Colleen Mccullough - La canción de Troya

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La canción de Troya es la mejor creación de Colleen McCullough. En ella se relata la trágica y terrible epopeya de la guerra de Troya, de tres mil años de antigüedad, una leyenda de amor perdurable, odio inestinguible, venganza, traición, honor y sacrifico. En la historia, tan apremiante y apasionada como si se narrara por vez primera, sus protagonistas, Príamo, Helena, el príncipe Paris, Aquiles, Héctor, Ulises y Agamenón, avanzan hacia un destino que ni siquiera los dioses pueden evitar.

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Calcante consultó al punto al oráculo y acto seguido anunció que aquel león pertenecía a Poseidón. ¡Y ay de la mano troyana que lo atacase!, exclamó, porque era el castigo impuesto a Troya por privar de los cien talentos anuales al dios de los mares. Y la bestia no se marcharía hasta que se reanudasen los pagos.

Al principio mi padre no hizo caso de las predicciones de Calcante ni del oráculo y, cuando llegó el otoño, ordenó de nuevo a los miembros de la guardia real que fuesen a matar a la bestia. Pero había subestimado el temor que los hombres corrientes sienten hacia los dioses y, aunque amenazó a sus guardianes con ejecutarlos, se negaron a cumplir sus órdenes. Furioso pero frustrado, informó a Calcante de que se negaba a entregar oro troyano a la Lirneso dárdana y que sería mejor que los sacerdotes ideasen otra opción. Calcante recurrió de nuevo al oráculo, el cual le anunció claramente que existía tal alternativa: por el momento Poseidón se sentiría satisfecho si cada primavera y cada otoño seis doncellas vírgenes escogidas a suertes eran encadenadas en la dehesa caballar y entregadas al león.

Como es natural, el rey prefirió entregar las doncellas al dios en lugar del oro y se adoptó el nuevo sistema. El problema era que, en realidad, jamás confiaba esa cuestión a los sacerdotes, no porque fuera un sacrilego -entregaba a los dioses lo que consideraba que se les debía-, sino porque detestaba verse esquilmado. De modo que cada primavera y cada otoño todas las doncellas vírgenes de quince años se cubrían con una especie de sudario blanco de la cabeza a los pies para no ser identificadas y se alineaban en el patio de Poseidón, constructor de murallas, donde los sacerdotes escogían a seis de aquellos anónimos bultos blancos para el sacrificio.

La táctica funcionó. Dos veces al año pasaba por allí el león, sacrificaba al grupo de muchachas encadenadas y dejaba ilesos a los caballos. Para el rey Laomedonte aquél era un precio ínfimo por la salvaguarda de su orgullo y la conservación de su negocio.

Cuatro días antes de que llegase el otoño se escogió a las víctimas. Cinco de las jóvenes procedían de la ciudad, la sexta era de la Ciudadela, el gran palacio. Se trataba de Hesíone, la hija predilecta de mi padre. Cuando Calcante acudió a darle la noticia, él se mostró incrédulo.

– ¿Tan idiotas habéis sido que no habéis marcado su sudario? -inquirió-. ¿Quieres decir que mi hija ha sido tratada como todas?

– Es la voluntad del dios -repuso Calcante, imperturbable.

– ¡No es voluntad divina que mi hija sea escogida! ¡Él desea recibir seis vírgenes, nada más! ¡De modo que busca a otra víctima, Calcante!

– No puedo, gran rey.

El sacerdote se negó a ceder en su postura. Una mano divina había dirigido tal elección, lo que significaba que Hesíone y nadie más que ella satisfaría las condiciones del sacrificio.

Aunque ningún cortesano estuvo presente durante tan tensa y borrascosa entrevista, circularon noticias de ella de uno a otro extremo de la Ciudadela. Los mensajeros propicios como Antenor condenaban rotundamente al sacerdote mientras que los múltiples hijos del rey -incluido yo mismo, su heredero- pensábamos que por fin nuestro padre tendría que darse por vencido y pagar a Poseidón los cien talentos anuales de oro. Al día siguiente el rey convocó a su consejo, reunión a la que, como es natural, asistí, puesto que el heredero debía oír cómo se dictaban las sentencias.

Laomedonte se mostraba tranquilo y despreocupado. El monarca era pequeño, había superado sobradamente la juventud, tenía largos cabellos plateados y vestía una larga y áurea túnica. Los matices de su voz me sorprendían constantemente porque era profunda, noble, melódica y firme.

