—¡Te mataré! —bramó el guardia y lo más que podía decir Angelica sobre ello era que sus palabras salían ligeramente arrastradas. ¿Se estaba debilitando su agarre? ¿La presión que la empujaba hacia atrás era algo menos?
La reclinó tanto que podía ver el suelo por debajo de ella y una diseminación de sirvientes y nobles. Un segundo más y estaría cayendo, para estrellarse contra los adoquines del patio y hacerse añicos tan seguramente como una copa caída.
En ese instante, Angelica sintió que el agarre del guardia se debilitaba. No mucho, pero lo suficiente para que ella se girara y escapara de él, poniéndolo de espaldas al cielo vacío.
—Deberías haber cogido el dinero —dijo ella, y cargó hacia delante, empujando con toda su fuerza. El guardia se balanceó en el borde durante un segundo y, a continuación, cayó hacia atrás, agitando los brazos en el aire.
No solo en el aire. Consiguió cogerla con uno y Angelica vio cómo la tiraba hacia delante, hacia el borde y más allá de él. Ella chillaba y se agarraba a cualquier cosa que podía encontrar. Con los dedos encontró un trozo de cantería, perdieron su agarre y lo encontraron de nuevo mientras el guardia continuaba cayendo por debajo de ella. Angelica miró hacia abajo el tiempo suficiente para seguir su caída hasta el suelo. Sintió un breve momento de satisfacción cuando él chocó, rápidamente sustituido por el horror que venía de estar colgando del lado del castillo.
Angelica escarbaba en busca de asideros, intentando encontrar algo más a lo que sujetarse. Sus pies colgaron en el aire por un momento y después consiguieron encontrar un apoyo en los irregulares lados de un escudo heráldico de piedra trabajada. Angelica se dio cuenta con una ligera diversión de que era el escudo real, pero tampoco pudo evitar sentir alivio ante el hecho de que estaba allí. Sin él, sin duda ahora estaría tan muerta como la Viuda deseaba que estuviera.
Subir de nuevo al tejado parecía que no terminaba nunca, los músculos de Angelica quemaban por el esfuerzo inesperado. Ahora oía gritos abajo, mientras la gente empezaba a reunirse alrededor del guardia caído. Sin duda, algunos mirarían hacia arriba y la verían volver al tejado, desplomarse y tumbarse allí, respirando con dificultad.
—Levántate —se dijo a sí misma—. Estás muerta si te quedas aquí. ¡Levántate!
Se obligó a ponerse de pie e intentar pensar. La Viuda había intentado matarla. La cosa evidente que hacer era escapar, pues ¿quién podía alzarse en contra de la Viuda? Necesitaba encontrar una salida de palacio, quizás llegar a los muelles y partir hacia las tierras de su familia en el extranjero. Eso o escabullirse a través de una de las rutas más pequeñas de la ciudad, evitando a los vigilantes que habían establecido y dirigiéndose hacia el campo. Su familia era poderosa, con la clase de amigos que podrían alzar preguntas sobre esto en la Asamblea de los Nobles, que…
—Harán lo que les diga la Viuda —se dijo Angelica a sí misma. Si es que actuaban, sería tan lentamente que sin duda la asesinarían mientras tanto. Lo mejor que podía esperar era correr y seguir corriendo, sin estar nunca a salvo, sin estar en el centro de las cosas de nuevo. Esta era una solución inaceptable para todo esto.
Lo que la llevó de vuelta a su anterior pregunta: ¿quién podía alzarse en contra de la Viuda?
Angelica se sacó el polvo con cuidado, se arregló el pelo tan bien como pudo y asintió para sí misma. Este plan era… peligroso, sí. Desagradable, casi con seguridad. Pero era la mejor oportunidad que tenía.
Mientras la gente gritaba allá abajo, echó a correr a través del palacio.
Los ojos de Sebastián empezaban a acostumbrarse a la cercana oscuridad de su celda, a la humedad, incluso al hedor. Empezaba a adaptarse al ligero borboteo del agua en algún lugar a lo lejos y al ruido de la gente yendo y viniendo más allá. Seguramente eso era una mala señal. Existían algunos lugares a los que nadie debería acostumbrarse.
