Colleen Mccullough - La canción de Troya

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La canción de Troya es la mejor creación de Colleen McCullough. En ella se relata la trágica y terrible epopeya de la guerra de Troya, de tres mil años de antigüedad, una leyenda de amor perdurable, odio inestinguible, venganza, traición, honor y sacrifico. En la historia, tan apremiante y apasionada como si se narrara por vez primera, sus protagonistas, Príamo, Helena, el príncipe Paris, Aquiles, Héctor, Ulises y Agamenón, avanzan hacia un destino que ni siquiera los dioses pueden evitar.

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Hesíone se aferró con desesperación a sus brazos y entonces él inclinó la cabeza para susurrarle algo al oído y la besó larga y apasionadamente como a hombre alguno se le había permitido en la corta vida de mi hermana. A continuación, le enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y regresó corriendo al lugar donde lo había apostado Heracles. Hasta nosotros llegó un estallido de risas de los tres griegos que me hizo vibrar de rabia. ¡Se permitían reírse en un sacrificio sagrado! Pero, pese a la distancia que nos separaba, advertí que Hesíone había perdido su miedo y que se erguía orgullosa y con los ojos brillantes.

Hasta que finalizó la mañana prosiguió la hilaridad de los griegos y luego, de repente, guardaron un profundo silencio entre el que tan sólo se distinguía el rumor del viento troyano que soplaba incansable.

Alguien me tocó en el hombro. Giré en redondo entre los apresurados latidos de mi corazón creyendo que se trataba del león, pero me encontré con Tisanes, un criado de palacio destinado a mi servicio, que se inclinó y me susurró al oído:

– La princesa Hécuba requiere tu presencia, señor. Ha llegado el momento y la comadrona dice que su vida pende de un hilo.

¿Por qué las mujeres tienen que escoger siempre el momento más inoportuno? Le hice señas a Tisanes de que se sentara y permaneciera inmóvil y me volví a observar el sendero, que se sumergía en una hondonada después de una pequeña loma. Los pájaros habían interrumpido sus cantos, habían dejado de llamarse mutuamente, y el viento había cesado. Me estremecí.

El león remontó la loma y bajó sinuoso por el sendero. Era la bestia más grande que había visto en mi vida, de piel amarillenta, densa melena negra y cola coronada por un negro penacho.

En su costado derecho lucía la marca de Poseidón, un negro tridente. A mitad de camino, cuando se aproximaba al lugar donde se encontraba apostado Heracles, se detuvo bruscamente, levantó una zarpa del suelo y alzó la enorme cabeza al tiempo que agitaba la cola e inflaba los orificios de su nariz. Luego distinguió a sus víctimas paralizadas de terror y la grata perspectiva lo decidió. Inclinó la cola y corrió hacia ellas con los músculos contraídos y a velocidad increíble. Una muchacha lanzó un grito agudo y penetrante, pero mi hermana le masculló unas palabras que la apaciguaron.

Heracles surgió de las hierbas, gigantesco y cubierto con su piel de león, con el garrote en la diestra. El animal se detuvo y le mostró amenazador su amarillenta dentadura. Heracles agitó el garrote y profirió un grito de desafío mientras el león se encogía y saltaba hacia él. Pero también Heracles saltó y, bajo el espantoso despliegue de aquellas garras, arremetió contra la negra piel del vientre de la bestia con tal fuerza que le hizo perder el equilibrio. El animal retrocedió apoyándose en sus patas traseras y atacó al hombre con una zarpa mientras caía el garrote sobre él. Se oyó un crujido repugnante cuando el arma entró en contacto con la melena de la bestia, que agitó su zarpa al tiempo que el hombre se desviaba a un lado. De nuevo golpeó Heracles al león con un impacto menos intenso que el anterior porque la cabeza ya estaba fragmentada. ¡La lucha había terminado! El león yacía sobre el trillado sendero, la negra melena empapada con la cálida sangre que surgía de su cráneo.

Mientras Teseo y Telamón danzaban y bailaban, Heracles desenvainó su cuchillo y le cortó la garganta a la bestia. Mi padre y mis hermanos corrieron hacia los alborozados griegos y mi sirviente Tisanes fue en pos suyo mientras yo me volvía para emprender el camino hacia casa. Hécuba, mi esposa, estaba de parto y su vida se hallaba en peligro.

