Después, mientras Mackenzie se daba una ducha, no pudo evitar agradecer la cálida sensación de saberse deseada. Aunque la verdad, era más que eso; el hecho de que hubieran empezado a desnudarse en el instante que se quedaron a solas y tuvieron acceso a una cama le hacía sentir unos diez años más joven. Era una sensación agradable, aunque una que intentaba mantener bajo control todo lo que podía. Sin duda, estaba disfrutando de todo con Ellington, y lo que fuera que estaba sucediendo entre ellos era una de las cosas más emocionantes y prometedoras que le habían sucedido en los últimos años, pero también sabía que, si no era cuidadosa, podría permitir que interfiriera con su trabajo.
Le daba la sensación de que él también sabía esto. Ellington estaba poniendo en riesgo lo mismo que ella: reputación, ridículo y desilusión. Aunque últimamente, no estaba segura de que él estuviera muy preocupado por desilusionarse. A medida que le iba conociendo mejor, se convencía más de que Ellington no era la clase de hombre que se acostaba con todas las que podía o que trataba mal a las mujeres, pero también sabía que acababa de terminar un matrimonio fallido y que estaba siendo muy cauteloso con su relación—si así decidían llamarla.
Mackenzie tenía la sensación de que Ellington no sufriría demasiado si terminara la relación que había entre ellos. Y en cuanto a ella… en fin, no estaba segura de cómo se lo podría tomar.
Cuando salió de la ducha y se secó, Ellington estaba allí, en el cuarto de baño. Parecía que hubiera planeado unirse a ella en la ducha y que se le hubiera escapado la oportunidad. Le estaba echando una mirada que mostraba algo de su malicia habitual pero también algo concreto y estoico—algo que Mackenzie había empezado a pensar que era su “cara de trabajo”.
“¿Sí?”, preguntó, juguetona.
“Mañana…no es que quiera hacerlo, pero quizá sea mejor que nos separemos. Que uno de nosotros vaya a Treston mientras el otro se queda aquí y trabaja con el departamento de policía local y el forense”.
Ella sonrió, cayendo en la cuenta de lo sincronizados que podían estar de vez en cuando. “Estaba pensando lo mismo”.
“¿Tienes alguna preferencia?”, le preguntó Ellington.
“La verdad es que no. Me quedaré con Lynchburg y Treston. No me importa conducir”.
Pensó que él se lo discutiría, y que querría tomarse un tiempo en la carretera. Sabía que no le gustaba especialmente conducir, y que tampoco le agradaba la idea de que ella estuviera en la carretera a solas.
“Suena bien”, dijo Ellington. “Si podemos terminar el día con nueva información de la residencia en Treston y con la información que obtengamos aquí del forense, quizá podamos concluir este asunto rápidamente como todo el mundo está esperando”.
“Suena genial”, dijo ella. Le plantó un beso en los labios al pasarle de largo.
Un pensamiento le cruzó la mente mientras se dirigía de vuelta a la habitación, una idea que casi le hizo sentir dolor de corazón pero que no podía ser negada.
¿Y si él no siente por mí lo mismo que yo siento por él?
Había estado ligeramente distante la última semana más o menos, y aunque había hecho lo posible por ocultárselo, ella lo había percibido por aquí y por allá.
Quizá él se dé cuenta de lo mucho que esto podría afectar nuestro trabajo.
Era una buena razón—una razón en la que ella misma pensaba a menudo. No obstante, no podía preocuparse de eso en este momento. Con un informe forense a punto de ser entregado en cualquier momento, este caso tenía el potencial de ponerse en marcha bastante deprisa. Y sabía que, si su mente estaba ocupada con pensamientos sobre Ellington y sobre lo que significaban el uno para el otro, podría pasarle de largo por completo.
Cuando tomaron sus caminos diferentes a la mañana siguiente, Mackenzie se sorprendió al notar que Ellington parecía especialmente triste al respecto. Le abrazó un poco más de lo habitual en la habitación de motel y pareció bastante deprimido cuando ella le dejó en el departamento de policía de Stateton. Tras hacer un gesto de despedida a través del parabrisas cuando él entró al recinto, Mackenzie regresó a la carretera principal, donde le esperaba un trayecto de dos horas y media en coche.
Como estaba en el bosque, la señal del teléfono móvil iba y venía. No consiguió telefonear al segundo sospechoso potencial de Jones, Robbie Huston, hasta que estuvo como a unas diez millas de distancia de los límites de la ciudad de Stateton. Cuando por fin consiguió realizar la llamada, él respondió al segundo tono.
“¿Hola?”.
“¿Estoy hablando con Robbie Huston?”, le preguntó Mackenzie.
“Así es. ¿Quién lo pregunta?”.
“Soy la agente Mackenzie White del FBI. Me preguntaba si tendrías tiempo de charlar un rato hoy por la mañana”.
“Mmm… ¿puedo preguntar sobre qué?”.
Su confusión y su sorpresa eran auténticas. Podía decirlo incluso solo con hablar por teléfono.
“Sobre un residente en la Residencia Wakeman para Invidentes que creo que conoces. No puedo decir nada más por teléfono. Si pudieras concederme solo cinco o diez minutos de tu tiempo, lo agradecería. Pasaré por Lynchburg como en una hora”.
“Claro”, dijo él. “Trabajo desde casa, así que puede pasarse cuando quiera por mi apartamento”.
Terminó la llamada después de conseguir su dirección. Conectó el teléfono con su GPS y se sintió aliviada al comprobar que, para llegar hasta su apartamento, solo tendría que añadir veinte minutos al viaje en coche.
De camino a Lynchburg, observó que estaba demasiado distraída por los hechos del caso que tenía entre manos, abrumada por los cientos de preguntas por responder que rodeaban el antiguo caso de su padre y la muerte reciente que lo había vuelto a sacar todo a la luz. Por alguna razón, la misma gente que había matado a su padre también había matado a alguien más de un modo muy similar.
Y una vez más, habían dejado una enigmática tarjeta de visita al marcharse. La pregunta era: ¿por qué?
Se había pasado semanas enteras intentando resolverlo. Quizá simplemente el asesino era presuntuoso. O quizá las tarjetas tenían la misión de guiar a los investigadores a otra cosa… como en un juego retorcido del gato y el ratón. Sabía que Kirk Peterson seguía en el caso—un detective humilde y comprometido de Nebraska a quien no conocía lo suficiente como para confiar en él completamente. Aun así, el hecho de que alguien estuviera manteniendo el rastro lo más fresco posible le resultaba reconfortante. Le hacía sentir que puede que el rompecabezas estuviera casi cerrado para ella pero que alguien había sacado una pieza de la mesa y la estaba conservando, decidido a ponerla de nuevo en el último momento.
No se había sentido así de derrotada por nada en toda su vida. Ya no era cuestión de si podía llevar al asesino de su padre ante la justicia, sino de enterrar de una vez un misterio de varias décadas de antigüedad. Con su mente ocupada en todo ello, empezó a sonar su teléfono. Vio el número del alguacil en la pantalla, y respondió esperando que le diera alguna pista para el caso que tenía entre manos.
“Buenas, agente White”, dijo el alguacil Clarke al otro lado de la línea. “Mira, ya sabes que la cobertura en Stateton es una mierda. Tengo aquí al agente Ellington, que quiere hablar contigo un momento. Su móvil no conseguía realizar la llamada”.
Escuchó cómo movía el teléfono al otro lado para pasárselo a Ellington. “Entonces”, dijo. “¿Ya te sientes perdida sin mí?”.
“A duras penas”, dijo ella. “Voy a reunirme con Robbie Huston en poco más de una hora”.
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