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Colleen McCullough: La huida de Morgan

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Colleen McCullough La huida de Morgan

La huida de Morgan: краткое содержание, описание и аннотация

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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Por una vez, el padre de Richard se puso de su parte.

– Jim, ninguna de las dos posibilidades daría resultado. Sacar a William Henry de Bristol no puede ser, ¡no, óyeme bien!, sacarlo de Bristol significaría alquilar un coche y, ¿quién nos puede decir qué clase de persona lo ocupó por última vez? ¿O quién podría haber en el transbordador de Rownham Meads? ¿Y cómo se puede aislar a alguien en una taberna? Eso no es como St. James's en domingo, por muy divertido que sea. Mi puerta la cruza toda suerte de gente. No, Jim, tiene que ser la inoculación.

– ¡Pues que todo caiga sobre vuestras cabezas! -exclamó el primo James el farmacéutico mientras abandonaba el local dando traspiés y retorciéndose las manos para localizar a un médico amigo suyo que hubiera encontrado a una víctima de la viruela ya en la fase de la ruptura de las pústulas. La tarea no sería muy difícil. La gente estaba sucumbiendo por doquier a la enfermedad. Casi todas las víctimas estaban por debajo de los quince años.

– Rezad por mí -le dijo el primo James el farmacéutico al médico amigo suyo mientras éste pasaba una vulgar aguja de zurcir por la llaga del rostro de una niña de doce años y le daba varias vueltas para que quedara bien cubierta de pus. ¡Pobrecilla! Era un rostro muy bello, pero ya jamás lo volvería a ser-. Rezad por mí -repitió al tiempo que se levantaba y colocaba la aguja impregnada de pus en un lecho de hilas en el interior de una cajita de hojalata-. Rezad para que no cometa un asesinato.

Regresó a toda prisa al Cooper's Arms, un camino no demasiado largo. Allí, con el pequeño William Henry parcialmente desnudo sobre sus rodillas, sacó la aguja de zurcir de su estuche y apoyó la punta sobre… Dios mío, ¿dónde iba a cometer el asesinato? Y, por si fuera poco, en público, mientras los parroquianos permanecían sentados en sus lugares de costumbre, el señor Thistlethwaite se hurgaba los dientes como si tal cosa y los Morgan formaban un círculo a su alrededor como para evitar que escapara en caso de que se le ocurriera la idea de hacerlo. De repente, todo terminó: pellizcó la carne del brazo de Richard Henry justo por debajo del hombro izquierdo, clavó la enorme aguja y después retiró los dos centímetros y medio que había introducido.

William Henry no se acobardó ni lloró. Volvió con expresión inquisitiva sus grandes y extraordinarios ojos hacia el sudoroso rostro del primo James como diciéndole, ¿por qué me haces esto? ¡Duele mucho!

– ¿Por qué, por qué lo hice, Dios mío? ¡Jamás he visto unos ojos semejantes! No son los ojos de un animal, pero tampoco los de un ser humano. Es un niño muy extraño.

Después cubrió de besos el rostro de William Henry, se enjugó las lágrimas, volvió a guardar la aguja en su estuche para quemarlo todo más tarde en el horno más caliente que tuviera y devolvió a William Henry a Richard.

– Bueno, ya está. Ahora me voy a rezar. No por el alma de William Henry… ¿qué bebé podría temer ser culpable de eso? Para rezar por mi propia alma, para que no haya cometido un asesinato. ¿Tenéis un poco de vinagre y de aceite de brea? Desearía lavarme las manos.

Mag fue por una jarrita de vinagre, una botella de aceite de brea, una palangana de peltre y un lienzo limpio.

– Durante tres o cuatro días no ocurrirá nada -dijo el primo James el farmacéutico mientras se lavaba las manos-, pero después, si le hace efecto, le subirá la fiebre. Si le hace el debido efecto, la fiebre no será maligna. En determinado momento, la inoculación se enconará, producirá una pústula y reventará. Si todo va bien, será la única. Pero no puedo asegurarlo y no os puedo dar las gracias por lo que he hecho.

– ¡Sois el mejor hombre de Bristol, primo James! -exclamó jovialmente el señor Thistlethwaite.

El primo James el farmacéutico se detuvo en la puerta.

– No soy vuestro primo, Jem Thistlethwaite… ¡vos no tenéis parientes! Ni siquiera una madre -dijo con glacial tono de voz.

