Vicente Blasco Ibáñez - La bodega

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Pero estos peligros eran los que menos intimidaban a los dos compadres. El miedo a perder la carga les aterraba. ¡Perder la carga! ¡el único medio de existencia, el capital de su industria! ¡Verse de golpe sin las ganancias acumuladas en fuerza de exponer su vida noches y noches; tener que pedir prestado otra vez y empezar de nuevo la pelea para pagar al prestamista, cercenando su pan y el de los pequeños!..

Por no perder sus mochilas emprendían arriesgadas ascensiones en la oscuridad. A la menor alarma huían de las gargantas, dando rodeos por lugares casi inaccesibles, que infundían horror al ser vistos a la luz del sol. Los cuervos graznaban asustados en sus alturas al percibir el roce de unos animales desconocidos que gateaban en las tinieblas. Los aguiluchos aleteaban al ver interrumpido su sueño por el arrastre de extraños cuadrúpedos que, abrumados por su giba, avanzaban por el filo de los precipicios, haciendo rodar los guijarros con sus manos desolladas, en el vacío de lóbregas profundidades. El recuerdo de algún compañero muerto en estos pasos difíciles, congelaba su sangre un momento: «Allá abajo está Fulano». Allá abajo , en el fondo de la sima negra que bordeaban a tientas, con el tacto de los ciegos; donde sólo podían verle los cuervos, que poco a poco dejarían blancos sus huesos bajo el peso de la mochila, mientras en su casa, la familia, hambriento, movida por una remota esperanza, aguardaba que un día u otro se presentase.

El recuerdo de los que esperaban al compañero muerto les daba nuevas energías. También ellos tenían sus churumbeles que podían aguardar el pan eternamente si daban un mal paso: ¡adelante! ¡adelante! Y con el valor audaz que da la lucha por los hijos, los dos mochileros avanzaban al través del peligro y de la noche.

¡Ay! De los azares que el señor Fermín había corrido en su vida, de las miserias en presidio, entre gentes de todos los países, que se mataban con las cucharas afiladas para entretener el ocio del encierro; del miedo que tuvo a ser fusilado cuando lo prendieron después de derrotada la partida, nada recordaba con tanta tristeza como las tres veces que lo sorprendieron los carabineros, casi a las puertas de la ciudad, cuando ya se creía en salvo, quitándole lo que llevaba varias noches sobre sus espaldas. ¡Y luego, cuando vendía su tabaco a las gentes desocupadas, a los señores de los casinos y los cafés, aún le regateaban algunos céntimos! ¡Ay; si supieran lo que costaban aquellos paquetes, duros como ladrillos, en los que parecían haberse solidificado los sudores de una fatiga de bestia y los escalofríos del miedo!..

La desgracia, como cansada del tesón con que los dos compadres sabían eludirla, comenzó a cebarse en ellos. Era en vano que con riesgo de su vida esquivasen durante la noche los pasos difíciles de la sierra. Por tres veces les sorprendieron cerca de la ciudad, en los llanos de Caulina, cuando se creían ya en salvo. Les dieron de golpes al arrebatarles aquellas mochilas que representaban la vida para sus hijos; y hasta les amenazaron con un tiro en vista de su reincidencia. Más que las amenazas les intimidó la pérdida de sus cargas. ¡Adiós los ahorros! Los tres fracasos les dejaban más pobres que antes de comenzar el contrabando, con deudas que les parecían enormes. Ya nadie querría prestarles para continuar el negocio .

El compadre, llevando de la mano a Rafaelillo, que era ya un rapaz, marchó a Algar, a su pueblo de la serranía, para ser gañán en un cortijo, si es que le aceptaban viéndole entrado en años y enfermo.

El señor Fermín no tuvo otro refugio que Jerez, y fue todas las madrugadas a la plaza Nueva a formar grupo con los jornaleros que esperaban trabajo, acogiendo con resignación el gesto desdeñoso de los capataces que le repelían por su antigua fama de cantonal y por las recientes aventuras del contrabando, que le habían hecho vivir algunos días en la cárcel. ¡Ay, las mañanas tristes pasadas en la plaza, estremeciéndose con el frío del amanecer, sin más alimento en el desfallecido estómago que alguna copa de aguardiente de Cazalla, ofrecida por los amigos! ¡Y después la vuelta desalentada a su tugurio, la sonrisa inocente de los hijos y el grito de tristeza de la mísera cuñada, al verle aparecer a la hora en que los demás trabajaban!

– ¿Tampoco hoy?..

– Tampoco… pero ten carma mujer: arreglaos como podáis y no penséis en mí.

