Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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Retrocedió en dirección al extremo más alejado de la casa, hasta la puerta de la cocina y, al accionar el tirador, constató que ésta se abría. La cocina estaba vacía. El cocinero se había retirado a descansar tras el esfuerzo inmenso que le había supuesto el banquete. Apenas cerró la puerta, sintió que el aturdimiento se apoderaba de ella, causado sin duda por la calidez del aire. Llevaba tanto tiempo empapada, pasando frío, que el contraste brusco de temperatura le provocó un escalofrío que alcanzó sus encías. A su paso, dejaba un rastro de agua y barro sobre las baldosas blancas y negras, por lo que decidió quitarse los zapatos y entrar de puntillas en el vestíbulo.

Al hacerlo, sucedieron dos cosas.

La primera de ellas fue que se vio reflejada en el gran espejo que colgaba de la pared, al pie de la escalera, y apenas se reconoció. Era un espantapájaros mojado y sucio. La bufanda negra de Liev se pegaba a su cabeza y a sus hombros, su vestido verde ya no era verde, estaba cubierto de polvo y se pegaba tanto a su cuerpo que resultaba indecente. Tenía los labios azules, temblorosos. Los dedos pálidos, sin sangre. Los ojos demasiado oscuros como para que fueran suyos. Al verse, se asustó.

La segunda fueron las voces, unas voces que provenían del salón. Las voces de su madre y de Alfred.

El corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Por qué no se habían ido? ¿A su luna de miel? ¿Por qué no estaban ya en el tren?

– No, Alfred -oyó que decía su madre-. No hasta que la haya visto. No hasta que sepa que está…

Lydia no esperó más. Había maletas junto a la puerta principal, y sobre ellas los abrigos y un paraguas.

Salvó los peldaños a la carrera, de dos en dos. Sin hacer ruido. No debía hacer ruido. Una vez en su cuarto, en su precioso dormitorio nuevo, se quitó el vestido, la ropa interior, y lo echó todo al fondo del armario. Se frotó el pelo y la piel con un suéter viejo hasta que le escoció. Cepillado rápido. Vestido viejo. Cardigan. Y escaleras abajo.

Entró en el salón con la sonrisa ya en el rostro.

– Hola, mamá. No esperaba encontraros aquí.

– ¡Lydia! -exclamó Alfred-. Gracias al Señor que estás en casa. Tu madre estaba muy preocupada. ¿Dónde estabas?

– He salido.

– ¿Has salido? Ésa no es una respuesta, niña. Discúlpate ahora mismo con tu madre.

Valentina estaba de pie, observando a su hija, muy rígida, de espaldas a la chimenea, y con un cigarrillo a medio fumar entre los dedos. Se le veían las mejillas encendidas, como si el calor del fuego se las iluminara. Pero Lydia conocía a su madre, y sabía que aquellas manchas rojas significaban que estaba muy asustada.

– ¡Lydia! -dijo al fin su madre, muy despacio-. ¿Qué ha pasado?

– Nada.

Valentina dio una calada al cigarrillo y soltó el humo emitiendo un débil gruñido, como si alguien le hubiera golpeado el pecho. Todavía llevaba el vestido de chiffon, pero había sustituido el bolero por una chaqueta de gamuza más gruesa. Sus ojeras eran más que visibles.

– Lo siento, mamá, no era mi intención hacer que os retrasarais. He supuesto que ya os habríais ido. Con tantos invitados de los que despediros, no imaginaba que fuerais a echarme de menos siquiera.

– No seas tonta, Lydia -intervino Alfred. Ella notaba que el flamante esposo de su madre hacía esfuerzos por aplacar la ira y mostrarse cortés-. Queríamos despedirnos de ti, los dos. Toma esto -añadió, alargándole un sobre marrón-. Contiene un poco de dinero, por si te surge alguna necesidad antes de nuestro regreso, aunque Wai, el cocinero, se encargará de las comidas, de modo que no tienes mucho de qué preocuparte. Esto es por si quieres ir al cine, o algo así.

Lydia no había ido nunca al cine, y en cualquier otro momento se habría puesto a dar saltos de alegría.

– Gracias.

– ¿Estarás bien aquí sola?

– Sí.

– Anthea Mason se ha ofrecido a venir de vez en cuando para ver si estás bien.

– De veras, estaré bien. ¿Sale algún otro tren a estas horas? Lamentó que por mi culpa hayáis perdido el vuestro, pero si os dais prisa, seguro que llegáis al siguiente. -Miró a su madre-. No soportaría que te perdieras la luna de miel por mí.