Después se volvió a encasquetar la peluca en la cabeza y desapareció.

El patrón se estremeció de risa.

– Sí -dijo Jem sin alterarse-. No te preocupes -le dijo a Richard-, Dios no se atrevería a ofender al primo James.

Tras haber caminado mucho más rato del que había empleado en rezar, Richard regresó al Cooper's Arms justo a tiempo para echar una mano en la preparación de la cena. Aquella noche habría caldo de cebada con jarretes de buey y grandes trozos de tocino entreverado cocidos a fuego lento, y la habitual ración de pan, mantequilla, queso, pastel y refrigerios líquidos.

El pánico había desaparecido y Broad Street había recuperado la normalidad, exceptuando a John/Samuel Adams y John Hancock que aún colgaban del poste de la American Coffee House. Allí se quedarían, pensó Richard, hasta que el tiempo y los elementos esparcieran su relleno por doquier y sólo quedaran unos fláccidos trapos.

Saludando a su padre con la cabeza al pasar, Richard subió corriendo a la mitad posterior de su habitación del piso de arriba que Dick había dividido según la costumbre con unas cuantas tablas de madera desde el suelo casi hasta el techo, pero no tan bien ensambladas y ajustadas como las hiladas de un barco sino afianzadas con alguna que otra asnilla y, por consiguiente, llenas de resquicios, algunos de ellos lo bastante anchos como para acercar un ojo y ver lo que ocurría al otro lado.

La habitación de atrás de Richard y Peg contenía una estupenda cama de matrimonio con dosel del que colgaban unas gruesas cortinas de lino, varias cómodas para la ropa, un armario para los zapatos y las botas, un espejo en una pared para que Peg se pudiera acicalar, una docena de perchas en la misma pared y la cuna con cardanes de William Henry. No había papel de pared de quince chelines la yarda, colgaduras de damasco ni alfombras que cubrieran el antiguo suelo de roble ennegrecido doscientos años atrás, pero era una habitación tan buena como la que se pudiera encontrar en cualquier casa de la misma categoría, es decir, de las clases medias.

Peg se encontraba junto a la cuna, meciéndola con suavidad.

– ¿Cómo está, amor mío?

Ella levantó los ojos, sonriendo apaciblemente.

– Le ha hecho efecto. Tiene fiebre, pero no está ardiendo. El primo James el farmacéutico vino mientras tú dabas un paseo, y me pareció que estaba muy aliviado. Cree que William Henry se recuperará sin desarrollar plenamente la viruela.

Debido a las molestias que le causaba la parte superior del brazo izquierdo, pensó Richard, William Henry dormía sobre el lado derecho, con la dolorida extremidad cómodamente apoyada sobre su pecho. En el lugar en el que la aguja había traspasado la carne se estaba desarrollando una enrojecida roncha de gran tamaño; casi rozándola con la palma de la mano, Richard percibió el calor que emitía.

– ¡Todavía es muy pronto! -exclamó Richard.

– El primo James dice que casi siempre lo es después de la inoculación.

Con las rodillas temblándole de puro alivio al saber que su hijo había sobrevivido a la prueba, Richard se acercó a una de las perchas de la pared y descolgó su recio delantal de lona.

– Tengo que ayudar a padre. ¡Gracias a Dios, gracias a Dios!

Aún seguía dando gracias a Dios cuando bajó brincando por la escalera sin recordar que, hasta que no vio aparecer la pústula de William Henry, no se había acordado para nada de Dios.

En lugares como el Cooper's Arms, la apacible atmósfera de las largas noches estivales llevaba aparejada unos considerables beneficios. La clientela habitual de la taberna estaba integrada por personas respetables que se ganaban la vida por encima del nivel de la simple subsistencia, por regla general, comerciantes y artesanos, acompañados por sus mujeres e hijos. Por una suma entre tres y cuatro peniques por cabeza, podían disfrutar de un abundante plato de sabrosa comida y una gran jarra de cerveza suave, y, para los que preferían cerveza más fuerte, ron o leche de Bristol (un jerez muy apreciado por las mujeres), otros seis peniques bastaban para que se dejaran caer sobre la cama y se quedaran dormidos nada más llegar a casa, a salvo de los salteadores de caminos y las patrullas de reclutamiento, pues el prolongado crepúsculo mantenía a raya la oscuridad.

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