Asintió una vez, su quijada se apretó fuertemente.
“Genial”. Yuri drenó su vaso y se levantó, aun manteniendo metido el codo izquierdo. “Au revoir”. Saludó al bartender. Luego el Serbio guió el camino hacia la parte trasera de Féline, a través de una cocina pequeña y sucia, y salieron por una puerta de acero que daba a un callejón empedrado.
Reid lo siguió en la noche, sorprendido de ver que había oscurecido tan rápido mientras él estaba en el bar. En la boca del callejón había un todoterreno negro, al ralentí, con ventanas teñidas casi tan oscuras como el trabajo de pintura. La puerta trasera se abrió antes de que Yuri la alcanzara, y dos matones salieron. Reid no supo que más pensar de ellos; cada uno era de hombros anchos, imponentes y sin tratar de ocultar las pistolas automáticas TEC-9 que se balanceaban de los arneses en sus axilas.
“Relájense, amigos míos”, dijo Yuri. “Este es Ben. Lo llevaremos a ver a Otets”.
Otets. Ruso fonético para “padre”. O, en el nivel más técnico, “creador”.
“Ven”, dijo Yuri agradablemente. Dio una palmada en el hombro de Reid. “Es un paseo muy agradable. Beberemos champagne en el camino. Ven”.
Las piernas de Reid no querían funcionar. Era arriesgado — muy arriesgado. Si iba en el carro con estos hombres y ellos descubrían quiera era él, o incluso que no era quien dijo que era, bien podría ser un hombre muerto. Sus hijas serían huérfanas y probablemente nunca sabrían que fue de él.
¿Pero qué otra opción tenía? No podía actuar muy bien como si hubiera cambiado de opinión repentinamente; eso sería demasiado sospechoso. Era probable que ya hubiera dado dos pasos más allá del punto de no retorno simplemente al seguir a Yuri hasta afuera. Y si quería mantenerse la farsa lo suficiente, él podría encontrar la fuente — y descubrir que estaba sucediendo en su propia cabeza.
Dió un paso adelante hacia el todoterreno.
“¡Ah! Un momento, por favor”, Yuri agitó un dedo a sus musculosos escoltas. Uno de ellos forzó los brazos de Reid a sus costados, mientras que el otro lo revisó. Primero él encontró la Beretta, metida en la parte trasera de sus jeans. Luego hurgó en los bolsillos de Reid con dos dedos, sacó el fajo de euros y el teléfono desechable, y le entregó los tres a Yuri.
“Esto te lo puedes quedar”, el Serbio le devolvió el dinero. “Estos, sin embargo, nos aferraremos a ellos. Seguridad. Tú entiendes”. Yuri metió el celular y la pistola en el bolsillo interior de su chaqueta de gamuza, y por un breve momento, Reid vió la empuñadura marrón de una pistola.
“Entiendo”, dijo Reid. Ahora estaba desarmado y sin ninguna forma de pedir ayuda si lo necesitaba. Debería correr, él pensó. Sólo comienza a correr y no mires atrás…
Uno de los matones forzó su cabeza baja y la empujó hacia adelante, dentro de la parte trasera del todoterreno. Ambos entraron luego de él y Yuri los siguió, tirando la puerta detrás de él. Se sentó junto a Reid, mientras que los matones encorvados, casi hombro con hombro, se sentaron en un asiento orientado hacia atrás opuesto a ellos, justo detrás del conductor. Una partición de color oscuro los separaba del asiento delantero del auto.
Uno del par tocó la partición del conductor con dos nudillos. “Otets”, dijo bruscamente.
Un pesado y revelador clic cerró las puertas traseras, y con ello llegó la compresión de que lo Reid había hecho. Se había metido en un carro con tres hombres armados sin idea a donde iba y con muy poca idea de quién se suponía que era. Engañar a Yuri no había sido del todo difícil, pero ahora estaba siendo llevado a algún jefe… ¿acaso ellos sabían que él no era quién decía que era? Luchó contra el impulso de saltar hacia adelante, abrir la puerta y salir del auto. No había escape de esto, al menos no por el momento; tendría que esperar hasta que llegaran a su destino y esperar que pudiera salir en una pieza.
