Vicente Blasco Ibáñez - El préstamo de la difunta
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En vano habló á gritos para que le entendiese esta mujer que parecía sorda y muda, concentrando toda su vida en la mirada.
–¿Qué ocurre, señora?… Yo he enviado el dinero. ¿No ha visto usted á ño Juanito?
Pero un estallido de maldiciones le cortó la palabra, haciendo huir á la visión.
–¡Cállate, «cuyano» del demonio!—le gritaban los compañeros de alojamiento—. Ya estás hablando otra vez de la difunta y de la plata.... ¿Es que mataste alguna mujer allá en tu tierra, antes de venirte aquí?
Al día siguiente, Rosalindo estaba tan preocupado que no acudió al trabajo.
–Algo pasa que yo no sé—se decía—. ¿Habrán matado a ño Juanito, lo mismo que mataron al otro?…
Como necesitaba adquirir noticias del ausente, se fué al puerto de Antofagasta, donde el viejo chileno tenía numerosos amigos.
Le bastó hablar con uno de ellos para convencerse de que ño Juanito no había muerto y estaba á estas horas en pleno goce de su salud y su alegría vagabundas. La misma persona empezó á reir cuando «el cuyano» le habló de la marcha audaz del viejo á través de la Puna de Atacama. Ya no tenía piernas ño Juanito para tales aventuras terrestres, y por eso sin duda había preferido embarcarse con dirección al Sur en uno de los vapores chilenos que hacen las escalas del Pacífico. Según las últimas noticias, él y su guitarra vagaban por Valparaíso, para mayor delicia de los marineros que frecuentan las casas alegres.
Rosalindo lamentó que Valparaíso no estuviese más cerca, para interrumpir las cuecas cantadas por el viejo con una puñalada igual á la que le había hecho huir de Salta.... El sacrificio de los ciento cincuenta pesos resultaba inútil, y la difunta vendría á turbar de nuevo sus noches con aquella presencia muda que parecía absorber su fuerza vital, dejándole al día siguiente anonadado por una dolencia inexplicable.
Acudió fielmente la muerta á esta cita que él mismo la había dado en su imaginación.
Todas las noches le esperó en el camino, entre el café y su alojamiento, deslizándose luego en éste, á pesar de que el gaucho se apresuraba á cerrar la puerta, dándose con ella en los talones. ¡Imposible librarse de su presencia y de la de aquel niño, cuya cara de muerto seguía espantándole á través de sus párpados cerrados!…
–Tendré que ir yo mismo—se dijo con desesperación—. Debo hacer ese viaje, aunque me siento enfermo y sin fuerzas. Es preciso.... es preciso.
Pero retardaba el momento de la partida, por flojedad física y por la atracción de un país en el que ganaba desahogadamente el dinero y no se sentía perseguido por los hombres.
Acabó por familiarizarse con la terrible visión que le esperaba todas las noches. Cuando por casualidad estaba menos ebrio y la mujer del manto y su niño tardaban en presentarse, el gaucho experimentaba cierta decepción.
Una noche, con gran sorpresa suya, no vió á la difunta y á su pequeño. Permaneció despierto en su cama hasta el amanecer, aguardando en vano la terrible visita.
«Va á venir», pensaba, encontrando incomprensible esta ausencia, mientras en torno de él roncaban los compañeros exhalando un vaho alcohólico.
La tranquilidad de la noche acabó por infundirle un nuevo miedo, más intenso que todos los que llevaba sufridos.
Adivinó que iba á pasar algo extraordinario, algo inconcebible, cuyo misterio aumentaba su pavor.
Y así fué.
A la noche siguiente, una mujer le esperaba en el mismo lugar donde otras veces había salido á su encuentro la difunta Correa. Pero esta mujer no estaba envuelta en un manto negro ni la acompañaba un niño. Avanzó sola hacia él, y al estar cerca, sacó un brazo que llevaba oculto en la espalda, mostrando pendiente de la mano una luz.
Rosalindo la reconoció, aunque no la había visto nunca. Era la «Viuda del farolito» y al mismo tiempo era también la difunta Correa.
El brazo seco y verdoso, que parecía interminable, se extendió ante él, sirviendo de sostén á un farol rojizo que empezó á balancearse.... Y sintiendo el empujón de una fuerza irresistible, el gancho marchó hacia su alojamiento, iluminado por la linterna danzante, que esparcía en torno un remolino de manchas sangrientas y fúnebres harapos.
