Este camarada español se halla refugiado en París, donde su difuso ideal revolucionario no le impone esa cadena perpetua de las detenciones gubernativas a que el Gobierno español castiga a todos aquellos que no piensan como él. Este camarada vive humildemente con su compañera en un cuartito amueblado, chico como un pañuelo, en el quinto piso de una de estas casas denigradas de los barrios populares de París. Trabaja durante todo el día como obrero en un taller, y por las noches escribe terribles artículos revolucionarios. Después de escribirlos, sale con ellos bajo el brazo a buscar entre las imprentas de París una donde quieran tirarle unos periodiquitos que él mismo edita. Además, da conferencias y escribe dramas de carácter social, que representan los cuadros artísticos de las sociedades obreras de la banlieu .
Su compañera es también militante. Gana su pan trabajando en una oficina y además pertenece a la Secretaría política del partido comunista.
Esta tarde me han invitado a comer en su rinconcito. La pobreza de la mesa tiene un encanto limpio y gracioso. Es un detalle, una nimiedad, una imperceptible superfluidad, lo que da, sin embargo, una sensación de bienestar en esta mesa pobre de gente al margen, que voluntariamente renuncia al bienestar burgués.
Esa nadería es lo que hace posible esta vida heroica del camarada Juan y su compañera. Es ese vaso con flores colocado sobre la mesa, o ese vestido elegante de ella, o este cigarrillo turco de él lo que permite la heroica persistencia de dos seres jóvenes y apetentes de todo en este régimen de austeridad del revolucionario militante.
El ideal revolucionario —del auténtico revolucionario contemporáneo, no del que aspira a derribar este o aquel Gobierno—, el ideal antiburgués no consiste en la destrucción del bienestar que han sabido crear los burgueses, sino en la limitación del apetito de cada uno por esos goces.
A la vida le basta con muy poco, casi nada. Cubrir las necesidades puramente fisiológicas, y para sazonarlo todo, un gramo de superfluidad. Reducir lo superfluo a este gramo, a este búcaro con flores del camarada Juan, o a este vestido de seda de su compañera es trabajar revolucionariamente.
Yo no pienso ahora en el camino que se sigue para lograr esto, pero me basta el espectáculo emocionante de esta gente diseminada por Europa, que sabe poner un límite a sus apetencias sensuales frente al desenfreno a que se ha lanzado la burguesía europea después de la guerra para que tenga una consideración espiritual por este ideal nuevo.
Hay todavía una gente que vive demasiado bien. Se me dirá que el bienestar no tiene límites. A mi juicio, sólo uno: el de la capacidad de disfrute de cada uno. ¡Y esta capacidad, en contra de lo que se cree, es tan pequeña! ¡Se necesita tan poco!
Esta señora, que tiene unos treinta y tantos años franceses —unos veinticinco años españoles—, está casada; pero, según ella misma dice, no es feliz en su matrimonio. Y hace desgraciado a su marido, suponiendo que él se considere desgraciado por tal cosa. Esta señora es rica; tiene unos buenos pedazos de la fértil tierra de Francia que le permiten gastar al año una renta de muchos miles de francos.
Se levanta temprano, se dedica amorosamente al cuidado de su cuerpo, come bien, como sólo se sabe comer en Francia; y se lanza a los bulevares a escoger entre los transeúntes su compañero en ese anhelo de gozar de la vida, que ella considera tan legítimo.
—Hasta ahora —me dice— soy feliz; más adelante, cuando pasen unos años y empiece a verme sola y triste, gastaré mi renta en pagar a los hombres que me puedan hacer amar la vida todavía.
Cuando esta buena burguesa me hablaba así, yo intenté explicarle que la vida es algo más compleja, que hay muchas maneras de amarla, que la categoría de ser humano tiene otras exigencias… No me ha entendido.