El todoterreno rodó hacia adelante por las calles de París.
Yuri, quién había sido muy hablador y animado en el bar Francés, estuvo inusualmente silencioso durante el paseo en automóvil. Abrió un compartimiento junto a su asiento y sacó un libro muy gastado con una tapa desgarrada — El Príncipe Maquiavelo. El profesor en Reid quería burlarse en voz alta.
Ambos matones se sentaron silenciosamente en frente de él, con los ojos dirigidos hacia adelante como si trataran de mirar agujeros a través de Reid. Él rápidamente memorizó sus características: El hombre en su izquierda era calvo, blanco, con un oscuro bigote de manubrio y ojos pequeños y brillantes. Tenía una TEC-9 debajo de su hombro y una Glock 27 metida en una funda de tobillo. Una cicatriz pálida dentada sobre su pestaña izquierda sugería un mal trabajo de parche (no del todo diferente de lo que Reid tenía que hacer una vez que su intervención de súper pegamento se curara). No podía sabe la nacionalidad del hombre.
El segundo matón era unos tonos más oscuro, con una barba descuidada, llena y una considerable panza. Su hombro izquierdo parecía estar ligeramente hundido, como si estuviese favoreciendo su cadera opuesta. Él también tenía una pistola automática medida en un brazo, pero ninguna otra arma que Reid pudiera notar.
El pudo, sin embargo, ver la marca en su cuello. La piel de ahí estaba arrugada y rosada, levantada ligeramente por ser quemada. Era la misma marca que había visto en el bruto Árabe en el sótano de París. Un glifo de algún tipo, estaba seguro, pero ninguno que reconociera. El hombre con el mostacho no parecía tener una, aunque su cuello estaba oculto mayormente por su camisa.
Yuri no tenía una marca tampoco — al menos no una que Reid pudiera ver. El cuello de la chaqueta de gamuza del Serbio surcaba alto. Podría ser un símbolo de estatus, pensó. Algo que debía ser ganado.
El conductor guió el vehículo a la A4, dejando atrás París y dirigiéndose al noreste hacia Reims. Las ventanas teñidas hicieron la noche toda más oscura; una vez dejaron la Ciudad de las Luces, a Reid le resultó difícil distinguir puntos de referencia. Tenía que confiar en los letreros y señales para saber a dónde se estaban dirigiendo. El paisaje cambio lentamente de un brillo urbano local a una topografía vaga y buhólica, la carretera con una pendiente suave, con la disposición de la tierra y las granjas que se extendían en ambos lados.
Después de una hora de manejo en completo silencio, Reid aclaró su garganta. “¿Está mucho más lejos?” preguntó.
Yuri puso un dedo en sus labios y luego sonrió. “Oui”.
Las fosas nasales de Reid se ensancharon, pero no dijo nada más. Él debió preguntar qué tan lejos lo llevarían; por todo lo que sabía, iban claramente a Bélgica.
La ruta A4 se volvió A334, que a su vez se convirtió en A304 mientras subían cada vez más al norte. Los arboles que marcaban el campo pastoral se hacían más gruesos y cercanos, abetos anchos como paraguas que tragaban las tierras de cultivo abiertas y se convertían en bosques indistinguibles. La inclinación del camino incrementó a medida que las colinas inclinadas se convirtieron en pequeñas montañas.
Él conocía este lugar. Mejor dicho, conocía la región y no por ninguna visión destellante o memoria implantada. Nunca había estado aquí, pero lo sabía por sus estudios que había llegado a las Ardenas, un estrecho montañoso boscoso compartido entre el noreste de Francia, el sur de Bélgica y el noreste de Luxemburgo. Fue en las Ardenas donde el ejército Alemán, en 1944, trató de lanzar sus divisiones armadas a través de la región densamente forestada en un intento de capturar la ciudad de Amberes. Fueron frustrados por fuerzas Estadounidenses y Británicas cerca del río Mosa. El conflicto que siguió fue apodado la Batalla del Bulge, y fue la última gran ofensiva de los Alemanes en la Segunda Guerra Mundial.
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