“Al menos tuviste la oportunidad de arreglar las cosas,” dijo Mackenzie.
“Cierto,” dijo él.
“¿Alguna vez te casaste? ¿Tienes hijos?”
“Estuve casado siete años. Tengo dos hijas de aquello. Una de ellas está en la universidad en Texas en este momento. La otra está en alguna parte de California. Me dejó de hablar hace diez años, en el momento que salió de la secundaria, se quedó embarazada y se comprometió con un chico de veintiséis años.”
Ella asintió, sintiendo que la conversación se había puesto demasiado incómoda como para continuar. Era raro que él se estuviera abriendo de tal manera con ella, pero lo apreciaba. Sin embargo, algo de lo que le había dicho tenía sentido. Bryers era un hombre bastante solitario, y eso encajaba con la tensa relación que había mantenido con sus padres.
No obstante, la información sobre las dos hijas con las que raramente hablaba—eso había sido una enorme revelación. En cierto modo, eso venía a encajar con el hecho de que se abriera de esa manera con ella y de que pareciera disfrutar trabajando con ella.
Llenaron las dos horas siguientes con una escasa conversación, principalmente sobre el caso entre manos y el tiempo que Mackenzie había pasado en la academia. Era agradable tener a alguien con el que hablar de esas cosas y le hizo sentir un tanto culpable por haberle parado los pies cuando le había preguntado por su padre.
Pasaron otra hora y quince minutos antes de que Mackenzie comenzara a ver las señales anunciando la salida para Strasburg. Mackenzie podía prácticamente palpar como el aire dentro del coche cambiaba cuando ellos cambiaron de marcha, concluyendo con los asuntos personales para concentrarse solamente en el trabajo que tenían entre manos.
Seis minutos después, Bryers giró el sedán hacia la salida a Strasburg. Cuando entraron a la ciudad, Mackenzie sintió como se tensaba su cuerpo. Era una tensión buena—la misma clase de tensión que había sentido cuando entraba al aparcamiento antes de la graduación con el arma de perdigones de pintura en la mano.
Ya había llegado. No solo a Strasburg, sino a una etapa de su vida con la que había estado soñando desde que había aceptado su primer trabajo degradante de escritorio en Nebraska antes de que le dieran una oportunidad de verdad.
Dios mío, pensó. ¿Y eso fue hace tan solo cinco años y medio?”
Sí, así era. Y ahora que la estaban conduciendo literalmente hacia la realización de todos esos sueños, los cinco años que separaban el trabajo de escritorio del momento actual en el asiento del copiloto del coche de Bryers parecían una barricada que separaba esos dos lados de sí misma. Y por lo que a Mackenzie concernía, eso estaba muy bien.
Su pasado no había hecho más que detenerla, y ahora que por fin parecía haberlo superado, le alegraba poder dejarlo atrás, muerto y en descomposición.
Vio la señal para el Parque Estatal Little Hill, y mientras él detenía el coche, su corazón se aceleró. Aquí estaba. Su primer caso como agente oficial del FBI. Era consciente de que todas las miradas estaban sobre ella.
Había llegado su hora.
Cuando Mackenzie se apeó del coche en el aparcamiento del Parque Estatal Little Hill, se preparó mentalmente, sintiendo de inmediato la tensión del asesinato en el ambiente. No entendía por qué podía sentirlo, pero así era. Era una especie de sexto sentido que ella tenía que a veces deseaba no tener. Ningún otro compañero de trabajo con el que había coincidido parecía tenerlo.
En cierto modo, pensaba que tenían suerte. Era una suerte, pero también una maldición.
Atravesaron el aparcamiento, dirigiéndose hacia el centro para visitantes. A pesar de que el otoño todavía no había envuelto a Virginia, estaba haciéndose sentir con cierto adelanto. Las hojas que les rodeaban empezaban a amarillear, mostrando una gama de rojos, amarillos y dorados. Había una cabina de seguridad detrás del centro, y una mujer de aspecto aburrido les saludó desde la cabina con la mano.
