Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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– ¿Habrán tenido suficiente castigo?

– Dado que nos hemos encontrado con el señor Charles Darcy yo diría que sí, padre. Ignatius y yo podemos llevar solos la carretilla una vez que los muchachos estén en las Cuevas del Norte, puede que no les guste tanto vivir allí como en las Cuevas del Sur, pero el castigo de hoy suavizará su rebeldía -dijo Jerome, con su verborrea más oleaginosa.

– ¡Hermano Ignatius! -gritó el padre Dominus.

– ¿Sí, padre?

– Jerome y yo vamos a llevar a los muchachos a las Cuevas del Norte. Te quedarás a la entrada de aquella gruta con la carretilla hasta que vuelva el hermano Jerome. Hay comida y cerveza suficiente en la carretilla.

– ¿Y qué será de la hermana Mary? -preguntó Ignatius.

– ¿Qué será de qué? -preguntó Jerome.

– Estará bien atendida, hermano, no temas -dijo el padre Dominus.

El hermano Jerome, que aspiraba a heredar el hábito del padre Dominus cuando el anciano muriera, comprendió lo que significaban aquellas palabras, pero el hermano Ignatius no.

– Volved a la carretilla, hermanos. ¡Niños, andando!

Reemprendieron la marcha, pero no durante mucho tiempo. En la pendiente del desfiladero donde estaba la cueva que Angus había marcado en su mapa, todos sacaron unas antorchas de sebo de sus ropajes, encendieron la primera con la caja de yesca del padre Dominus, y fueron entrando en fila, pues era una cavidad muy estrecha, aunque se ensanchaba bastante en el interior. El último en entrar fue el hermano Jerome, que antes se aseguró de eliminar cualquier rastro que indicara que habían abandonado el sendero, luego arrancó de raíz algunos matorrales espesos y los colocó delante de la boca de la cueva, hasta que la entrada quedó por completo cubierta. Desde el exterior, la cueva había desaparecido. En el interior aún se filtraba luz suficiente para que a Ignatius se le hiciera soportable una espera con la carretilla de mano, y tenía también un farol para las horas de la noche. No le parecía leal quedarse allí solo, tranquilamente, aunque nunca cruzaba los límites de su mente para emplearlos en temer por la suerte de la hermana Mary, que no se encontraba muy lejos de allí. La caminata a la luz del día lo había magullado hasta la médula, igual que a los niños más pequeños; únicamente Jerome y el padre podían soportar el brillo del sol de Lucifer, y sólo porque Dios les había proporcionado armas especiales para luchar contra el mal.

Los Niños de Jesús tenían por delante una caminata de veinte millas en la más absoluta oscuridad, pero el padre Dominus lo había previsto todo a la perfección. A intervalos había montones de alimentos imperecederos y velas, y el agua nunca andaba demasiado lejos en las corrientes subterráneas excavadas durante siglos en la blanda piedra caliza.

Sólo una milla más adentro de la entrada se abría un túnel lateral que conducía a la antigua cocina y a la celda de Mary, pero ellos no lo sabían y no fueron por allí. En algunas ocasiones hasta los niños más pequeños debían agacharse, mientras que los más grandes tenían que ir arrastrándose, pero el camino parecía muy evidente desde un extremo a otro, aunque no fuera en línea recta; las curvas y revueltas eran muy tortuosas. El camino tardaba en recorrerse todo un día, pero nunca se detenían, más allá de algunas breves pausas para comer, beber y cambiar las velas.

De tanto en tanto los caminantes cruzaban grupos de cuevas azotadas por el viento, débilmente iluminadas durante las horas diurnas a través de agujeros estrechos, pues el terreno en algunos lugares no era más que una costra de un pie de grosor, y la mitad de la cueva no era más que un subsuelo arcilloso; cada agujero del exterior se había cubierto con un arbusto capaz de resistir los vientos de la zona, y nadie podía ni siquiera imaginar que las cuevas de la comarca de The Peak se extendían hasta tan al norte.

