Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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Lydia no pudo reprimir un sollozo, y la ira que sintió estuvo a punto de ahogarla. Una ira seguida de una avalancha de vergüenza. Apretó mucho los dientes, y sintió que le ardían las mejillas.

Siguió revisando las fotografías. Había cuatro más de Valentina. Veinte de Anthea Mason. Dos de Polly.

Lydia habría querido gritar.

Metió los retratos en su cartera.

– Ya estoy -gritó Polly desde lo alto de la escalera.

Con un último impulso, Lydia quitó los libros de la cartera y metió en ella los rollos de negativos. Metió la llave en el cajón, lo cerró de una patada y, con los libros bajo un brazo y la cartera bajo el otro, abandonó el despacho.

– No te importa, ¿verdad, cielo?

– No, por supuesto que no. Tengo que hacer los deberes.

Lydia no dejaba de observar a su madre, de concentrarse en todos los movimientos de su dedo -de ese dedo-, mientras ella hojeaba el último número de la revista Paris World, así como en los movimientos de su pelo, ahora que encendía otro cigarrillo. ¿Por qué? Una y otra vez le asaltaba la pregunta. ¿Por qué lo hacía Valentina? Maldita sea. Maldita sea. ¿Por qué?

Su madre se dirigió a Alfred.

– No tardaremos, ¿verdad, ángel mío?

Él intercambió una mirada fugaz con Lydia. Aquella mañana la había llevado en coche al colegio camino del trabajo, y ella le había comentado que veía a Valentina algo tensa desde lo de Chang An Lo y los soldados. Tal vez fuera buena idea que la sacara esa noche. ¿Una cena en el club? ¿Un baile en el Flamingo? Alfred se había mostrado más que de acuerdo.

– Bien, no sé exactamente a qué hora regresaremos -respondió, contemplando a su esposa con admiración. Estaba espectacular. Llevaba un vestido largo, blanco y negro, de escote bajo, que permitía apreciar plenamente la curva de sus senos. A Lydia le resultaba imposible mirarlos. Ya no podía. No después de lo que había visto.

Alfred le alargó a su mujer los manguitos de visón, y le ayudó a ponerse el abrigo.

– Pasadlo bien -les dijo Lydia sonriente.

Y apenas oyó que el coche se alejaba, subió la escalera a toda prisa y sacó del armario el vestido verde.

– Pequeño gorrión, moi vorobushek, creía que te habías olvidado de esta vieja dama.

– No, nyet, aquí estoy. Cuento incluso con una invitación oficial -añadió Lydia mostrándole la tarjeta gruesa, grabada.

– Qué maravilla -declaró la señora Zarya, ahogando una risita de emoción, que hizo que su gran delantera se acercara peligrosamente a ella. Pasó un brazo por debajo del de Lydia-. Y qué guapa estás. Se te ve tan mayor con tu vestido verde…

– ¿Lo bastante como para bailar?

La señora Zarya agitó los faldones de su gran vestido de tafetán con gesto coqueto.

– Tal vez, vozmozhno. Debes esperar a que te lo pidan.

La villa Serov, situada al final de la Rué Lamarque, en el Barrio Francés, era incluso más lujosa de lo que Lydia había imaginado, con columnatas y porches, así como con un largo camino de acceso atestado de automóviles y chóferes. Las salas de recepción aparecían iluminadas por hileras de candelabros resplandecientes, y rebosantes de cientos de invitados ataviados con sus ropas de gala.

A su alrededor, por todas partes, escuchaba palabras rusas: Dobriy vecher, «Buenas noches». Kak vi pozbivayete, «¿Cómo está usted?» Kak torgovlia, «¿Cómo van los negocios?»

Se acordó de decir «Ocbyenpriatno», «Encantada de conocerle», cuando la señora Zarya le presentaba a alguien, pero no prestaba atención a los nombres. Había acudido al baile con intención de buscar a una sola persona. Y esa persona no se veía por ninguna parte. Aún no. Al principio permaneció junto a la señora Zarya, pues en medio de aquel mundo nuevo, la figura corpulenta que desprendía ese olor conocido a naftalina le resultaba tranquilizadora. Viejos caballeros de gruesas patillas y barbas que emulaban la del zar Nicolás se acercaban a flirtear con la señora Zarya y besaban la mano a Lydia, mientras que mujeres con guantes largos, blancos, recorrían las estancias, luciendo sus joyas y su temperamento ruso. Lydia perdió la cuenta de la cantidad de diademas de brillantes que había visto pasar.

