Corro a toda velocidad, dejando el ciervo, salgo volando por los bosques, más allá de la cabaña, colina abajo. No puedo ir lo suficientemente rápido. Pienso en Bree, sentada allí, sola en la casa, mientras los motores se hacen más y más fuertes. Trato de aumentar mi velocidad, corriendo hacia abajo de la nevada pendiente, tropezándome, con mi corazón latiendo con fuerza en la garganta.
Corro tan rápido que caigo de bruces, raspándome la rodilla y el codo, y haciendo que el viento me dejara sin aire. Lucho por volver a levantarme, notando la sangre en mi rodilla y brazo, pero no hago caso. Me obligo a correr de nuevo, y hago un esfuerzo máximo.
Resbalando y deslizándome, llego por fin a una meseta, y desde aquí, puedo ver todo el camino de la montaña a nuestra casa. Mi corazón salta en mi garganta: hay huellas claras de un auto en la nieve, que van directamente a nuestra casa. Nuestra puerta de entrada está abierta. Y lo más inquietante de todo, es que yo no oigo los ladridos de Sasha.
Corro, más y más abajo, y al hacerlo, echo un buen vistazo a los dos vehículos estacionados afuera de nuestra casa: son los coches de los tratantes de esclavos. Todo en negro, achaparrados, parecen muscle cars (coches músculo) que consumen esteroides, con enormes neumáticos y rejas en todas las ventanas. Estampado en el capó está el emblema de Arena Uno, evidente, incluso desde aquí – es un diamante con un chacal al centro. Ellos están aquí para alimentar al estadio.
Corro más abajo de la colina. Necesito ser más ligera. Meto la mano en mi bolsillo, saco los tarros de mermelada y les tiro al suelo. Oigo que el vidrio se rompe detrás de mí, pero no me importa. Ya nada importa más ahora.
Estoy apenas a unos noventa metros de distancia cuando veo que encienden los vehículos, comienzan a salir de mi casa. Se dirigen hacia el sinuoso camino rural. Quiero echar a llorar cuando me doy cuenta lo que ha sucedido.
Treinta segundos más tarde llego a la casa, y corro por delante de ella, hacia la carretera, con la esperanza de atraparlos. Ya sé que la casa está vacía.
Llego demasiado tarde. Las huellas de los neumáticos lo dicen todo. Cuando miro hacia abajo de la montaña, puedo verlos, a media milla de distancia y van ganando velocidad. No hay manera de que pueda atraparlos a pie.
Corro de nuevo a la casa, por si acaso, por si hay alguna remota posibilidad, de que Bree haya logrado ocultarse o por si la dejaron. Aparezco en la puerta principal abierta, y al hacerlo, me horroriza lo que veo frente a mí: hay sangre por todas partes. En el suelo está un tratante de esclavos muerto, vestido con su uniforme negro, la sangre brota de su garganta. Junto a él se encuentra Sasha, a su lado, muerta. La sangre sale de su costado, por lo que parece ser una herida de bala. Sus dientes aún están incrustados en la garganta del cadáver. Está claro lo que pasó: Sasha debió haber tratado de proteger a Bree, arremetiendo contra el hombre al entrar en la casa y alojando sus dientes en el cuello. Los otros deben haberle disparado a ella. Pero aun así, ella no lo soltó.
Corro por la casa, habitación tras habitación, gritando el nombre de Bree, escuchando mi voz desesperada. Ya no es una voz que reconozco: es la voz de una persona loca.
Pero cada puerta está abierta, y todo está vacío.
Los tratantes de esclavos se han llevado a mi hermana.
Me quedo ahí, en la sala de estar de la casa de mi padre, petrificada. Por un lado, siempre había temido que este día llegara, sin embargo ahora, me cuesta trabajo creerlo. Me siento abrumada por la culpa. ¿Acaso haber encendido la chimenea anoche nos delató? ¿Vieron el humo? ¿Por qué no pude haber sido más cautelosa?
También me odio a mí misma por dejar sola a Bree esta mañana -- sobre todo después de que las dos habíamos tenido tanto esas pesadillas. Veo su cara, llorando, rogándome no abandonarla. ¿Por qué no la escuché? ¿Confié en mis propios instintos? En retrospectiva, no puedo evitar sentir que papá realmente me lo advirtió. ¿Por qué no le hice caso?
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