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Colleen McCullough: La huida de Morgan

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Colleen McCullough La huida de Morgan

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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Ojalá no fueras tan cruel, Dios mío, le dijo Richard a aquel Ser invisible. Pues a menudo parece que tu cólera se abate sobre aquellos que no te han ofendido. Guarda de todo mal a mi hijo, te lo suplico…

A su alrededor, en sus lomas y pantanos, la ciudad de Bristol nadaba en un mar de arenosa bruma que casi ocultaba las agujas de sus numerosas iglesias. El verano había sido insólitamente caluroso y seco y a finales de aquel mes de agosto no se había producido el menor alivio. Las hojas de los olmos y de los tilos de College Green al oeste y de Queen Square al sur parecían cansadas y descoloridas, despojadas de su lustre y su brillo. Las chimeneas escupían penachos de negro humo por doquier, las fundiciones de los Friers y de Castle Green, los ingenios de azúcar de Lewin's Mead, las fábricas de chocolate de Fry, los altos conos de los invernaderos y los achaparrados hornos de cal. Cuando el viento no soplaba por el este, aquel infierno atmosférico recibía adicionales efluvios procedentes de Kingswood, un lugar al que ningún bristoliano acudía voluntariamente. Los yacimientos de carbón y las impresionantes estructuras metálicas, que se levantaban por encima de ellos, creaban una raza de gente semisalvaje que perdía rápidamente los estribos y sentía un odio permanente contra Bristol. No era de extrañar que así fuera, dadas las espantosas emanaciones y la terrible humedad de Kingswood.

Ahora Richard se estaba adentrando en el verdadero territorio naval. El dique seco de Tomb, otro dique seco, el hedor de la pez caliente, los barcos sin cintas que parecían cajas torácicas de animales gigantescos.

En Canon's Marsh siguió la alargada franja de terreno de la marisma donde se hacían las cuerdas, en lugar de seguir la cenagosa senda que bordeaba la tortuosa orilla del Avon, saludando con la cabeza a los cordeleros que recorrían su aproximadamente medio kilómetro enroscando las hebras de cáñamo o de lino, ya retorcidas por lo menos una vez para cumplir el pedido de aquel día: cabos, guindalezas o cuerdas. Sus brazos y hombros estaban tan retorcidos como la cuerda que trenzaban, y sus manos tan endurecidas que no tenían sensibilidad… ¿qué placer podían hallar en la piel de una mujer?

Pasó por delante del único invernadero que había a la entrada de Back Lane y de varios hornos de cal hasta llegar a las inmediaciones de Clifton. La impresionante mole de Brandon Hill se elevaba en segundo plano y, delante de él, en un escarpado revoltijo de boscosas colinas que bajaban hacia el Avon, se encontraba el lugar con el que había soñado. Clifton, donde el aire era limpio y los pequeños valles y las lomas se rizaban y estremecían cuando el viento agitaba el culantrillo y la eufrasia, el brezo de purpúreas flores, la mejorana y el geranio silvestre. Los árboles resplandecían, libres de suciedad, y se podían vislumbrar las grandes mansiones de más arriba, en medio de sus jardines… Manilla House, Goldney House, Cornwallis House, Clifton Hill House…

Ansiaba desesperadamente vivir en Clifton. La gente de Clifton no enfermaba de tisis ni tampoco de disentería o de las perniciosas anginas, la fiebre o la viruela. Y ello era así tanto entre la gente humilde de las casitas y las toscas chozas, que se levantaban al borde del camino de Hotwells al pie de las colinas, como entre los altivos seres que paseaban más allá de las majestuosas columnas de sus encumbrados palacios. Tanto si eran marineros como si eran cordeleros, carpinteros de ribera o señores de una mansión, los habitantes de Clifton no enfermaban ni morían prematuramente. Allí uno podía conservar a sus hijos.

Mary, que era la luz de su vida, tenía, decían, sus mismos ojos gris azulados y su mismo ondulado cabello oscuro, la bien formada nariz de su madre y la misma impecable piel morena de sus dos progenitores. Lo mejor de ambos mundos, solía decir Richard entre risas, estrechando contra su pecho a la criaturita mientras los ojos de ésta -igualitos a los suyos- se levantaban hacia su rostro con adoración. Mary era el tesoro de su padre, de eso no cabía la menor duda; nunca se cansaba de estar con él ni él de estar con ella. Dos personas pegadas como con cola la una a la otra, decía Dick Morgan en tono de leve reproche. Sin embargo, la atareada Peg se limitaba a sonreír y lo dejaba correr sin decirle jamás a su amado Richard que sabía muy bien que él había usurpado una parte del afecto de la niña por culpa suya, su madre. A fin de cuentas, ¿qué más daba de dónde viniera el amor, siempre y cuando fuera amor? No todos los hombres eran buenos padres y casi todos tenían la mano muy rápida para soltar una zurra. Richard jamás levantaba la mano.

