Vicente Blasco Ibáñez - Arroz y tartana

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Y así seguía el tendero del Mercado, ensartando sus frases rebuscadas ante la admiración ingenua de su esposa, que veía en él un ser superior. Y mientras seguía su curso la conversación, sonaba a cada instante la campanilla de la puerta. Eran tarjetas de felicitación, que la señora miraba satisfecha, dejándolas sobre el velador de modo que pudiesen leerlas sus visitantes.

La familia dio las gracias al señor Cuadros por el obsequio que había enviado.

–Quédense ustedes a comer con nosotros. Hoy tenemos a la mesa a mi hermano Juan.

Estas palabras hicieron que la conversación recayese sobre el hermano de la señora. El comerciante era irresistible cuando se lanzaba a hablar del prójimo. ¡Vaya un señor raro el tal don Juan! Para él no existían teatros ni diversiones. Se le calculaba una fortuna de más de cien mil duros, y sin embargo vivía como un hurón en la gran casa heredada de su padre, sin otra compañía que una vieja criada, y arrastrando su fastidio por los talleres abandonados, que parecían cementerios. Tenía manías, y la más principal era combatir la debilidad de la vejez con un régimen de continua actividad. Todas las tardes pasaba horas enteras visitando las obras del Ensanche, las reformas que el Municipio emprendía en los caminos vecinales. Los peones le conocían, como si fuese un contratista o maestro de obras; y cuando le faltaban estas distracciones emprendía atroces caminatas: iba a pueblos distantes, andando siempre con una regularidad mecánica; el cuadrado sombrero sobre las cejas, flotante el paleto, que no abandonaba ni aun en el verano, y bajo el brazo el bastón de su juventud, una caña vieja y resquebrajada, con puño redondo de marfil que casi era una bola de billar.

Hablábase con misterio e interés de las preciosidades que amontonaba en sus polvorientos salones. Figuraba en todas las almonedas como comprador de fuerza, y si algún corredor le proponía la adquisición de alhajas antiguas o muebles raros—siempre, se entiende, con considerable ventaja—, aceptaba sin vacilación, pues no era dinero lo que faltaba en el enorme secrétaire del siglo pasado, que ocupaba todo un paño de su alcoba, mostrando el menudo mosaico de sus tres filas de cajoncitos. De este mueble también se hablaba con respeto en casa de doña Manuela. ¿Quién podía saber todo lo que contenía? De allí salían largos pendientes en forma de uva, cuajados de diamantes antiguos; sortijones con brillantes como lentejas; piedras sin montar, de valor considerable; cincelados de gran mérito artístico; todo adquirido a fuerza de calma y de regateos en el naufragio de las grandes fortunas.

–Dice usted bien, Antonio. Mi hermano es un ente raro, un extravagante, que pudiendo estar bien con los suyos, prefiere vivir casi solo en aquella casa, contando sus miles de duros y adorándolos como si los hubiera de llevar a la fosa. Yo no viviría con tranquilidad.... Dicen que por la noche, al menor ruido, se levanta y recorre la casa con unas pistolas viejas; pero aun así, es extraño que no le roben. Su tacañería me disgusta. Pero entre hermanos hay que vivir en paz, ¿no es verdad? y por esto sufro que a espaldas mías hable mal de mis costumbres. Afortunadamente, una tiene lo que necesita para pasarlo bien, y no se ve obligada a buscar los auxilios de ese avaro.

Una nueva visita entró en el salón. Eran «las magistradas», una mamá y tres hijas, íntimas de las niñas de la casa. El papá había muerto siendo magistrado, y esto bastaba para que en casa de doña Manuela, con el afán de grandezas que todos sentían, no designasen a la familia por su apellido, sino por el título del difunto.

Los señores de Cuadros sentían una oculta satisfacción al rozarse con las amistades de doña Manuela, que para ellos eran gente de la clase más elevada. Teresa miraba con su respeto de antigua criada a aquellas señoras, y sonreía con bondad estúpida cada vez que alguna de ellas se dignaba mirarla.

