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Colleen McCullough: La huida de Morgan

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Colleen McCullough La huida de Morgan

La huida de Morgan: краткое содержание, описание и аннотация

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Bristol, Inglaterra 1787. Cientos de prisioneros iban a ser arrancados de su tierra natal y forzados a emprender un duro viaje por mar para poblar tierras desconocidas y hostiles. Abandonados a su suerte en tierras australianas, su llegada sería sólo el principio de una larga odisea. Morgan habría de conocer el lado más cruel del ser humano, pero también el amor y la amistad más sinceros. La huida de Morgan parte de episodios históricos para narrar la increíble epopeya de los primeros colonos en Australia.

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– ¡Richard, el niño no morirá en los próximos minutos! -replicó Dick desde la habitación de la fachada-. ¡Ven a verlo por ti mismo, maldita sea!

Richard se acercó a regañadientes, se asomó a la ventana abierta y miró con asombro.

– ¡Son yanquis, padre! Dios mío, ¿qué les están haciendo a estas cosas?

Eran efectivamente «cosas»: dos efigies de trapo hábilmente rellenas de paja y del todo recubiertas de pez todavía humeante en la cual se habían pegado unas plumas de ave. Excepto las cabezas, sobre las cuales descansaba el emblema de los colonos. Los sombreros tremendamente pasados de moda pero en extremo prácticos, con el ala inclinada hacia abajo todo alrededor, de tal forma que la baja copa redonda parecía la yema situada en el centro de un huevo frito.

– ¡Eh! -rugió Jem Thistlethwaite, descubriendo un conocido rostro perteneciente a un conocido y bien trajeado cuerpo, todo ello posado en un trineo cargado de altos toneles-. ¿Qué es lo que ocurre, maese Harford?

– ¡La Steadfast Society dice que va a ahorcar a John Hancock y a John Adams! -contestó el plutócrata cuáquero.

– ¿Cómo, porque el general Gage se negó a incluirlos en la amnistía después de lo de Concord?

– No lo sé, maese Thistlethwaite. -Visiblemente temeroso de que a él también lo satirizaran de manera muy poco favorecedora, Joseph Harford bajó de su estratégica posición y se mezcló con la muchedumbre.

– ¡Hipócrita! -dijo el señor Thistlethwaite por lo bajo.

– Samuel Adams, no John Adams -dijo Richard, ahora ya más interesado-. Porque tiene que ser Samuel Adams, ¿verdad?

– Si los de la Steadfast Society quieren ahorcar a los más ricos mercaderes de Boston, sí, tiene que ser Samuel. Pero John escribe y habla más -dijo el señor Thistlethwaite.

En una ciudad que vivía de cara al mar, la consecución de dos cuerdas eficazmente atadas para que formaran unos lazos de verdugo no presentaba ninguna dificultad. Dos de ellas aparecieron como por arte de ensalmo, y los rígidos monigotes de tamaño natural erizados de plumas fueron sujetados por el cuello y levantados hasta el poste de la American Coffee House para que dieran perezosas vueltas y ardieran lentamente allí arriba. Una vez disipada la cólera, el grupo de representantes de la Steadfast Society desapareció a través de las acogedoras puertas de color azul tory de la White Lion Inn.

– ¡Cerdos tories! -dijo el señor Thistlethwaite, bajando los peldaños de la escalera con el pensamiento centrado por encima de todo en una buena jarra de ron.

– ¡Ya podéis salir, Jem! -dijo el patrón, atrancando la puerta hasta tener la certeza de que los disturbios ya habían terminado.


Richard no había seguido a su padre al piso de abajo a pesar de estar obligado a hacerlo; ahora su nombre estaba unido al de Dick en los libros oficiales del Ayuntamiento. Richard Morgan, tabernero autorizado para la venta de bebidas alcohólicas, había pagado la cuota y se había convertido en un «hombre libre», un ciudadano con derecho a voto en una ciudad que era en sí misma un condado distinto de los de Gloucestershire y Somersetshire que lo rodeaban, un ciudadano de una ciudad que era la segunda más grande de toda Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda. De las cincuenta mil almas que se apretujaban dentro de sus confines, sólo unas siete mil eran hombres libres con derecho a voto.

– ¿Le está haciendo efecto? -le preguntó Richard a su mujer, inclinándose sobre la cuna; William Henry se había calmado y parecía dormitar muy intranquilo.