– Bueno, en realidad… -empezó a explicar Alfred.

– Sí -terció Valentina arqueando una ceja, molesta-. Podemos cambiar de trenes en Tientsin. Alfred, sé bueno y ve a buscarme un vaso de agua a la cocina, ¿quieres? Aquí dentro hace calor. -Se pasó una muñeca por la frente-. Seguramente será toda la tensión de… -Pero no acabó la frase.

– Claro, amor mío -dijo Alfred mirando a Lydia-. Tranquiliza a tu madre, a ver si se va más tranquila -añadió, antes de abandonar el salón.

Al momento, Valentina echó el cigarrillo a la chimenea y se acercó a Lydia.

– Cuénteme, deprisa, ¿qué ha pasado?

Lydia sintió que una oleada de alivio recorría todo su ser, debilitándola. Podía contárselo todo a ella, su madre sabría qué hacer, dónde comprar medicamentos, contactar con un médico…

Valentina la agarró del brazo.

– Dime qué quería ese sucio lobo.

– ¿Qué?

– Popkov.

– ¿Qué?

Valentina la zarandeó.

– Liev Popkov. Has salido corriendo tras él. ¿Qué te ha dicho?

– Nada.

– Estás mintiendo.

– No. Estaba borracho. Nada más.

Valentina observó a su hija con atención, antes de rodearla con sus brazos y atraerla hacia sí. Lydia aspiró su perfume intenso y se enterró en el abrazo, pero al hacerlo sintió que su cuerpo empezaba a temblar incontrolable.

– Lydochka, amor mío, no. -Valentina le acariciaba el pelo húmedo-. Sólo será una semana. Ya sé que nunca nos hemos separado, pero no estés triste, volveré muy pronto. -Le dio un beso en la mejilla y dio un paso atrás-. ¿Qué? ¿Lágrimas? ¿Lágrimas de la niña que nunca llora? No llores, dochenka.

Valentina se acercó a la bandeja de las bebidas, y tras comprobar que la puerta seguía cerrada, se sirvió un vodka, que se bebió de un trago, y volvió a llenar el vaso, que acercó a su hija.

– Toma. Te hará bien.

Lydia negó con la cabeza. Sin palabras. Sin aliento.

Valentina se encogió de hombros y lo apuró ella, tras lo que devolvió el vaso a su sitio. Las manchas rojas que cubrían sus mejillas empezaban a desaparecer.

– Amor mío -susurró, sosteniéndole la cara entre las manos-. Este matrimonio representa un futuro nuevo para nosotras. Aprenderás a apreciar a Alfred, te lo prometo. Sé feliz. -Sonrió, aunque había algo raro en su sonrisa-. Aprendamos a ser felices tú y yo.

Lydia abrazó a su madre.

– Ve a Datong, mamá. Ve y sé feliz.

– Así me gusta, damas, bésense y arreglen las cosas. No quiero ver a nadie triste, ni hoy ni nunca.

Alfred les sonrió, alargó el vaso de agua a su esposa y dio a Lydia unas palmaditas en la espalda.

– He telefoneado para pedir un coche, que no tardará nada en llegar. ¿Nerviosa? -le preguntó a Valentina.

– Emocionada.

– Bien.

Luego vino el revuelo de abrigos, maletas y últimos abrazos, pero cuando Alfred y Valentina ya salían por la puerta, Lydia les dijo:

– ¿Puedo comprar un candado para el cobertizo de Sun Yat-sen?

– Sí, claro -respondió Alfred, magnánimo-. Pero ¿por qué quieres un candado para tu conejo?

– Para que esté a salvo.

Lo lavó. Con mucho cuidado. Sin tocar apenas la piel dañada, con un paño empapado en agua tibia y desinfectante. Sus harapos estaban infestados de piojos, y ella los arrojó a la lluvia.

La visión de aquel cuerpo resultaba dolorosa. Estaba tan delgado que podían contarse sus huesos. Y marcado. Dos quemaduras con forma de ese. Como serpientes. Seis marcas a fuego incrustadas en el pecho. Las quemaduras eran negras, y no habían cauterizado, pero no eran nada comparadas con las manos. Al desenvolver los retazos de telas infectas que le cubrían los dedos, casi le vinieron arcadas al sentir el olor, y por más cuidado que ponía, con los vendajes se llevaba pedazos de piel y de carne ennegrecida.

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