El aire era denso y tranquilo y las aguas, límpidas. Pero cuando me adentré en las olas temblaba como si sufriera escalofríos. El mar no tenía la facultad de refrescarme mientras nadaba. Afrodita había clavado en mí sus afiladas uñas hasta herirme en los mismos huesos. Tetis era mía. La conseguiría y salvaría al pobre Licomedes y su isla.
Al llegar a la roca me así a un saliente lateral y me aupé con un esfuerzo que hizo crujir mis músculos. Me incliné sobre ella y súbitamente comprendió que estaba más próximo que el palacio sobre la ciudad de Esciro. Pero no dormía: sus ojos, de un verde suave y soñador, estaban abiertos. Se apartó a un lado y me miró con negra ira.
– ¡No me toques! -jadeó-. ¡Ningún hombre se atreve a tocarme! ¡Me he entregado al dios!
La así bruscamente por el tobillo.
– Tus votos al dios no son permanentes, Tetis. Estás en libertad de contraer matrimonio. Y te casarás conmigo.
– ¡Pertenezco al dios!
– En tal caso, ¿a qué dios? ¿Te expresas en nombre de uno y ofreces sacrificios a otro? Me perteneces y lo desafiaré todo. Si el dios… ¡el que sea!, exige mi muerte por ello, la aceptaré sin protestas.
Trató de deslizarse hasta el mar desde la roca mascullando entre angustiada y presa del pánico. Pero yo fui más rápido, la así por la pierna y la arrastré hacia mí mientras la mujer arañaba la arenosa superficie haciendo rechinar sus uñas. Le cogí la muñeca y le solté el tobillo obligándola a ponerse en pie.
Tetis se revolvió contra mí como diez gatos monteses, toda dientes y uñas, atacándome con mordiscos y patadas en silencio mientras yo la aferraba entre mis brazos. Se escabulló en varias ocasiones pero otras tantas volví a capturarla, ambos cubiertos de sangre. Yo tenía el hombro arañado, ella el labio partido y mechones de cabellos de ambos volaban entre el viento. No hubo violación, tampoco yo pretendía llevarla a cabo; era una simple pugna de fuerzas, hombre contra mujer, la Nueva Religión contra la Antigua, que concluyó como suelen hacerlo tales enfrentamientos: con la victoria masculina.
Nos desplomamos en la roca con un impacto que la dejó sin aliento. Su cuerpo había quedado debajo del mío y la sujetaba por los hombros. La miré al rostro.
– La lucha ha concluido, te he vencido.
Ladeó la cabeza con labios temblorosos.
– Eres tú, lo supe desde el momento en que entraste en el santuario. Cuando fui consagrada a su servicio, el dios me dijo que llegaría un hombre por mar, un hombre del cielo que disiparía el océano de mi mente y me haría su reina. -Suspiró-. Así sea.
Instalé a Tetis en el trono de Yolco entre honores y pompa y al cabo de un año de vida en común ella se quedó embarazada, la dicha definitiva de nuestra unión. Fuimos más felices que nunca durante aquellas largas lunas en que esperábamos a nuestro hijo. Ninguno de los dos pensábamos en la posibilidad de que fuese una niña.
Aresuna, mi propia niñera, fue designada como principal comadrona, de modo que cuando Tetis comenzó con los esfuerzos del parto me sentí profundamente impotente: la vieja ejerció su autoridad y me envió al otro extremo de mi palacio. Durante todo un circuito del carro de Febo permanecí solo, sin hacer caso de los sirvientes que me rogaban que comiera o bebiera, aguardando incansable. Hasta que, entrada la noche, Aresuna acudió a mi encuentro. No se había molestado en cambiarse la túnica de comadrona e iba manchada de sangre. Se acurrucó junto a mí, marchita y angustiada, con el arrugado rostro contraído por el dolor. Sus ojos hundidos en las negras cuencas vertían amargo llanto.
– Era un niño, señor, pero ni siquiera ha respirado. La reina está bien, ha perdido sangre y está muy cansada, pero su vida no corre peligro.
Unió las manos en expresión suplicante.
– ¡Te juro que no he hecho nada malo, señor! ¡Era un niño hermoso, espléndido! ¡Ha sido voluntad de la diosa!
No pude soportar que viera mi rostro a la luz de la lámpara. Le di la espalda y me alejé tan afligido que no podía llorar.