– Sí, amor mío. -Los dulces ojos castaños de Peg se llenaron súbitamente de lágrimas y sus labios temblaron de inquietud-. Ahora es el momento de rezar, Richard, para que no enferme de viruela. Aunque bien es cierto que no le arde la piel como a Mary. -Le dio a su marido un ligero empujón-. Vete a dar un buen paseo. Puedes rezar y pasear. ¡Ve! Te lo suplico, Richard. Si te quedas, padre se pondrá a gruñir.

Un curioso letargo se había apoderado de Broad Street como consecuencia del pánico que parecía extenderse por toda la ciudad cada vez que se temía el estallido de algún disturbio. Al pasar por delante de la American Coffee House, Richard se detuvo un instante para contemplar las efigies colgantes de John Hancock y John/Samuel Adams, mientras llegaban hasta sus oídos las sonoras carcajadas y las iracundas voces procedentes de las huestes de la Steadfast Society que estaban comiendo en el local del White Lion. Sus labios se curvaron en una ligera mueca de desprecio; los Morgan eran unos fervientes whigs cuyos votos habían contribuido al éxito de Edmund Burke y Henry Cruger en las elecciones del año anterior… ¡menudo espectáculo habían sido! ¡Y menudo disgusto se había llevado lord Clare al ver que sólo había cosechado un voto!

Apurando ahora el paso, Richard echó a andar por Corn Street pasando por delante del espléndido Bush Inn de John Weeks, cuartel general del Union Club de los whigs. Desde allí, se dirigió al norte por Small Street y salió al Key, a la altura de Stone Bridge. El panorama que se extendía hacia el sur era extraordinario. Era como si una calle muy ancha se hubiera llenado de barcos en estado esquelético, con sólo los mástiles y metros y más metros de estayes y obenques por encima de sus vientres de roble reforzados por los correspondientes baos. Del río Froom sobre el cual flotaban no se podía ver nada a causa de la gran cantidad de barcos que esperaban pacientes el término de sus veinte semanas de permanencia en el puerto.

La marea había alcanzado el reflujo y estaba empezando a subir a un ritmo sorprendente: el nivel del agua tanto en el Froom como en el Avon subía nueve metros en unas seis horas y media y después volvía a bajar otros nueve. En la bajamar, los barcos descansaban sobre el pestilente barro que los obligaba a ladearse e inclinarse sobre los baos; durante la pleamar, los barcos volvían a flotar sobre el agua, tal como les correspondía hacer. Muchas quillas se deformaban y combaban como consecuencia del esfuerzo de permanecer tumbadas de lado sobre el barro de Bristol.

La mente de Richard, una vez superada la instintiva reacción ante el espectáculo de aquella ancha avenida de barcos, regresó a su cauce.


¡Señor y Dios mío, escucha mi oración! Salva a mi hijo. No nos arrebates a nuestro hijo a mí y a su madre…


No era el único hijo de su padre, aunque sí el mayor; su hermano William era aserrador y tenía su propio taller en la orilla de St. Philip's del Avon, cerca de Cuckold's Pill y los invernaderos, y tenía tres hermanas felizmente casadas con hombres libres. Había nidos de Morgans en varios lugares de la ciudad, pero los Morgan del clan de Richard -tal vez emigrantes de Gales en tiempos inmemoriales- llevaban viviendo allí el tiempo suficiente para haber adquirido una cierta categoría; de hecho, las lumbreras del clan como el primo Jem el farmacéutico, estaban al frente de importantes empresas, pertenecían al Gremio de Mercaderes y al Ayuntamiento, entregaban cuantiosas limosnas a los asilos de pobres y esperaban ser alcaldes algún día.

El padre de Richard no era una lumbrera del clan. Ni tampoco una vergüenza para el clan. Tras haber ido un poco a la escuela, había trabajado como aprendiz de tabernero autorizado para la venta de bebidas alcohólicas y después, en su calidad de hombre libre que pagaba la cuota, había luchado para poder tener su propia taberna. Le habían concertado una boda de conveniencia; Margaret Biggs pertenecía a una buena familia de ganaderos cerca de Bedminster y sabía leer pero no escribir. Los hijos, empezando por una hembra, llegaron a intervalos demasiado regulares para que el dolor de la ocasional pérdida de un vastago fuera verdaderamente insoportable. Cuando Dick adquirió el suficiente control para retirarse antes de la eyaculación, los hijos se plantaron en dos hijos vivos y tres hijas vivas. Una buena prole, lo bastante reducida para que se la pudiera criar. Dick quería que por lo menos un hijo fuera instruido y centró sus esperanzas en Richard nada más comprender que William, dos años más joven, no iba para erudito.

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