Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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Desde lo alto de la colina Theo observaba los tejados de la ciudad que había sido su hogar desde hacía diez años, un hogar que amaba, un refugio de las murmuraciones que había dejado atrás en Inglaterra. Recorrió con la mirada todo el Asentamiento Internacional, una mota insignificante para China, que parecía haberse transformado en una parte más de Europa. Poseía una curiosa mezcla de estilos arquitectónicos, con sus macizas mansiones victorianas que se alzaban junto a avenidas francesas más ornamentadas y a terrazas italianas con sus balcones de hierro forjado y sus exuberantes tribunas.

Los europeos habían robado aquella parcela de tierra a los chinos como parte del tratado de reparación que se firmó tras la Rebelión de los Bóxers de 1900. Habían apartado a un lado la ciudad antigua, amurallada, y habían iniciado la construcción de otra mucho mayor, contigua a aquélla, apoderándose del curso de agua con lanchas bombarderas que se abrían paso como cocodrilos grises río Peiho arriba. El Asentamiento Internacional, pues así lo bautizaron era un pujante centro de intercambio y comercio occidental que entusiasmaba a los patronos en Gran Bretaña, pero que irritaba sobremanera al gobierno chino.

Theo negó con la cabeza. A los británicos se les daba muy bien todo eso de controlar el mundo. Porque aunque el enclave era internacional, no había duda de que eran ellos quienes lo controlaban, sir Edward Carlisle era quien estampaba su firma y su rúbrica en todos los documentos, como también marcaba con el sello de su carácter las reuniones del Consejo Internacional. Oficialmente, la ciudad estaba dividida en cuatro sectores: el británico, el italiano, el francés y el ruso, alineados ordenadamente, uno junto al otro, como viejos amigos. Pero en la práctica las cosas no funcionaban así. Peleaban constantemente. Discutían sobre la distribución de la tierra. Theo los había oído muchas veces en el Club Ulysses. Y, por algún motivo, los ingleses habían terminado por poseer casi la mitad de la ciudad, al tiempo que algunas zonas pequeñas cambiaban de manos, pasando de los rusos a los japoneses y norteamericanos, a cambio de importantes sumas en oro. El dinero siempre mandaba, claro. El dinero y las lanchas bombarderas.

Theo recorría la ciudad con la mirada, y debía reconocer que, comparado con el sector ruso -que quedaba a su izquierda y estaba compuesto en su mayoría por casuchas sórdidas, muy apretujadas, el sector británico resultaba impresionante, lustroso como un gato bien alimentado. Las agujas de las iglesias, la torre del reloj del ayuntamiento, la fachada clásica del Hotel Imperial, los arriates de rosas impecablemente dispuestos en los parques… no era de extrañar que los nativos los llamaran «diablos». Diablos extranjeros. Sólo un diablo es capaz de robarte el alma y convertirla en territorio ajeno. Para los chinos de Junchow, el Asentamiento Internacional era otro planeta. Y sin embargo, en la lejanía, el río reverberaba como un metal bruñido, y los barcos mercantes anclados junto a las hileras de sampanes contribuían a afianzar la falsa impresión de permanencia.

Se dio cuenta de que Li Mei le acariciaba el pecho con los dedos, describiendo círculos concéntricos.

– En el mercado, hoy, Tiyo, he visto a tu amigo. El hombre del periódico.

– ¿A quién te refieres?

– A tu señor Parker.

– ¿A Alfred? ¿Y qué hacía él por esos barrios?

Ella dejó escapar una risita floja que se onduló al contacto con su cuerpo.

– Creo que estaba buscando algo antiguo. Pero me parece que tiene problemas.

– ¿Cómo es eso?

– Es demasiado inglés. No va con los ojos bien abiertos. No es como tú.

Li Mei lo abrazó con más fuerza, y con otra carcajada trató de contagiarle la risa, aunque no lo logró. Decepcionada, meneó la cabeza y el perfume que desprendía la cortina sedosa de sus cabellos impregnó el aire. En algún lugar de la calle un coche hizo sonar la bocina, pero la habitación permaneció en silencio. Unas palomas pasaron deprisa junto a la ventana, y los silbatos que llevaban atados a las colas zumbaron, con un sonido que parecía la risa de los dioses.