La entrada que habitualmente utilizaban los niños se encontraba por detrás de una cascada de un afluente del Derwent, y allí, en el exterior, el suelo era roca firme en la que los pasos no dejaban huellas y las ruedas de hierro de la carretilla no formaban roderas.

El trabajo de unir la cueva del laboratorio y la gruta de empaquetamiento a las doce cámaras que había tras ellas había llevado muchos años, porque, al principio, el padre Dominus había trabajado solo, luego, después de traer a Jerome de Sheffield, tuvo alguna ayuda. Como los niños mayores crecían fuertes, también se les ponía a la tarea, la cual comenzó a avanzar significativamente. Los trabajos en los agujeros de ventilación ocuparon la mayor parte de su tiempo, y siempre se excavaban desde dentro hacia fuera, primero con un pico y luego, cuando se alcanzaba el subsuelo, con una pica bien afilada. La mística del padre Dominus habría preferido mantener la oscuridad, pero necesitaba las grutas para albergar a los niños en las proximidades de los lugares donde iban a manufacturar sus ungüentos.

Con lo que no había contado el viejo era con una pequeña revolución: los niños se negaron a trasladarse de unas cuevas a otras, y al final había tenido que conducirlos como corderos al matadero por la noche, a través de los páramos, llorando, protestando e intentando huir. Los niños odiaban la gruta del laboratorio y del embalaje y, aunque no sabían ni leer ni escribir, eran lo suficientemente inteligentes para comprender que aquel traslado significaba más horas en aquel trabajo apestoso, asqueroso y muchas veces peligroso. Incluso después de que Therese hubiera comenzado a prepararles la comida en su cocina -¡mucho mejor equipada también!-, los muchachos habían intentado regresar todas las noches a sus queridas Cuevas del Sur. Entonces, el padre Dominus había tenido una idea maligna: sacar a los muchachos fuera, a la luz del día, y obligarlos a caminar durante muchas millas. Jerome había puesto mala cara, temiendo que, incluso en un sendero apartado y desierto, se pudieran encontrar con alguien, pero el viejo despreció aquella posibilidad arrugando la nariz. Era demasiado tirano como para escuchar sabios consejos cuando se le daban. Pero de toda la gente que podían encontrar, habían ido a toparse… ¡con Charles Darcy! Aquello podía representar su ruina, después dé lo que Jerome le había dicho a propósito de la hermana Mary… ¡que estaba en todos los periódicos! ¡Era la cuñada de Fitzwilliam Darcy…! ¡Y aquella mujer lo había maldecido, llamándolo apóstata!

Acurrucado en su celda, en lo más profundo de las cuevas, el Padre Dominus se balanceaba temeroso, pues casi ciego como estaba, aquella maldición era un mensaje grabado al rojo vivo en la piel apergaminada que cubría su cráneo… ¡Por alguna razón, Dios lo había abandonado y Lucifer en la persona de Mary Bennet había triunfado! Su mundo se tambaleaba, pero al menos sabía por Mary Bennet, Mary Bennet. Bueno, él y Jerome sobrevivirían. Siempre podían regresar a Sheffield, hasta que aquel escándalo se pasara y pudieran volver a empezar de nuevo. Si la oscuridad de Dios se había derramado sobre The Peak, podría volver a encontrar a Dios de nuevo. Pero la próxima vez, sin niños. Con ellos la tarea era demasiado dura.

Tenía un ligero temblor en la mano izquierda que se parecía bastante al que constantemente le obligaba a mover la cabeza. Una nueva advertencia… «¡Dame tiempo, dame tiempo…!».

Apareció por fin el hermano Jerome, dubitativo, a la entrada de su celda.

– Padre… ¿está usted bien?

– Sí, Jerome, perfectamente -dijo enérgicamente-. ¿Ya están los muchachos acomodados?

– Como corderitos, padre. Era lo que había que hacer.

– ¿Y las niñas?

– Obedientes. Los muchachos se lo han contado.

– La hermana Therese… ¿Puede hacerse cargo Camille de la cocina?

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