– Mi hija Hesíone ha accedido a someterse al sacrificio -comunicó a la asamblea de hijos y primos hermanos y lejanos-. Así se lo exige el dios.

Tal vez Antenor suponía lo que diría el rey, pero ni yo ni mis hermanos menores lo imaginábamos.

– ¡Señor! -exclamé impulsivo-. ¡No puedes hacer eso! ¡En situaciones difíciles el rey puede someterse a sacrificio por el bien de su pueblo, pero sus hijas doncellas pertenecen a la virgen Artemisa, no a Poseidón!

Al monarca no le agradó verse reprendido por su primogénito ante la corte. Apretó los labios e infló el pecho.

– ¡Mi hija ha sido escogida, Podarces Príamo! ¡Escogida por Poseidón!

– Poseidón se sentiría más satisfecho si se le entregaran cien talentos de oro en su templo de Lirneso -mascullé.

En aquel momento advertí que Antenor sonreía desdeñoso. ¡Debía de estar encantado ante el enfrentamiento del rey y su heredero!

– ¡Me niego a pagar un oro obtenido con muchos sacrificios a un dios incapaz de construir unas murallas bastante resistentes para sobrevivir a sus propios terremotos! -exclamó Laomedonte.

– ¡No puedes enviar a Hesíone a la muerte, padre!

– ¡No soy yo quien la envía al sacrificio sino Poseidón!

El sacerdote Calcante se movió con inquietud un instante pero volvió a inmovilizarse.

– ¡Un mortal como tú no debería culpar a los dioses de sus propios fallos! -le dije.

– ¿Dices que tengo fallos?

– Todos los mortales los tenemos -respondí-, incluso el rey de la Tróade.

– ¡Aléjate de mi presencia, Podarces Príamo! ¡Sal de esta estancia! ¡Quién sabe, tal vez el año próximo Poseidón pida en sacrificio a los herederos del trono!

Antenor seguía sonriendo. Me volví y abandoné el salón buscando alivio en el aire libre y en la ciudad.

En el exterior el aire frío y húmedo procedente de la lejana cumbre del Ida serenó mi furia mientras pasaba por la terraza flanqueada por estandartes y me dirigía a la escalera de doscientos peldaños que subía hasta la cumbre de la Ciudadela. Allí, por encima de la llanura, apoyé las manos en aquella obra fabricada por los hombres, porque la Ciudadela no había sido construida por los dioses sino por Dárdano: Aquellos huesos cuidadosamente cuadriculados de la madre tierra me transmitían algo y en aquel momento percibí el poder que reside en el rey. Me pregunté cuántos años tendrían que pasar hasta que yo vistiese la áurea tiara y ocupara el trono de marfil de Troya. Los hombres de la casa de Dárdano eran longevos y Laomedonte aún no había cumplido setenta años.

Durante largo rato observé la mudante marcha de hombres y mujeres a mis pies y luego miré a lo lejos, a las verdes llanuras donde los preciosos caballos del rey extendían sus largos cuellos para mordisquear la hierba. Pero aquel espectáculo sólo sirvió para aumentar mi dolor. Desvié entonces la mirada hacia la isla occidental de Ténedos y percibí el olor a humo de las fogatas encendidas para protegerse del frío en la pequeña ciudad portuaria de Sigeo. Más a lo lejos, al norte, las azules aguas del Helesponto se burlaban del cielo; distinguí la larga curva grisácea de la playa que se extendía entre las desembocaduras del Escamandro y el Simois, los ríos que regaban la Tróade y alimentaban las cosechas y el trigo y la cebada que ondeaban a caprichos de una brisa perpetua y susurrante. Por fin el viento me impulsó a bajar del parapeto hasta el gran patio que se extiende ante el acceso a los palacios y allí aguardé a que un mozo me trajera mi carruaje.

– A la ciudad -ordené al auriga-. Da rienda suelta a los caballos.

El camino principal descendía desde la Ciudadela y se incorporaba a la curva de la avenida que discurría junto al interior de los muros de la ciudad, los construidos por Poseidón. En el cruce de ambas calles se encontraban la puerta Escea, una de las tres entradas que permitían el acceso a Troya. No recuerdo haberla visto nunca cerrada; decían que ello tan sólo sucedía en épocas conflictivas y no había en el mundo nación bastante fuerte para declarar la guerra a Troya.

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