Las mujeres carecían de importancia. La muerte por parto era corriente entre los nobles y yo tenía otras nueve esposas y cincuenta concubinas, así como un centenar de hijos. Sin embargo, amaba a Hécuba como a ninguna: ella reinaría conmigo cuando yo ascendiera al trono. Su hijo no era importante, ¿pero qué sería de mí si ella moría? Sí, Hécuba me importaba a pesar de ser dárdana y haber traído consigo a Troya a su hermano Antenor.

Cuando llegué a palacio me encontré con que Hécuba aún no había alumbrado. Puesto que a los hombres nos estaba vetado presenciar los misterios femeninos, pasé el resto del día ocupado en mis quehaceres, que consistían en las tareas que el rey no se hallaba dispuesto a realizar.

Cuando oscureció comencé a inquietarme porque mi padre aún no se había puesto en contacto conmigo ni se oían exclamaciones de regocijo en el imponente complejo palaciego situado sobre la colina de Troya. Tampoco percibía voces griegas ni troyanas cerca de mí: tan sólo silencio. Me resultaba muy extraño.

– ¡Alteza! ¡Alteza!

Ante mí apareció mi sirviente Tisanes con el rostro ceniciento, los ojos desorbitados por el terror y temblando de modo incontrolable.

– ¿Qué sucede? -le pregunté al recordar que él se había quedado en el sendero del león para observar qué sucedía.

El hombre cayó de rodillas y se abrazó a mis tobillos.

– ¡No me he atrevido a moverme hasta hace un momento, alteza! Luego he corrido y he venido directamente a verte sin hablar con nadie.

– ¡Levántate, hombre! ¡Levántate y cuéntame qué sucede!

– ¡El rey, tu padre, ha muerto, alteza! ¡Tus hermanos también han muerto! ¡Todos están muertos!

Una inmensa sensación de calma me inundó: por fin era rey.

– ¿También los griegos?

– ¡No, señor! ¡Los griegos los mataron!

– ¡Tranquilízate y cuéntame qué ha sucedido, Tisanes!

– El tal Heracles estaba satisfecho de su hazaña, reía y cantaba mientras desollaba al león, y Telamón y Teseo se acercaron a las muchachas para liberarlas de sus cadenas. Una vez hubo extendido la piel del animal para que se secara, Heracles pidió al rey que lo acompañara a las caballerizas reales. Según dijo, deseaba escoger inmediatamente a su semental y su yegua porque debía partir cuanto antes.

Tisanes hizo una pausa para humedecerse los labios. -¡Prosigue!

– El rey se enojó muchísimo, alteza. Negó haberle prometido nada a Heracles. Según dijo, la muerte del león había sido un juego para él. Y, aunque Heracles y sus compañeros se irritaron por igual, el rey no se ablandó.

¡Padre, padre! Estafar a un dios como Poseidón era una cosa… -los dioses son pausados y se demoran en tomar represalias- pero Heracles y Teseo no eran dioses, sino héroes, y los héroes son mucho más rápidos y terribles.

– Teseo se puso lívido, alteza. Escupió a los pies del rey y lo maldijo tachándolo de embustero y ladrón. El príncipe Titón desenvainó su espada, pero Heracles se interpuso entre ambos y le pidió al rey que cediese en su postura y efectuase la entrega convenida del semental y la yegua. El rey respondió que no pensaba dejarse extorsionar por un puñado de vulgares mercenarios griegos. De pronto reparó en que Telamón rodeaba con su brazo a la princesa Hesíone, se adelantó hacia él y lo abofeteó. La princesa se echó a llorar y también la abofeteó. El resto fue terrible, alteza.

Mi servidor se enjugó el sudor del rostro con mano temblorosa.

– Haz un esfuerzo, Tisanes, cuéntame lo que viste.

– Heracles pareció crecerse hasta alcanzar las dimensiones de un muro, alteza. Asió su garrote y derribó con él al rey en el suelo. El príncipe Titón intentó apuñalar a Teseo y fue atravesado por la lanza que éste aún empuñaba. Telamón cogió su arco y disparó contra el príncipe Lampo y, entonces, Heracles levantó del suelo a los príncipes Clitio e Hicetaón y aplastó sus cabezas una contra otra como si fueran bayas.

– ¿Y dónde estabas tú durante ese tiempo, Tisanes?

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