Entró en la casa, y la luz tras de él. Se tendió en la cama, y el farol quedó inmóvil ante sus ojos. Más allá de su resplandor columbró en la penumbra el rostro de la «viuda», que era el mismo de la difunta, pero no inmóvil y severo, sino maligno, con una risa devoradora.
Al fin, el hombre empezó á gritar, tembloroso de miedo:
–¡Yo pagaré! ¡Es la falta de los otros!… Pero ¡por Dios, apague el farol; que yo no vea esa luz!
Y como en las noches anteriores, los durmientes se despertaron lanzando juramentos; mas á pesar de sus protestas, Rosalindo siguió viendo á la «Viuda del farolito» y su terrible luz.
–¡Ahí! ¡ahí!—gritaba despavorido, señalando al invisible fantasma.
Las camaradas convinieron en la necesidad de obligar á este loco á que buscase otro alojamiento; pero la expulsión no impresionó gran cosa á Rosalindo. ¡Para lo que le quedaba de vivir allí!… Ya que era imposible hacer llegar hasta la tumba de su acreedora el dinero prestado, iría él mismo á pagar su deuda.
Inmediatamente abandonó el trabajo é hizo sus preparativos de viaje. El tiempo no era propicio para emprender la travesía de la Cordillera por el desierto de Atacama. Iba á empezar el invierno. Pero Rosalindo movía la cabeza de un modo ambiguo cuando le aconsejaban que desistiese del viaje. Los otros no podían adivinar que su resolución no aceptaba demoras.
La «Viuda del farolito» era una bruja implacable, y su aparición significaba un plazo mortal. El que la encontraba debía perecer antes de un año. Pero él tenía la esperanza de que si iba á pagar su deuda inmediatamente la amenaza quedaría sin efecto. ¿Cómo podría castigarle la bruja después de haber cumplido su compromiso?
La falta de voluntad, consecuencia de su embriaguez, le hizo demorar el viaje algunas semanas. Sus compañeros de alojamiento toleraban que continuase entre ellos, con la esperanza de que partiría de un momento á otro. Transcurrió el tiempo sin que volvieran á presentarse la enlutada con el niño, ni la viuda con el farol. Ovejero bebía y su embriaguez no se poblaba de visiones. Pero una noche dió un alarido de hombre asesinado que despertó á sus camaradas.
No veía á nadie, pero unas manos ocultas en la sombra tiraban de una de sus piernas con fuerza sobrenatural. Hasta creyó oír el crujido de sus músculos y sus huesos. A pesar de que los amigos rodeaban su cama las manos invisibles siguieron tirando de la pierna, mientras él lanzaba rugidos de suplicio.
En la noche siguiente se repitió la misma tortura, acabando con la quebrantada energía del gaucho. Sintió un terror pueril al pensar que este suplicio podía repetirse todas las noches. Se acordaba de lo que había oído contar sobre los tormentos que la justicia aplicaba en otros siglos á los hombres. Iba á perecer descuartizado por aquellas manos invisibles que le oprimían como tenazas, tirando de sus miembros hasta hacerlos crujir.
No dudó ya en emprender el viaje. Necesitaba ir á la tumba del desierto, no sólo para recobrar su tranquilidad; le era más urgente aún librarse del dolor y de la muerte.
Malvendió todos los objetos que había adquirido en su época de abundancia, cuando no sabía en qué emplear los valiosos jornales; cobró varios préstamos hechos á ciertos amigos y de los que no se acordaba semanas antes. Así pudo comprar víveres y una mula vieja considerada inútil para el acarreo del salitre.
Los dueños de las «pulperías» enclavadas en la vertiente de los Andes sobre el Pacífico le vieron pasar hacia la Puna de Atacama con su mula decrépita pero todavía animosa. Tenía la energía de los animales humildes, que hasta el último momento de su existencia aceptan la esclavitud del trabajo. En vano aquellos hombres dieron consejos al gaucho para que volviese atrás. Un viento glacial soplaba en la desierta extensión de la altiplanicie. Los últimos arrieros que acababan de bajar de la Puna declaraban el paso inaccesible para los que vinieran detrás de ellos. Rosalindo seguía adelante.
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