yo te necesito aquí, Lee, no en el extranjero.

– ¡Entonces no hay solución! -exclamó Lee con desesperación.

Alexander cambió de táctica.

– ¿Estás seguro de que ella no sabe que pensabas hablar conmigo?

– Sí, absolutamente seguro. Se ha encerrado en un nuevo compartimiento secreto y se siente feliz allí.

– ¿También estás seguro de que Ruby no lo sabe?

– Sí. Siempre he hablado con ella de todo, incluso de mi amor por Elizabeth. No existe una mujer más mundana que mi madre. Pero de esto no le he hablado. Ella puede guardar un secreto tan bien como Elizabeth, pero yo… simplemente no me atreví a decírselo.

Alexander levantó la vista para mirar a Lee a los ojos.

– Necesito tiempo para pensar -dijo-. Dame tu palabra de que no hablarás de esto con nadie, ni siquiera con Ruby o con Elizabeth.

Lee bajó de su roca y tendió una mano a Alexander.

– Palabra de honor, Alexander.

– Entonces el asunto está concluido. Mañana, después de la voladura, te daré una respuesta. ¿Estarás allí?

– Si tú quieres…

– Por supuesto que quiero. Summers es un inepto y Prentice me saca de quicio. Si está haciendo la voladura no hay ningún problema, pero si la hago yo revolotea de un lado a otro como un moscardón.

– Soy consciente de todo eso -dijo Lee con afabilidad.

– Y yo soy consciente de que eres consciente. Es que estoy un poco alterado por la noticia que me has dado. Te agradezco tu sinceridad, Lee, te lo agradezco mucho. Sabía que no me equivocaba contigo y quiero disculparme por la forma en que te traté aquella vez, en mil ochocientos noventa. Estaba un poco engreído. -Dio una patada en el suelo, que sonó un tanto hueco-. Ahora he vuelto a ser el de antes. Nadie podría contar con un colaborador más leal o más capaz, y algún día tú serás un excelente jefe. -Carraspeó. En sus labios se dibujó una expresión sardónica-. Pero estoy eludiendo la verdadera cuestión, que es que tengo que encontrar una solución para conservarte a ti y, al mismo tiempo, liberar a Elizabeth.

– Creo que eso es imposible, Alexander.

– Nada es imposible. Nos vemos mañana a primera hora, a las ocho, en la galería principal. Lo más probable es que esté en el túnel número uno, pero no entres. Orden del responsable de explosiones.

Y se alejó en dirección al funicular mientras Lee iba hacia el sendero.

De pronto, Alexander lo llamó.

– ¡Lee!

Lee se detuvo y se dio la vuelta.

– Hoy es el cumpleaños de Dolly. A las cuatro, en casa.

Había olvidado el cumpleaños de Dolly, pensó Lee agobiado mientras se ponía un traje oscuro; si la fiesta iba a ser a las cuatro no debía vestir un traje tan formal, aunque por supuesto los adultos se quedarían a cenar después de la fiesta de cumpleaños. Constance Dewy estaría allí.

Vio que Ruby bajaba de sus habitaciones y la esperó. ¡Qué hermosa era! Su silueta se había estilizado, si es que eso era posible, y parecía que sus huesos eran más livianos que cuando él era niño, una época en la que estaba de moda la voluptuosidad y a los hombres les encantaba esa clase de mujeres. Su vestido era de crespón de seda francés verde como sus ojos, el corpiño y las mangas damasquinados en rosa y la falda hasta las rodillas era dentada y terminaba en borlas. La parte de abajo, que llegaba hasta el suelo, era rosa, igual que sus guantes de cabritilla. El pequeño sombrero verde de ala curvada que enmarcaba su pelo rojo dorado estaba adornado con rosas.

– Estás para comerte -dijo Lee, besando su tersa mejilla con los ojos cerrados para apreciar el perfume de gardenias que emanaba de ellas.

Ella gorjeó.

– Espero que Alexander piense lo mismo.

– No deberías decir cosas así a tu hijo.

– Vamos, al menos tú sabes lo que quiero decir, lo que es un buen augurio para tus aves del paraíso.

– Mis aves del paraíso prefieren la emoción que procuran los diamantes.

Subieron en el funicular. Alexander, Elizabeth y Constance ya estaban en el pequeño comedor, adornado con guirnaldas. Todos tuvieron que usar un sombrero especial para la fiesta de cumpleaños. Constance los había comprado en Bathurst, donde un emprendedor tendero chino había aprovechado la destreza china para trabajar los más delicados papeles de colores; vendía serpentinas, sombreros para fiestas, manteles y servilletas, y exquisitos papeles para envolver los regalos.

Cuando Peony llevó allí a Dolly con algún pretexto todos comenzaron a cantar a coro el Feliz cumpleaños y, para su alegría, la colmaron de regalos. Pero fue, también, una fiesta de cumpleaños triste: no había niños de su edad entre los invitados. ¿Qué se le regala a una niña de siete años? Lee había encontrado una de esas muñecas rusas dentro de las cuales aparece una segunda, más pequeña, y luego otra aún más pequeña dentro de la segunda, y así sucesivamente. Ruby le regaló una muñeca de porcelana, alemana, con brazos y piernas articulados, vestida a la última moda, con una mata de pelo auténtico, pestañas de verdad en torno a unos ojos estriados que se abrían y se cerraban, y unos labios rojos entreabiertos que dejaban ver los dientes y una lengua que se movía cuando se la tocaba. De Alexander recibió un triciclo, y de Elizabeth un brazalete de oro con eslabones en forma de corazón y, en la parte superior lo que sería su primer amuleto, una estilizada herradura de la suerte de oro. El regalo de Constance fue una enorme caja de bombones.

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