Se preguntaba qué haría Chang An Lo con todo aquello. Cuántas armas podría comprar con uno solo de aquellos diamantes. Cuántos estómagos podrían llenarse con lo que costaba uno sólo de los pendientes de oro de esa señora gorda. Aquellos pensamientos la pillaron por sorpresa, pues eran propios de Chang An Lo, aunque brotaran de su cabeza. Y le gustó que así fuera. Le gustó poder mirar a su alrededor, observar toda esa riqueza y no verla como algo deseable, sino como medio para enderezar una sociedad desequilibrada. Porque eso era algo nuevo para ella. Equilibrio. Eso era lo que, según Chang, hacía falta. Pero ella vio a un hombre con la barriga de un cerdo bien alimentado y con los dedos rechonchos llenos de sellos de oro que levantaba una copa de champán de una bandeja de plata sin mirar siquiera al criado chino que se la servía. El rostro de éste era famélico, de mirada sumisa. ¿Dónde, en esa situación, se encontraba el equilibrio?

Una oleada de asombro recorrió el cuerpo de Lydia. No era sólo que tuviera nuevas ideas, sino que también miraba con ojos nuevos. Le parecía que se estaba convirtiendo en comunista.

– Lydia Ivanova, me alegra inmensamente que hayas podido venir. -Era la condesa Serova, regia como siempre, con un vestido de raso color crema, de escote alto y falda hasta los pies, con bordado de perlas-. Y veo que esta noche llevas otra indumentaria. Empezaba a pensar que sólo disponías de un vestido. Qué bien te sienta el verde.

Aquella mezcla de insulto y alabanza desconcertó a Lydia.

– Gracias por invitarme, condesa. -En esa ocasión, se negó a hacerle una reverencia. ¿Por qué iba a hacerlo?-. ¿Se encuentra aquí su hijo?

La condesa Serova observó detenidamente a Lydia, y sin responder se volvió en dirección a la señora Zarya.

– Olga Petrovna Zarya, kak molodo vi vigliaditye, qué joven se te ve esta noche.

La señora Zarya se hinchió de orgullo y, ella sí, le hizo una reverencia, pero Lydia no oyó nada más, pues en ese instante una mujer joven, vestida de negro, que aguardaba tras la condesa, y que sin duda era alguna asistente, se acercó a Lydia y, en ruso, le susurró:

– Está en el salón de baile.

Lydia se excusó y siguió el sonido de la música.

La mujer resplandecía. Llevaba un vestido con escote de bañera, de lentejuelas, y estaba sentada a un piano instalado en un extremo de la sala. Las uñas, de un rojo muy vivo, resaltaban contra las teclas de marfil. En ese momento tocaba una pieza moderna que Lydia reconoció al instante. Era algo de Shostakovich, algo decadente. La pianista mecía sus cabellos rubios, sedosos, al compás de la música. Y a Lydia le desagradó al instante aquella manera exagerada de interpretar. ¿Por qué no había invitado la condesa a Valentina para que tocara? Se volvió, porque cada vez que pensaba en Valentina, los retratos del cajón asomaban a su mente, y se sentía enferma. Y decidió mirar a su alrededor.

El salón era precioso. En los altos techos, héroes musculosos y diosas nebulosas que desde las alturas contemplaban los suelos claros de abedul. Inmensos retratos familiares ricamente enmarcados, personas de nariz alargada y expresión arrogante, pensados para amedrentar a los invitados de poco brío. Espejos que reflejaban los miles de puntos de luz de los candelabros y la proyectaban sobre la sala, para iluminar aún más a los danzantes, que se deslizaban, sonrientes, de un extremo al otro. Pero los ojos de Lydia no tardaron en concentrarse en otro punto, en el que un corrillo de hombres conversaba acaloradamente frente a uno de los largos cortinajes verdes. Uno de ellos, alto, de espalda recta, impecablemente vestido con traje de gala, y con el pelo cortado a cepillo, hizo que a Lydia se le pusiera la piel de gallina.

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