Transcurrieron varios días hasta que cobré ánimos para ver a Tetis. Cuando por fin entré en su habitación me sorprendió encontrarla sentada en su gran lecho, con aire saludable y satisfecho. Formuló todas las expresiones correctas acompañadas de palabras que expresaban su pesar, pero comprendí que no eran sinceras. ¡La mujer se sentía complacida!
– ¡Nuestro hijo ha muerto, mujer! -exclamé-. ¿Cómo puedes soportarlo? ¡Jamás conocerá el significado de la vida! ¡Nunca ocupará mi lugar en el trono! ¡Lo has llevado nueve meses en tu seno… para nada!
Me dio unos golpecitos en la mano con aire condescendiente.
– ¡Oh, queridísimo Peleo, no te aflijas! Nuestro hijo no disfruta de existencia mortal, ¿pero has olvidado que soy una diosa? Puesto que no ha llegado a respirar aire terreno le pedí a mi padre que le concediese vida eterna, a lo que él accedió gustoso. ¡Nuestro hijo vive en el Olimpo! ¡Come y bebe con los otros dioses, Peleo! Nunca reinará en Yolco, pero disfruta de algo inalcanzable para cualquier ser mortal. Al morir, jamás hallará la muerte.
Mi asombro se trocó en repulsión. La miré y me pregunté cómo había llegado a arraigar de tal modo en ella aquella historia de la divinidad. Era tan mortal como yo y su hijo lo había sido como nosotros. Entonces advertí su mirada plena de confianza y me sentí incapaz de decirle lo que deseaba. Si creer semejante absurdo extinguía su pena, que así fuera. Vivir con Tetis me había enseñado que ella no pensaba ni se comportaba como todas las mujeres. De modo que acaricié sus cabellos y me marché.
En el transcurso de los años me dio seis hijos y todos nacieron muertos. Cuando Aresuna me comunicó la muerte del segundo niño estuve a punto de enloquecer y no pude soportar la visión de Tetis durante varias lunas porque sabía lo que me diría: que nuestro hijo muerto era un dios. Pero al final el amor y el deseo siempre me devolvían junto a ella y repetíamos aquel ciclo fantasmal una y otra vez.
Cuando nació muerta la sexta criatura -¿cómo era posible si el embarazo había llegado a su término y el pequeño yacía en su carrito funerario con aspecto robusto pese a su azulada piel?- me prometí que no obsequiaría al Olimpo con más hijos. Hice consultar a la pitonisa de Delfos y la respuesta fue que Poseidón estaba enojado, que se sentía ofendido por haberle robado a su sacerdotisa. ¡Vaya hipocresía! ¡Qué locura! ¡Primero no la quería y luego se resentía por haberla perdido! Ciertamente que los hombres no pueden comprender las mentes ni los hechos de los dioses, antiguos ni nuevos.
Durante dos años no cohabité con Tetis, pese a que me estuvo rogando que engendráramos más hijos para el Olimpo. Luego, al final del segundo año, sacrifiqué a Poseidón hacedor de caballos un potro blanco ante todo mi pueblo, los mirmidones.
– ¡Retira tu maldición y concédeme un hijo vivo! -le rogué.
La tierra retumbó en sus entrañas, la sagrada serpiente salió disparada de debajo del altar como un relámpago marrón y la tierra se estremeció espasmódicamente. Una columna se desplomó a mi lado mientras yo permanecía impasible, se abrió una grieta entre mis pies y me sentí asfixiar con el hedor a azufre, pero me mantuve imperturbable hasta que el temblor se extinguió y la fisura se cerró. El potro blanco yacía en el altar exangüe y patéticamente inmóvil. Al cabo de tres meses Tetis me comunicó que estaba embarazada de nuestro séptimo hijo.
Durante todo aquel tiempo agobiante la hice vigilar más estrechamente que un halcón a los polluelos en su nido. Ordené a Aresuna que durmiera en su mismo lecho y amenacé a las mujeres de la casa con indecibles torturas si la dejaban sola un instante a menos que mi antigua niñera se hallara presente. Tetis soportó aquellos «caprichos», como ella los calificaba, con paciencia y buen humor, jamás discutió ni trató de desafiar mis dictados. En una ocasión se me erizaron los cabellos y me provocó escalofríos al oírla entonar un extraño e inarmónico cántico de la Antigua Religión. Pero cuando le ordené que callase me obedeció y jamás volvió a cantarlo. El parto era inminente y yo comencé a abrigar esperanzas. ¡Siempre había sido temeroso de los dioses! ¡Sin duda me debían un hijo vivo!
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