Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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Marcel había decidido confiar en ella. Había en aquella mujercita un punto de hipocresía, de terquedad, que le gustaba sin que supiera bien por qué. Estaba llena de dientes y de espinas. Podía convertirse tanto en una aliada como en un enemigo temible. Cara o cruz, se dijo Marcel. Le gustaba jugar y la contrató. Procedía del mismo ambiente que él. La vida la había educado a base de bofetadas, de brutos pegándose contra ella; la habían manoseado, la habían penetrado sin derecho a defenderse. A Marcel le había bastado observarla un momento para comprender que sólo quería que la librasen de ese lodazal. «Mi salario llora de pobre que es, habría que devolverle la sonrisa», había declarado nueve meses después de su ingreso. Le concedió el aumento y algo mejor: la convirtió en una odalisca astuta y lista, desbordante de carne e inteligencia. Poco a poco ella había eliminado a sus otras amantes, las que le consolaban de la triste compañía conyugal. No las echaba de menos. Nunca se aburría con Josiane. De lo que se arrepentía era de haberse casado con Henriette. Esa escoba estreñida. Nunca dispuesta a gozar pero pronta a gastar, que derrochaba alegremente su dinero sin dar nada a cambio, ni físico ni sentimental. Pero ¡qué idiota fui casándome con ella! ¡Creí que iba a ascender socialmente! ¡Menudo ascensor! Siempre se quedó en el primer piso.

– Marcel, ¿me estás escuchando?

– Claro, bomboncito.

– ¡Se terminó el tiempo de los especialistas! Las empresas están llenas de ellos. Faltan de nuevo los generalistas, generalistas geniales. Y ese Chaval es un generalista genial.

Marcel Grobz sonrió.

– Te recuerdo que yo mismo soy un generalista genial.

– ¡Por eso te quiero, Marcel!

– Háblame de él.

Y mientras Josiane relataba la vida y carrera de ese empleado en el que él apenas se había fijado, Marcel Grobz revivía la suya. Padres judíos, inmigrantes polacos, que se instalaron en París en el barrio de la Bastilla, el padre sastre, la madre planchadora. Ocho hijos. En un piso con dos habitaciones. Pocos mimos, muchas tortas. Poca ternura, mucho pan seco. Marcel había crecido solo. Se había inscrito en una oscura escuela de química para obtener un diploma, y había encontrado su primer trabajo-encuna empresa de velas.

Allí fue donde aprendió todo. El dueño sin hijos le tomó cariño. Le prestó dinero para comprar una primera empresa en dificultades. Después una segunda… Hablaban los dos, por las noches, después de cerrar la tienda. Él le aconsejaba, le animaba. Así fue como Marcel se convirtió en «liquidador de empresas». No le agradaba mucho esa palabra, pero le gustaba comprar negocios moribundos que volvía a poner en pie con su buen hacer y su capacidad para el trabajo. Contaba que se dormía a menudo encendiendo una vela y se despertaba antes de que se hubiese consumido. Contaba también que todas sus ideas las había tenido mientras caminaba. Recorría las calles de París, observaba a los pequeños comerciantes detrás del mostrador, los escaparates, las mercancías desbordantes sobre las aceras. Escuchaba a la gente hablar, gruñir, gemir y con ello deducía sus sueños, sus necesidades, sus deseos. Predijo, mucho antes que el resto, las ganas de replegarse en el nido, el miedo al exterior, a lo extraño, «el mundo se está volviendo demasiado duro, la gente tiene ganas de meterse en su casa, en su hogar, rodeado de accesorios como una vela, un juego de mesa, un plato o un camino de mesa». Había decidido concentrar todos sus esfuerzos en el concepto hogar. Casamia. Ese era el nombre de su cadena de establecimientos repartidos por París y provincia. Uno, luego dos, tres, cinco, seis, nueve negocios se habían reconvertido de esta forma en tiendas Casamia de velas perfumadas, de centros de mesa, de lámparas, canapés, marcos, perfumes de interior, de estores y cortinas, de accesorios para el cuarto de baño, la cocina. Y todo, a precios bajos. Fabricado en el extranjero. Había sido de los primeros que crearon fábricas en Polonia, en Hungría, en China, Vietnam, en la India.