El centro para visitantes era como mucho una trampa para turistas sin ningún atractivo. Unas cuantas hileras de ropa exhibían camisetas y botellas de agua. Una baldita en el lado derecho contenía mapas de la zona y unos cuantos folletos con consejos para la pesca. En medio de todo ello, había una sola anciana, que había pasado la edad de jubilación, sonriéndoles desde el otro lado del mostrador.
“¿Son del FBI, no es cierto?” preguntó la mujer.
“Así es,” dijo Mackenzie.
La mujer asintió rápidamente y tomó el teléfono fijo que había detrás del mostrador. Marcó un número que copió de un trozo de papel junto al teléfono. Mientras esperaba, Mackenzie se dio la vuelta y Bryers le siguió.
“¿Dices que no has hablado directamente con el departamento de policía de Strasburg, ¿no es cierto?” preguntó ella.
Bryers sacudió la cabeza.
“¿Llegamos como amigos o como un obstáculo?”
“Supongo que tendremos que verlo.”
Mackenzie asintió mientras se daban la vuelta para volver al mostrador. La mujer acababa de colgar el teléfono y les estaba mirando de nuevo.
“El Sheriff Clements estará aquí en unos diez minutos. Quiere que os encontréis con él en la cabina del guarda que hay fuera.”
Salieron a la calle y se dirigieron a la cabina del guarda. De nuevo, Mackenzie se sintió casi hipnotizada por los colores que reverberaban en los árboles. Caminaba despacio, admirándolo todo.
“¿Eh, White?” dijo Bryers. “¿Te encuentras bien?”
“Sí, ¿por qué lo preguntas?”
“Estás temblando. Un poco pálida. Como agente experimentado del FBI, mi corazonada es que estás nerviosa—muy nerviosa.”
Ella apretó sus manos con fuerza, consciente del ligero temblor en ellas. Sí, claro que estaba nerviosa pero esperaba estar ocultándolo. Por lo visto, no lo estaba haciendo demasiado bien.
“Mira, ahora todo va en serio. Puedes estar nerviosa, pero trabaja con ello. No te pelees o lo escondas. Ya sé que no suena nada lógico pero tienes que confiar en lo que te digo.”
Ella asintió, un poco avergonzada.
Continuaron sin decir otra palabra, mientras los colores salvajes de los árboles que les rodeaban parecían asentarse. Mackenzie miró hacia delante a la cabina del guarda, ojeando la barra que colgaba de la cabina y cruzaba la carretera. Por tonto que pudiera parecer, no pudo evitar la sensación de que su futuro le estaba esperando al otro lado de aquella barra y se dio cuenta de que se sentía tan ansiosa como intimidada al cruzarla.
En cuestión de segundos, ambos escucharon el ruido del pequeño motor. Casi de inmediato, un carrito de golf hizo aparición, doblando la curva. Parecía estar yendo a toda velocidad y el hombre al volante estaba prácticamente agazapado sobre él, como si quisiera que el carrito fuera aun más rápido.
El carrito aceleró hacia delante y Mackenzie obtuvo su primer atisbo del hombre que asumió era el Sheriff Clements. Era un tipo duro de cuarenta y tantos años. Tenía la mirada glacial del que ha recibido una mala mano en la vida. Su pelo oscuro estaba empezando a blanquear sobre las sienes y tenía ese tipo de sombra bordeando su rostro que parecía estar siempre allí.
Clements aparcó el carrito, apenas miró al guarda en la cabina, y rodeó la barra para verse con Mackenzie y Bryers.
“Agentes White y Bryers,” dijo Mackenzie, ofreciéndole la mano.
Clements la estrechó de manera pasiva. Hizo lo mismo con Bryers antes de devolver su atención al sendero pavimentado por el que acababa de descender.
“Si les soy sincero,” dijo Clements, “aunque sin duda aprecio el interés del bureau, no estoy tan seguro de que necesitemos su ayuda.”
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