Las dos viudas hablaban afectuosamente, y doña Manuela, a pesar de que estaba bastante bien de salud, expresábase con cierta languidez que a ella le parecía la última palabra del buen tono.

–Salgo poco, querida; el frío y la lluvia me matan. Aún no he visto este año la feria de Navidad. Y eso que teniendo carruaje se puede salir de casa sin miedo al tiempo.

Y lo de tener carruaje acentuábalo doña Manuela como si fuese la ejecutoria de la distinción, el signo único que marcaba la diferencia de castas.

Las niñas hablaban entre sí, haciéndose preguntas sobre sus trajes o lo que habían hecho durante el día anterior, y nadie se acordaba del matrimonio Cuadros, que permanecía en el sofá como clavado, mirándose los pies y sin saber cómo salir de allí, por no molestar a los que hablaban. Amparo era la única que de vez en cuando volvía la cabeza para sonreírles. Por fin, se fueron.

–Son unos antiguos amigos—dijo doña Manuela a «la magistrada»—. Buenas gentes, pero ordinarias. Nos están agradecidos: a él le protegió mucho mi primer marido.

Cuando la familia dio por terminada su visita, doña Manuela y las niñas fueron hasta el rellano de la escalera, para cambiar allí los últimos besos.

–Crea que me dan un disgusto no quedándose a comer.

Desaparecía en los últimos peldaños el extremo de las elegantes faldas, cuando sonó una tos que todos conocían en la casa. Era el tío que llegaba, anunciándose, como siempre, con un carraspeo que le cortaba las palabras, y que, según doña Manuela, sólo tenía por objeto el darse tiempo para pensar las contestaciones.

El cuadrado sombrero y el flotante paleto, que parecía una sotana, fueron remontando lentamente la escalera, con acompañamientos de golpes de bastón en cada peldaño.

–¡Buenos días, tío…!

Viose por fin desde el rellano la cara de don Juan, animada por su falsa risita, que recordaba la de los conejos. Iba de gran gala. Traje, el de siempre; pero su chaleco escotado dejaba al descubierto una botonadura maciza, enorme, con diamantes antiguos de gran valía, y en los dedos sortijas pesadas, de complicada labor, que evocaban el recuerdo de los suntuosos marqueses del pasado siglo.

–¿Me aguardabais, hijas mías…? ¡Ejem, ejem…! Pues he sido puntual. Son las doce.

Y mostraba su reloj, una joya rococó, que con sus esmaltes mitológicos hacía pensar en las fiestas pastoriles de Versalles. Tras él subía la escalera Juanito, el hijo mayor, con un enorme ramo de flores.

–¡Este chico… este chico!—murmuró la señora, sin conmoverse gran cosa por el cariño extremado que Juanito le demostraba en todas ocasiones.

Y se dejó besar por su hijo, que después corrió al comedor con el ramo, y no encontrando un jarrón capaz de sostener aquella pirámide de flores lo colocó entre dos sillas.

Don Juan fue casi llevado en triunfo al salón por sus sobrinas. Tío por aquí, tío por allá; la una le quitaba el sombrero, la otra tomaba su bastón, y las dos tiraban a un tiempo de su paleto, sonriendo ligeramente al ver el chaqué, que quedaba al descubierto, y que con sus cortos faldones dábale el aspecto de un pájaro desplumado.

Las pobrecillas ya sabían vivir. Aquel tío era la esperanza de la familia; representaba el cebo capaz de atraer novios con la tentación de una herencia, y aunque lo encontraban poco simpático, por su carácter y la ruindad de sus regalos, sonreíanle y le adulaban, con gran contento de la mamá.

A pesar de esto, doña Manuela no se hacía ilusiones. Al único que quería él era a Juanito; con los hijos de Pajares mostraba siempre cierta ironía, sin duda para darse el gusto de mortificar a su hermana.

–Juan, quédate en el salón mientras yo voy a la cocina a vigilar los preparativos. Vosotras, niñas, entretened al tío. Ahora verás cuánto ha adelantado Conchita en el piano.

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