Y yo estoy convencido de que hay que ahorcar a esta señora. No me preocupa demasiado esta necesidad porque sé que un día encontrará al bandido polaco que la asesinará a puñaladas en el cuartito de un hotel meublé. Porque son los polacos los que cometen todos esos crímenes «pasionales» de París.
SUIZA Y EL INTERNACIONALISMO
Cuando se muere un ginebrino, Ginebra entera tiene contraída la obligación de ponerse de duelo. El ginebrino es el hombre más sociable de Europa; pertenece, por poca significación social que tenga, a una o dos docenas de sociedades benéficas, excursionistas, cooperativas, musicales, deportivas, etc.; a más, claro es, de las agrupaciones profesionales.
Y, claro, cuando se muere, todas estas entidades han de manifestar su sentimiento por la pérdida del afiliado en las esquelas de defunción que se reparten y se publican en los periódicos.
Como todos los días se mueren varios ginebrinos, este espectáculo de solidaridad social es permanente. Ginebra entera está sintiendo en cada momento los hijos que se le mueren.
Un gran contingente de estas sociedades que entrecruzan la vida social ginebrina lo dan las agrupaciones musicales. Todo hijo de Ginebra pertenece a una agrupación musical. No importa que carezca en absoluto de capacidad para la música. ¿Usted qué toca? Lo que sea. Ya encontrará un instrumento a la medida de sus facultades; el caso es que forme parte de una orquesta, o de una charanga, o de un coro, o de una banda de tambores. El caso es tocar algo, hacer ruido, sumarse a esta aspiración colectiva de emitir sonidos que tiene la ciudad.
Las grandes paradas de la ciudadanía consisten aquí en el desfile de muchos miles de ciudadanos tocando algo: la gaita, la ocarina, el trombón, lo que sea. Nadie se exime de esta servidumbre.
A menos que sea miembro del Cuerpo de Bomberos, que para estos pacíficos suizos es como para nosotros, españoles —para algunos de nosotros, afortunadamente sólo para algunos—, pertenecer a un instituto armado. Así como en España hay quien tiene a orgullo el ser oficial de complemento, aquí hay quien se honra con ser bombero honorario.
Sorprende la cantidad de iglesias que hay en Ginebra. Casi una para cada ciudadano. Yo creo que en Suiza todo el mundo es prácticamente de algún culto.
Lo divertido es la variedad; hay iglesias católicas, protestantes, ortodoxas, griegas, judías, anabaptistas, de todo. El adolescente suizo, por lo visto, curiosea los entresijos de estas diversas confesiones y al final se afilia a la que mejor le va a su temperamento. Escoge su religión como escoge la charanga de que ha de formar parte.
Ninguna de estas iglesias tiene en Suiza un carácter militante. Cada cura tiene su parroquia y de ella vive sosegadamente, procurando satisfacerla y que no se le vaya a la tienda de enfrente.
Yo creo que esto de la religión es en los ginebrinos un aspecto de su sociabilidad. Nada más.
Ginebra es un vergel. Llana como la palma de la mano, se extiende a las orillas del Leman, rodeada de verdura, que se le mete calles adentro hasta el corazón mismo de la ciudad. Al fondo, los Alpes.
Ninguna impresión, sin embargo, de grandiosidad. Nada sublime, nada desmesurado; todo tiene una corrección municipal. El Montblanc mismo, que desde la orilla del Leman miran constantemente los turistas ingleses, gracias al telescopio de un alemán industrioso, parece sencillamente un alto copete de chantilly.
Los alrededores de la ciudad, cuajados de villas graciosas incrustadas en el follaje, dan una sensación tan grata, tan apacible tan sedante, que uno piensa que es éste el sitio del mundo donde más intensamente ha de sentirse el goce de vivir serenamente, vegetando un poco como los árboles vecinos, pero con plena consciencia del vegetar, sintiendo cómo al espíritu se le caen las hojas muertas y le nacen los nuevos brotes lentamente, naturalmente.
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