La celda era pequeña, poco más de un metro por cada lado, con barras de hierro en la parte delantera, atadas con una cerradura sólida. Esta no era la prisión refinada de una torre, donde la familia de un hombre podía pagar su mantenimiento con clase hasta que, finalmente, le llegara el momento de perder la cabeza. Era la clase de lugar donde arrojaban a un hombre para que el mundo se olvidara de él.
—Y si se olvidan de mí —susurró Sebastián—, Ruperto consigue la corona.
Debía tratarse de eso. Sebastián no tenía ninguna duda de esa parte. Si su hermano lo hacía desaparecer, si hacía que pareciera que Sebastián había escapado para no regresar, entonces Ruperto se convertiría en el heredero al trono por sistema. El hecho de que todavía no hubiera matado a Sebastián daba a entender que podría ser suficiente para él; que podría soltar a Sebastián una vez tuviera lo que quería.
—O simplemente podría significar que quiere tomarse su tiempo para matarme —dijo Sebastián.
En este momento, no oía otras voces en la cercana oscuridad, aunque de vez en cuando llegaban de más lejos. Sebastián sospechaba que allá abajo había otras celdas, tal vez otros prisioneros. Donde fuera que estaba. Realmente esa era una pregunta en la que merecía la pena pensar. Si estaban en algún lugar bajo palacio, entonces existía la posibilidad de que Sebastián pudiera llamar suficientemente la atención para conseguir ayuda. Si estaban en algún otro lugar de la ciudad… bueno, dependería de dónde estuvieran, pero Sebastián encontraría un modo de conseguir ayuda.
Intentaba pensar en el viaje que habían hecho para llegar allí, pero era imposible decirlo con seguridad. Ahora imaginaba que no era el palacio. Ni tan solo Ruperto sería tan arrogante como para guardar a Sebastián allí. Su hermano, su familia, tenían dinero suficiente como para haber podido comprar otra propiedad en la ciudad. Una casa extra guardada para amoríos y negocios turbios.
—Seguramente para ambas cosas —dijo Sebastián.
—Tú, cállate—dijo una voz. Una silueta salió de la oscuridad: un hombre anodino que actuaba como uno de sus carceleros. El hombre solo bajaba un par de veces al día, para traer agua salobre y pan duro. Ahora, hacía repiquetear un garrote de madera contra las barras de la celda de Sebastián, haciendo que él se sobresaltara por el repentino ruido tras tanto tiempo en silencio.
—Tú sabes quién soy yo —dijo Sebastián—. Soy el hermano de Ruperto, el hijo menor de la Viuda. Se cogió con fuerza a las barras—. Ella matará a cualquiera que esté involucrado en hacer daño a sus hijos. Tú lo sabes, no eres idiota. Tu única oportunidad de sobrevivir ahora mismo es ser el que me suelta.
A Sebastián no le gustaba amenazar. Era el tipo de cosa que podría haber hecho su hermano, pero también no era más que la verdad. Su madre destrozaría Ashton buscándolo si pensara que se lo habían llevado y, cuando lo encontrara, cualquiera que le hubiera hecho daño moriría por ello. Cuando se trataba de su familia, su madre era una monarca todo lo cruel e implacable que la gente pensaba.
—Eso solo importa si lo descubre —dijo el guardia, aplastando las manos de Sebastián con el garrote casi con indiferencia. Sebastián hizo una mueca de dolor, pero consiguió hacerse con el garrote y tirar del hombre para que se acercara, llevando las manos a su cinturón.
No fue una buena estrategia. Al fin y al cabo, el hombre iba armado y Sebastián estaba atrapado en una celda reducida, sin la capacidad de sortearlo o evitarlo. El guardia le golpeó con su mano libre y, después, le clavó su garrote en la barriga. Sebastián sentía que se le escapaba el aire a toda prisa. Cayó sobre sus rodillas.
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