La noticia del segundo embarazo llenó de emoción a ambos progenitores: un intervalo de tres años era preocupante. ¡Ahora tendrían un varón!

– Es un niño -dijo con firmeza Peg mientras su vientre se iba hinchando-. A éste lo llevo de otra manera.

Estalló la viruela. Desde tiempos inmemoriales, todas las generaciones la habían conocido y su índice de mortalidad había ido disminuyendo lentamente, por lo que ahora sólo las epidemias más graves mataban a mucha gente. Los rostros que se veían por la calle estaban picados a menudo de viruela… Una lástima, pero, por lo menos, sus propietarios habían salvado la vida. El rostro de Dick Morgan estaba ligeramente picado de viruela, pero Mag y Peg habían sufrido la enfermedad de las vacas en su infancia y jamás habían sucumbido a la viruela. Las supersticiones del campo decían que la enfermedad de las vacas impedía que la gente contrajera la viruela. Por consiguiente, en cuanto Richard cumplió los cinco años, Mag se llevó al pequeño a la granja de su padre cerca de Bedminster durante una breve pasa de la enfermedad, e hizo que el chiquillo intentara ordeñar a las vacas hasta que conseguir que enfermara de aquella especie de protectora y benigna forma de viruela.

Richard y Peg tenían toda la intención de hacer lo mismo con Mary, pero en Bedminster no hubo viruela benigna. Cuando aún no había cumplido los cuatro años, a la niña le subió de repente la fiebre, una fiebre terrible y abrasadora que la hacía gemir mientras su cuerpo devastado por el dolor se agitaba y retorcía y ella pedía desesperadamente la presencia de su padre. Cuando llegó el primo James el farmacéutico (los Morgan sabían que era mejor médico que cualquiera de los que en Bristol se hacían llamar médicos) puso una cara muy seria.

– Si le baja la fiebre cuando aparezcan las manchas, vivirá -afirmó-. No hay ningún medicamento que pueda cambiar la voluntad de Dios. Mantenedla bien abrigada y no permitáis que se exponga a las corrientes de aire.

Richard intentó ayudar a cuidarla, permaneciendo horas y horas al lado de la cuna a la que él mismo había dotado de unos artísticos cardanes para que pudiera oscilar suavemente sin el ruidoso chirrido de los balancines de las cunas. Al cuarto día de fiebre aparecieron las manchas, unas moradas aréolas con algo que parecía un balín de plomo en el centro. El rostro, los antebrazos y las manos, la parte inferior de las piernas y los pies. Espantoso, horrendo. Richard le hablaba y la arrullaba y le sostenía las manitas mientras Peg y Mag cambiaban las sábanas y le lavaban las encogidas nalgas, tan arrugadas y resecas como las de una vieja. Pero la fiebre no bajó y, al final, cuando las pústulas estallaron y se abrieron, la niña se apagó con la misma suavidad y dulzura que una vela.

El primo James el clérigo no daba abasto con los entierros. Pero los Morgan tenían derecho de parentesco, por lo que, a pesar de las peticiones que constantemente recibía, enterró a Mary Morgan, de tres años de edad, con toda la solemnidad que la Iglesia Anglicana podía ofrecer. Agotada por el cansancio y a punto de venirse abajo, Peg se apoyó en su tía y suegra mientras Richard permanecía de pie llorando con desconsuelo, en la más absoluta soledad; no quería que nadie se le acercara. Su padre, que también había sufrido la pérdida de hijos -¿quién no la había sufrido?- se avergonzó de todo aquel torrente de dolor, tan indecorosamente impropio de un hombre. A Richard no le importaba lo que pensara su padre. Ni siquiera se daba cuenta. Su querida Mary había muerto y él, que gustosamente habría muerto en su lugar, estaba vivo y en el mundo sin ella. Dios no era bueno. Dios no era amable ni misericordioso. Dios era un monstruo más perverso que el demonio, el cual, por lo menos, no hacía alardes de virtud.

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