Vicente Blasco Ibáñez - La maja desnuda

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– Te adoro, Josefina. Eres hermosa como Venus. No: Venus, no. Es fría y reposada como una diosa, y tú eres una mujer. Pareces… ¿qué es lo que pareces?.. Sí; te veo igual. Eres la majita de Goya, con su gracia delicada, con su seductora pequeñez… ¡Eres la maja desnuda!

III

La vida de Renovales fué otra. Enamorado de su mujer, temiendo que ésta notase alguna falta en su bienestar y pensando con cierta inquietud en aquella viuda de Torrealta, que podía quejarse de que la hija del «ilustre diplomático, de imperecedero recuerdo», no era feliz, por haber descendido á unirse con un pintor, trabajaba tenazmente para mantener con el pincel las comodidades de que había rodeado á Josefina.

Él, que tanto había despreciado el arte industrial , la pintura por dinero á que se entregaban sus camaradas, imitó á éstos, pero con la vehemencia que ponía en todas sus empresas. En ciertos estudios levantó gritos de protesta este competidor incansable que abarataba escandalosamente los precios. Había vendido su pincel, por un año, á uno de aquellos mercaderes judíos que exportaban pintura al extranjero; á tanto la pieza, y con prohibición absoluta de pintar para otro comerciante. Renovales trabajaba de la mañana á la noche, cambiando de asuntos cuando así lo exigía aquel que llamaba su empresario. «Basta de chocharos : ahora moros.» Después los moros perdían su valor en el mercado y entraban en tanda los mosqueteros en gallardo duelo, los pastorcillos sonrosados á lo Wateau ó las damas de cabello empolvado, embarcándose en una góndola de oro al son de cítaras. Para refrescar el surtido, intercalaba una escena de sacristía con gran alarde de casullas bordadas é incensarios dorados, ó alguna bacanal, imitando de memoria y sin modelo las voluptuosas redondeces y las carnes de ámbar del Ticiano. Cuando se acababa el catálogo, los chocharos volvían á estar de moda, y otra vez á empezar. El pintor, con su extraordinaria facilidad de ejecución, producía dos ó tres cuadritos por semana. El empresario, para animarle en su trabajo, le visitaba muchas tardes, siguiendo la marcha de su pincel con el entusiasmo del que cuenta el arte á tanto el palmo y la hora. Sus noticias eran para infundir nuevos ánimos.

La última bacanal pintada por Renovales estaba en un bar elegante de Nueva York. Su procesión de los Abruzos la tenían en uno de los castillos más nobles de Rusia. Otro cuadro, representando una danza de marquesas disfrazadas de pastorcillas, sobre una pradera de violetas, lo guardaba en Francfort un barón judío y banquero… El mercader se frotaba las manos, hablando al artista con aire protector. Su nombre iba creciendo gracias á él, que no pararía hasta crearle una reputación universal. Ya le escribían sus corresponsales pidiendo que sólo enviase obras del signore Renovales , pues eran las que se movían mejor en el mercado. Pero Mariano le contestaba con un estallido brusco de su amargura de artista. Todos aquellos lienzos eran porquerías. Si el arte fuera esto, preferiría picar piedra en una carretera.

Pero sus rebeliones contra este envilecimiento, del pincel desaparecían al ver á su Josefina en aquella casa, cuyo adorno mejoraba, convirtiéndola en un estuche digno de su amor. Ella sentíase dichosa en su vivienda, con carruaje de lujo todas las tardes y completa libertad para vestirse y adornarse. Nada faltaba á la esposa de Renovales: hasta tenía á sus órdenes, como consultor y fiel mandadero, al buen Cotoner, que pasaba la noche en el cuartucho que le servía de estudio en un barrio popular y el resto del día junto al joven matrimonio. Ella era la dueña del dinero: nunca había visto tantos billetes juntos. Cuando Renovales le entregaba el mazo de liras que le había dado su empresario, ella decía alegremente: «¡Dinero, dinerito!», y corría á ocultarlo, con un mohín gracioso de dueña de casa hacendosa y económica… para sacarlo al día siguiente y desparramarlo con infantil inconsciencia. ¡Qué gran cosa era la pintura! Su ilustre padre (á pesar de cuanto dijese mamá) no había ganado nunca tanto dinero yendo por el mundo, de cotillón en cotillón, representando á sus reyes.