Entonces conoció Fermín a su «ángel protector», como él le llamaba; al hombre que, después de Salvatierra, era el dueño de su voluntad, a Dupont el viejo que, viéndole un día, recordó vagamente ciertas muestras de respeto, ciertos pequeños favores a su casa y a su persona, en la época en que aquel infeliz iba por Jerez con aire de amo, orgulloso de su gorro colorado y de las armas que hacía resonar a cada paso, con un estrépito de ferretería vieja.

Fue una genialidad de gran señor, un capricho de millonario que se admiraba a sí mismo proporcionando un mendrugo a un desesperado que encontraba obstruidos todos los caminos de la vida. Fermín halló un jornal en la viña de Marchamalo, la gran propiedad de los Dupont. Poco a poco fue conquistando la confianza del amo, el cual se fijaba atentamente en su trabajo.

Cuando el antiguo rebelde llegó a ser capataz de la viña, había ya sufrido una gran transformación en sus ideas. Se consideraba como una parte de la casa Dupont. Le enorgullecía la importancia de las bodegas de don Pablo y comenzaba a reconocer que los señores no eran tan malos como creían los pobres. Hasta dejó a un lado el respeto que profesaba a Salvatierra, el cual andaba por entonces fugitivo fuera de España, y se atrevió a confesar a los amigos que las cosas no iban del todo mal después del desastre de sus ilusiones políticas. Él era el de siempre, federal, sobre todo federal: hasta que no viniese la suya, España no sería feliz, pero mientras tanto, a pesar de los malos gobiernos y de que «el pobre pueblo estaba oprimido», él se creía mejor que en los tiempos pasados. La niña y la cuñada vivían en la viña, en un caserón antiguo, espacioso como un cuartel; el muchacho iba a la escuela en Jerez, y don Pablo le había tomado ley y prometía hacerlo «todo un hombre», en vista de su inteligencia despierta. Él, tenía tres pesetas diarias, sin otra obligación que llevar la cuenta de los jornales, reclutar la gente y vigilarla, para que los remolones no descansasen antes de que él diese la voz para fumar un cigarro.

De sus tiempos de miseria le quedaba la conmiseración para los jornaleros, fingiendo no ver sus descuidos y negligencias. Pero sus actos valían más que sus palabras, pues queriendo demostrar gran interés por el amo, hablaba duramente a los braceros, con ese exceso de autoridad que revela el humilde apenas se ve elevado sobre sus camaradas.

El señor Fermín y sus hijos penetraban sin darse cuenta en la familia del amo, hasta llegar a confundirse con ella. La simpleza del capataz, alegre e hidalga como la de todos los labriegos andaluces, le hacía captarse la confianza de los de la casa señorial. Don Pablo el viejo reía haciéndole relatar sus fugas por la montaña, unas veces de guerrillero y otras de contrabandista, siempre perseguido por los carabineros. Los hijos del amo jugaban con él, prefiriendo sus marrullerías y chistes de hombre de campo, al gesto hosco de la aya inglesa que cuidaba de ellos. Hasta la orgullosa doña Elvira, la hermana del marqués de San Dionisio, siempre ceñuda y de noble malhumor, como si se creyese postergada por haberse unido con un Dupont, concedía cierta confianza al señor Fermín, escuchándole con gesto semejante a los que había visto en el teatro, cuando una dama se digna conversar con el viejo escudero, confidente de sus pensamientos.

El capataz creía vivir en el mejor de los mundos contemplando a sus hijos corretear por los senderos de la viña con dos de los señoritos de la casa, mientras el mayor, el futuro dueño, a pesar de ser todavía un niño, se mantenía al lado de su madre, imitando sus gestos altivos. Había días en que el carruaje de don Pablo llegaba entre una nube de polvo, a todo correr de sus cuatro briosos caballos, para depositar en Marchamalo un cargamento de chiquillos, casi una escuela. Con los hijos de Dupont llegaba Luisito, huérfano de un hermano de don Pablo, cuya cuantiosa fortuna cuidaba éste; y las hijas del marqués de San Dionisio, dos niñas revoltosas de ojos cándidos y boca insolente, que se peleaban con los muchachos y los hacían correr a pedradas, revelando en sus audacias el carácter de su famoso padre. Y Ferminillo y María de la Luz jugaban con estos niños que habían de poseer cuantiosas fortunas, de igual a igual, con la simplicidad de la infancia que parece un recuerdo de los tiempos en que los hombres vivían como hermanos, antes de inventar las jerarquías sociales. El capataz los seguía en sus juegos con miradas de ternura, sintiendo orgullo de que sus hijos se tutearan con los hijos y parientes del amo. Era la Igualdad soñada, aquella Igualdad por la que había expuesto su vida, y que al fin llegaba para él, sólo para él.

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