– Tiyo -dijo al fin Li Mei-. ¿Quieres que se lo pregunte a mi padre?

Theo se volvió y la miró con una expresión que se había vuelto dura de pronto.

– No, no se lo preguntes nunca.

Capítulo 4

La farola de gas del zaguán no funcionaba -tal vez le hiciera falta una nueva cubierta-, pero Lydia no se dio cuenta. Tras franquear la puerta, avanzaba deprisa por el pasillo, intentando no pisar los huecos en el linóleo. Dejó los paquetes que llevaba al pie de la escalera y llamó a la puerta de la salita de la señora Zarya.

– ¿Quién es?

– Soy yo, Lydia.

La puerta se abrió y una mujer alta, de mediana edad, observó a Lydia con recelo.

– Kakaya sevodnya otgovorkaf.

– Por favor, señora Zarya, sabe muy bien que no hablo ruso.

La mujer se echó a reír, como aceptando que aquella joven acababa de marcarle un tanto, y su carcajada retumbó en las finas paredes. Se trataba de una mujer corpulenta, de rostro ancho y unos senos que evocaban las vastas estepas rusas. A Lydia le inspiraba temor, pues en ocasiones su lengua podía ser tan fiera como sus abrazos, y convenía estar a bien con ella. Olga Petrovna Zarya era su casera, y residía en la planta baja de un edificio pequeño, construido en terrazas. El resto lo alquilaba.

– Entra, gorrioncito, que quiero hablar contigo.

Lydia obedeció. La sala olía a borscht y a cebolla, a pesar de estar abierta la ventana que daba a la estrecha franja de adoquines que ella llamaba «mi patio trasero», y que estaba atestada de pesados muebles, demasiado grandes para un espacio tan pequeño. En un lugar de honor, sobre un tapete bordado que ocultaba las manchas del piano de caoba, destacaba una fotografía enmarcada del general Zarya ataviado con su uniforme blanco del ejército, los brazos cruzados sobre el pecho, la mirada intensa y acusadora.

Lydia evitaba aquellos ojos color sepia siempre que podía. Algo en ellos la hacía sentirse siempre insignificante.

– Mi paciencia se ha agotado -anunció Olga Zarya, plantándose firmemente delante de Lydia-. Dile a esa perezosa madre tuya que se ha aprovechado de mí, de mi buena fe. Díselo. Que dentro de una semana la echo. Da, a la calle. ¿Qué puedo hacer, si no…?

– ¿Pagar el alquiler? -Lydia depositó un montón de billetes de dólar sobre la mesa, y dio un paso atrás.

La señora Zarya permaneció boquiabierta un segundo, antes de coger el dinero con un movimiento brusco y ponerse a contarlo en ruso.

– Bien. Spasibo. Gracias. -La mujer se acercó a ella, y al hacerlo, su vestido negro, holgado, desprendió aquel olor a naftalina. Sus rostros estaban tan cerca que Lydia distinguió con todo detalle el movimiento de su boca, que añadía con dureza-: Aunque llega con retraso.

– Los dos meses que le debemos y este mes. Está todo ahí.

– Da. Está todo.

– Siento que sea con retraso.

– ¿Has vuelto a jugar para ganarlo?

– Sí.

La casera asintió y levantó un brazo carnoso, como si quisiera abrazarla, pero Lydia, alarmada ante la cercanía de aquel pecho, retrocedió en dirección a la puerta.

– Do svidania, señora Zarya.

– Adiós, gorrión. Dile a esa madre tuya que…

Pero Lydia no oyó nada más. Recogió los paquetes y subió corriendo la escalera. No había alfombra que cubriera los peldaños de madera desnuda, polvorienta, y sus pies repicaban contra ellos, por lo que estaba segura de que su madre la oiría desde casa.

– Hola, señora Yeoman -gritó mientras, a la carrera, dejaba atrás las habitaciones de la primera planta, alquiladas por un misionero baptista retirado y su esposa, que habían decidido gastar su pensión en el país al que habían dedicado su vida, algo del todo inexplicable para Lydia.

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