Mientras Renovales estaba en el estudio, ella había paseado por el Pincio, saludando desde su landó á las innumerables embajadoras residentes en Roma, á ciertas viajeras aristocráticas de paso en la gran ciudad, que le habían sido presentadas en algún salón, y á toda la nube de agregados diplomáticos que vivían en torno de una corte doble: la del Vaticano y la del Quirinal.

El pintor veíase introducido por su mujer en un mundo protocolario de la más estirada elegancia. La sobrina del marqués de Tarfe, eterno ministro de Estado, era recibida con los brazos abiertos por la alta sociedad romana, la más diplomática de Europa. No había fiesta en las dos embajadas de España á la que no concurriese «el ilustre pintor Renovales con su elegante esposa», y por irradiación, estas invitaciones habíanse extendido á las embajadas de otros países. Pocas eran las noches sin fiesta. Al ser dobles los centros diplomáticos, unos acreditados cerca del rey de Italia y otros afectos al Vaticano, menudeaban las recepciones y saraos, en este mundo aparte, que se encontraba todas las noches, bastándose á sí propio para su solaz.

Cuando Renovales llegaba á su casa al anochecer, cansado del trabajo, ya le esperaba Josefina á medio vestir y el famoso Cotoner le ayudaba á ponerse el traje de ceremonia.

– ¡La cruz! – exclamaba Josefina al verle con el frac puesto. – Pero hombre, ¿cómo te olvidas de la cruz? Ya sabes que allí todos llevan algo.

Cotoner iba en busca de las insignias de una gran cruz que el gobierno español había dado á Renovales por su cuadro, y el artista, con la pechera cortada por la banda y un redondel brillante en el frac, partía con su mujer para pasar la noche entre diplomáticos, ilustres viajeros y sobrinos de cardenales.

Los otros pintores rabiaban de envidia al enterarse de la frecuencia con que visitaban su estudio los embajadores de España, el cónsul y ciertos personajes allegados al Vaticano. Negaban su talento, atribuyendo estas distinciones á la posición de Josefina. Le llamaban cortesano y adulador, suponiendo que se había casado para hacer carrera. Uno de sus visitantes más asiduos era el padre Recovero, procurador de cierta orden frailuna poderosa en España; una especie de embajador con capucha que gozaba de grandes influencias cerca del Papa. Cuando no iba por el estudio de Renovales, éste tenía la certeza de que se hallaba en su casa, cumpliendo algún encargo de Josefina, la cual mostrábase orgullosa de su amistad con este fraile influyente, jovial y de pretenciosa elegancia, bajo su hábito burdo. La esposa de Renovales siempre tenía asuntos que encargarle; las amigas de Madrid no la dejaban parar con sus incesantes peticiones.

La viuda de Torrealta contribuía á esto, hablando á sus conocimientos de la alta posición que ocupaba su niña en Roma. Marianito, según ella, ganaba millones; Josefina pasaba por gran amiga del Papa; su casa estaba llena de cardenales, y si el Sumo Pontífice no iba á visitarla, era porque el pobrecito vivía en el Vaticano. Y la esposa del pintor siempre tenía que enviar á Madrid algún rosario pasado por la tumba de San Pedro, ó reliquias extraídas de las Catacumbas. Daba prisa al padre Recovero para que solucionase difíciles dispensas de casamiento, y se interesaba por otras peticiones de ciertas señoras devotas, amigas de su madre. Las grandes fiestas de la Iglesia romana la entusiasmaban por su interés teatral, y agradecía mucho al campechano fraile que se acordase de ella, reservándole una buena localidad. No había recepción de peregrinos en San Pedro, con marcha triunfal del Papa, llevado en andas entre abanicos de plumas, á la que no asistiese Josefina. Otras veces el buen padre la anunciaba con misterio que al día siguiente cantaba Pallestri, el famoso castrado de la capilla papal, y la española madrugaba, dejando acostado á su marido, para oir la voz dulcísima del eunuco pontificio, cuyo rostro imberbe figuraba en los escaparates de las tiendas entre los retratos de las bailarinas y los tenores de moda.

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