Colleen Mccullough - La canción de Troya

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La canción de Troya es la mejor creación de Colleen McCullough. En ella se relata la trágica y terrible epopeya de la guerra de Troya, de tres mil años de antigüedad, una leyenda de amor perdurable, odio inestinguible, venganza, traición, honor y sacrifico. En la historia, tan apremiante y apasionada como si se narrara por vez primera, sus protagonistas, Príamo, Helena, el príncipe Paris, Aquiles, Héctor, Ulises y Agamenón, avanzan hacia un destino que ni siquiera los dioses pueden evitar.

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Me presenté solo y a pie en el recinto, con sencillas ropas de caza y arrastrando mi ofrenda con una cuerda. Deseaba que ella me considerara un ser vulgar, que no supiera que se encontraba ante el gran rey de Tesalia. El altar estaba instalado sobre un enorme promontorio que dominaba una pequeña cueva. Me abrí camino con sigilo entre el sagrado bosquecillo que se encontraba delante, aturdido por el silencio y la densa y asfixiante santidad del lugar. Incluso el rumor del mar se amortiguaba en mis oídos, aunque las olas llegaban lentamente y se estrellaban en blancas burbujas contra las rocas de la accidentada base del precipicio. El fuego eterno ardía ante el sencillo altar en un trípode de oro. Me acerqué a él, me detuve y atraje mi ofrenda a mi lado.

La mujer salió a la luz del sol casi de mala gana, como si prefiriese morar en una fría y líquida filtración del día. La miré fascinado. Era menuda, esbelta y delicada y, sin embargo, poseía cierta calidad que no era femenina. En lugar del atavío habitual, con sus adornos y bordados, llevaba una sencilla túnica de fino y transparente lino egipcio, tras el que se percibía con claridad el color de su piel pálida y azulada, aunque confusa porque el tejido estaba teñido de modo inexperto. Sus labios eran gruesos pero tenuemente rosados, sus ojos, cambiantes de color, exhibían todos los matices y tonalidades del mar -grises, azules, verdes, incluso morados como el vino- y no se pintaba el rostro, sólo una tenue línea negra contorneaba sus ojos y se extendía hacia arriba de modo que le confería un aspecto algo siniestro. Sus cabellos eran incoloros, de un blanco ceniciento, con un brillo que casi parecía azulado entre la oscuridad del recinto.

Me adelanté y le tendí mi ofrenda.

– Señora, soy un visitante de tu isla y he venido a ofrecer un sacrificio al padre Poseidón.

Con una señal de asentimiento cogió la cuerda que le tendía y a continuación examinó el blanco ternero con mirada experta.

– El padre Poseidón se sentirá complacido. Hace tiempo que no veía un animal tan espléndido.

– Puesto que los caballos y los terneros son sagrados para él, me pareció adecuado ofrecerle lo que más le agrada, señora.

Ella miró con fijeza la llama del altar.

– El tiempo no es oportuno para realizar un sacrificio. Lo ofreceré más tarde -dijo.

– Como gustes, señora -repuse.

Y me volví dispuesto a marcharme.

– Aguarda.

– ¿Qué deseas, señora?

– ¿Quién debo decirle que se lo ofrece?

– Peleo, rey de Yolco y gran soberano de Tesalia.

Sus ojos mudaron rápidamente del azul claro al gris oscuro.

– No eres un hombre vulgar. Tu padre era Eaco y su padre el propio Zeus. Tu hermano Telamón reina en Salamina y eres de casta real.

– Sí -repuse sonriente-, soy hijo de Eaco y hermano de Telamón. En cuanto a mi antepasado… no tengo idea. Aunque dudo que fuese el rey de los dioses. Tal vez se tratara de algún bandido que se encaprichó de mi abuela.

– La impiedad conduce al castigo divino, rey Peleo -repuso en tono mesurado.

– No creo comportarme como un impío, señora. Rindo culto y ofrendas a los dioses con fe absoluta.

– Sin embargo, niegas que Zeus sea antepasado tuyo. -Tales historias suelen contarse para ensalzar los derechos de un hombre al trono, como sin duda sucedió en el caso de mi padre Eaco, señora.

La mujer acarició el hocico del blanco ternero con aire distraído.

– Debes de alojarte en palacio. ¿Por qué el rey Licomedes te ha dejado venir solo y sin anunciarte?

– Porque así lo he querido, señora.

Ató el animal a una anilla de una columna y siguió dándome la espalda.

– ¿Quién acepta mi ofrenda, señora?