Pero un día, un día maldito, un proveedor le había dicho: «Están muy bien sus artículos, Marcel, pero en las tiendas, al decorado le falta algo de clase. Debería contratar a una estilista que diera homogeneidad a sus productos, ese no sé qué que añadiese valor a su empresa». El había meditado profundamente ese asunto y, sin pensárselo dos veces, había contratado a…

Henriette Plissonnier, viuda seca pero con clase, que sabía, mejor que nadie, colocar el drapeado de una tela o crear un decorado con dos briznas de paja, un trozo de satén y una cerámica. «¡Qué clase!», se había dicho al verla cuando se presentó en respuesta al anuncio. Acababa de perder a su marido y educaba sola a sus dos niñas. No tenía ninguna experiencia, «sólo una excelente educación y el sentido innato de la elegancia, de las formas y los colores -le había dicho mirándolo de arriba abajo-. ¿Quiere que se lo demuestre, señor?». Y sin que tuviese él tiempo de responder, había desplazado dos jarrones, desenrollado una alfombra, colocado una cortina, cambiado tres naderías en su despacho, que, de repente, pareció surgido de una revista de decoración. Después se había sentado y había sonreído satisfecha. La contrató primero como encargada de accesorios, para después ascenderla a decoradora. Ella concebía los escaparates, se ocupaba de destacar la promoción del mes -copas de champán, guantes de cocina, delantales, lámparas, tulipas, candelabros-, participaba en la elección de pedidos, se ocupaba de la «tonalidad» de la temporada: temporada azul, temporada bronce, temporada blanca, temporada dorada… Él se enamoró de aquella mujer que representaba un mundo inaccesible para él.

Cuando la besó por primera vez, creyó rozar una estrella.

Durante la primera noche juntos, la fotografió con una Polaroid mientras dormía y guardó la foto en su cartera. Ella nunca lo supo. El primer fin de semana la llevó a Deauville, al hotel Normandy. Ella no quiso salir de la habitación. El pensó que era pudor, todavía no estaban casados; más tarde comprendió que le había dado vergüenza que la viesen con él.

Él le propuso matrimonio. Ella respondió: «Tengo que pensármelo, no estoy sola, tengo dos hijas pequeñas, como sabe». Se empecinaba en tratarlo de usted. Le había hecho esperar seis meses sin hacer nunca alusión a su demanda, lo que le volvía loco. Un día, sin que él supiese por qué, le había dicho: «¿Se acuerda usted de la proposición que me había hecho? Pues bien, si sigue en pie, la respuesta es sí».

En treinta años de matrimonio, nunca la llevó a casa de sus padres. Ella les vio una sola vez, en un restaurante. Al salir, mientras se ponía los guantes y buscaba con la mirada el coche con chófer que él había puesto a su disposición, le había dicho simplemente: «De ahora en adelante, les verá por su lado si quiere, pero sin mí. No creo que sea necesario continuar con esta relación…».

Fue ella la que le bautizó Chef, jefe. Le parecía que Marcel era demasiado común. Ahora todo el mundo le llamaba Chef. Salvo Josiane.

Si no, él era Chef. Chef que firmaba los cheques. Chef que presidía la mesa en las cenas de compromiso. Chef al que se le interrumpía cuando hablaba. Chef que dormía aparte en una habitación minúscula, en una cama diminuta, en una esquina del inmenso apartamento.

Y, sin embargo, le habían prevenido. «Te equivocas con esa mujer -le había dicho René, su encargado y amigo con el que bebía al salir del trabajo-. ¡No debe de ser fácil de ordeñar!». El había tenido que reconocer que René tenía razón. «A duras penas me deja montarla. Y ni te cuento lo que me cuesta que se incline hasta el canario, ¡muerto de hambre! Hay que sujetarla fuerte y con la nuca bien apoyada. Muchas veces me tengo que dormir con las ganas, con esa mujer, y el pobre canario, la mayor parte del tiempo a media asta. Ni hablar de manoseos o mamadas. Se hace la remilgada». «Pues entonces… déjala», le había dicho René. Y, sin embargo, Chef dudaba: Henriette le mantenía en sociedad. «Sólo tengo que llegar con ella a una cena para que los invitados me miren de otra manera… ¡Y te juro que hay contratos que nunca habría firmado sin ella!». «Pues yo, si fuera tú, ¡pagaría a una profesional! Una puta con estilo, que las hay. Sólo tienes que encontrar una que te valga para la cena y para la cama. ¡Al precio que pagas por la legítima…!».

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