Me miró por encima del hombro con ojos de un gris frío y neutro.

– Soy Tetis, hija de Nereo, y no por meras habladurías, rey Peleo. Mi padre es un gran dios.

Había llegado el momento de irse. Le di las gracias y me marché.

Pero no llegué muy lejos. Me deslicé sendero abajo hasta la cueva procurando no ser visto desde el santuario, oculté mi lanza y mi espada tras una roca y me tendí sobre la arena cálida y amarilla protegido por el saliente de una roca. Tetis, Tetis… Sin duda reflejaba la esencia marina. Comprobé que incluso yo mismo deseaba creer que era hija de un dios, porque había mirado profundamente aquellos ojos camaleónicos y había encontrado en ellos todas las tormentas y calmas que afectan al mar, el eco de un indescriptible fuego helado. Y deseaba que fuese mi esposa.

También ella se había interesado por mí: mis años y mi larga experiencia así me lo hacían creer. El quid de la cuestión era cuan intensa sería la atracción en ella; por mi parte sentía una premonición derrotista. Tetis no se casaría conmigo como no lo había hecho con otros excelentes partidos que la habían cortejado. Pese a no ser misógino, las mujeres sólo me habían importado para satisfacer los deseos que hasta los grandes dioses experimentan con igual intensidad que los humanos. A veces me acostaba con alguna mujer de la casa, pero hasta aquel momento no había amado a nadie. Lo supiera ella o no, Tetis me pertenecía. Y como yo había abrazado la Nueva Religión en todos sus aspectos, no tendría otras esposas que rivalizaran con ella. Sería mi única consorte.

El sol caía sobre mi espalda con creciente intensidad. Llegaba el mediodía. Me despojé de mi traje de caza para que los cálidos rayos de Helio penetrasen en mi piel. Pero no podía yacer tranquilo, tuve que sentarme y miré irritado al mar increpándolo por aquel nuevo problema. Luego cerré los ojos y me arrodillé.

– ¡Sé propicio conmigo, padre Zeus! -exclamé-. Sólo en mis mayores necesidades y aprietos te he rogado como quien busca el auxilio de su antepasado. Pero ahora así lo hago, apelo a tu parte más amable y benéfica. Nunca has dejado de escucharme porque nunca te he agobiado con trivialidades. ¡Ayúdame ahora! ¡Te lo ruego! ¡Dame a Tetis como me diste Yolco y a los mirmidones, al igual que has puesto toda Tesalia en mis manos! ¡Dame una reina apropiada para que ocupe el trono mirmidón e hijos poderosos que ocupen mi puesto cuando yo falte!

Permanecí largo rato arrodillado y con los ojos cerrados y al levantarme descubrí que nada había cambiado. Pero era de esperar: los dioses no obran milagros para inculcar la fe en los corazones humanos. Entonces la descubrí. El viento agitaba su tenue túnica hacia atrás como un estandarte, sus cabellos brillaban como cristales al sol y levantaba el rostro con expresión absorta. A su lado se encontraba el blanco ternero y en la diestra sostenía una daga. El animal avanzaba tranquilo hacia su sino, incluso se instaló ante sus piernas cuando ella se arrodilló al borde de las rompientes olas y no se revolvió ni gimió cuando lo degolló y lo sostuvo mientras brillantes regueros de color escarlata recorrían los muslos y los desnudos y blancos brazos de la mujer. Las aguas que la rodeaban se volvieron rojas mientras las cambiantes corrientes absorbían la sangre del animal en su propia sustancia y la consumían.

Ella no me había visto, ni me vio al adentrarse en las olas arrastrando el cadáver del animal hasta que se halló a suficiente profundidad para colgárselo del cuello y seguir su marcha. A cierta distancia de la playa se encogió de hombros para soltar su carga, que se hundió al punto en las aguas. Una roca grande y lisa sobresalía del mar; llegó hasta ella, la escaló y su silueta se recortó contra el claro cielo. Entonces se tendió de espaldas, apoyó la cabeza en los brazos cruzados y pareció adormecerse.

Un ritual extravagante, no tolerado por la Nueva Religión. Tetis había aceptado mi ofrenda en nombre de Poseidón, pero la había sacrificado a Nereo. ¡Aquello era un sacrilegio! ¡Y se trataba de la gran sacerdotisa de Poseidón! ¡Ah, Licomedes, no te equivocabas! ¡En ella se esconde el germen de la destrucción de Esciro! No le entrega al dios de los mares lo que le corresponde ni lo respeta como causante de los temblores de tierra.

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