—Son las mismas. Nada puede reprocharse a su traductor.
—¡Lo sabía! –interrumpe Corsino–. He ganado la apuesta.
—Se trata además de un fragmento muy afortunado por parte del señor Meyerbeer, uno de los más afortunados en este valle de lágrimas. Verdaderamente, hay que reconocer que hay poca diferencia entre los juegos teatrales y los juegos de azar. Las más sabias combinaciones no sirven para nada cuando se trata de triunfar. Se gana cuando no se pierde y se pierde cuando no se gana. Estas dos razones son las únicas con las que pueden explicarse el fracaso y el éxito. Suerte, fortuna y azar son palabras de las que nos servimos para designar la causa desconocida y que jamás conoceremos. Pero esta suerte, este azar, esta Fortuna propicia o desfavorable (así la denomina ingenuamente Bertram en Robert le diable) parece, no obstante, acompañar a ciertos jugadores, a ciertos autores, con una obstinación increíble. Tal compositor, por ejemplo, ha analizado el juego durante diez años, ha contabilizado todas las series de rojo y de negro, ha resistido prudentemente todas las trampas ordinarias del azar, a todas las tentaciones que se le han ofrecido. Entonces, cuando un buen día ve salir treinta veces seguidas el negro, se dice:
—Es mi día de suerte. Todas las óperas representadas desde hace tiempo han fracasado. El público necesita un éxito y mi partitura está escrita precisamente en el estilo contrario al de todas ellas. Apuesto al rojo. La ruleta gira, el negro vuelve a salir por vez trigésimo primera y la obra fracasa. Estas cosas suceden incluso a gentes cuya profesión es la de escribir vulgaridades, profesión lucrativa y de éxito en todos los países. Por otro lado, los locos caprichos de la ciega diosa son tales que es posible ver triunfar magníficas obras maestras, concepciones grandiosas, originales y audaces casi sin esfuerzo.
De este modo, en los últimos diez años hemos visto en la Ópera de París un número considerable de obras mediocres que sólo obtuvieron un éxito mediocre, así como otras, absolutamente nulas, cuyo éxito fue igualmente nulo. El profeta [2], sin embargo, que había esperado unos doce, trece o catorce años para escoger su baza en la ruleta (nunca antes la serie de óperas fracasadas había sido tan larga), se arriesgó a marcar su trigésimo primer negro, hizo el mismo cálculo que el pobre diablo del que hablaba hace un momento, con la diferencia de que El profeta apostó al rojo ¡y ganó! La verdad es que el autor de este Profeta no sólo tiene la suerte de tener talento, sino también el talento de atraer la suerte. Consigue el éxito tanto en cosas pequeñas como en las grandes, con gran inspiración, con acierto en las combinaciones sonoras y también cuando se equivoca, como cuando compuso Robert le diable. Cuando estaba componiendo el primer acto de su célebre partitura, al llegar a la escena en la que Robert juega a los dados con los jóvenes nobles sicilianos, pasó por alto una s, que debía de estar mal escrita en el manuscrito del señor Scribe [3], autor del libreto. En consecuencia, en el momento en que el jugador, exasperado por las pérdidas anteriores, se apuesta sus caballos y su armadura, el compositor interpreta como respuesta de los oponentes de Robert la expresión ¡lo tenemos!, en lugar de ¡los tenemos!, dando así a las palabras de los sicilianos un aire misterioso y burlón más propio de bribonzuelos que ríen impacientes ante el buen botín que van a hacer al desplumar a un pardillo. Cuando más tarde, el señor Scribe, presente en los primeros ensayos de la puesta en escena, escuchó al coro cantar en voz baja y acentuando cada sílaba este cómico contrasentido: «¡Lo-te-ne-mos! ¡Lo-te-ne-mos!», tras la apuesta de Robert, se cuenta que gritó:
—¿Qué es esto? Mis caballeros tienen la apuesta, pero no a Robert. Los dados no están trucados hasta ese punto. Son caballeros, no jugadores de tugurio. Hay que corregir… esta… pero… un momento… ¡Caramba!... Ahora que lo pienso… No… dejemos el error. ¡Contribuye al efecto dramático! Sí, «Lo tenemos», la idea es divertida, excelente. La gente sensible se enternecerá y dirá:
—¡Pobre Robert! ¡Desvalijadores miserables! Se entienden como uña y carne. Le van a dejar sin nada.
La s no volvió a ser introducida y los caballeros sicilianos permanecen caracterizados como bribones. El contrasentido produce un efecto loco, pero exitoso. Así pues, he ahí nuestros caballeros, deshonrados a la vista de toda Europa, porque el señor Meyerbeer es algo corto de vista.
Otra prueba de que no hay más que felicidad e infelicidad en todo lo que concierne, de cerca o de lejos, al teatro.
Lo mejor del asunto es que el señor Scribe, celoso como un tigre cuando se trata de la invención de cualquier broma afortunada para hacer en público, no ha querido ceder a su colaborador el mérito de este hallazgo, que él ha adoptado borrando la s de su manuscrito y que podemos leer en el libreto impreso de Robert le diable: ese «¡Lo tenemos!» que tanto gusta al público, en lugar de «¡Los tenemos!», más propio del sentido común…
[1]Óperas de Meyerbeer y Bellini, respectivamente. Presentamos los títulos en su forma original, sin traducir (Roberto el diablo, Los puritanos), por ser la costumbre más extendida en estas dos óperas, al contrario que en El cazador furtivo, que tradicionalmente se traduce al castellano.
[2]Ópera de Meyerbeer.
[3]Agustin Eugène Scribe (1791-1861), miembro de la Academia Francesa, como Berlioz, tuvo con éste una relación complicada, fundamentalmente por el proyecto frustrado de la composición de una ópera de ambiente gótico, La nonna sanglante, en 1847.
Sexta tertulia
Estudio astronómico, revolución del tenor alrededor del público. Contrariedad de Kleiner el menor
Hoy representan una ópera alemana moderna muy aburrida.
Conversación general.
—¡Por Dios santo! –grita Kleiner el menor al entrar al foso–. ¿Cómo soportar semejantes contrariedades? ¿Acaso no es bastante intentar sobrevivir a esta ópera, como para que además nos la cante este infernal tenor? ¡Qué voz! ¡Qué estilo! ¡Qué falta de musicalidad y qué pretensiones!
—¡Calla, misántropo! –replica Dervinck, el primer oboe–. Acabarás siendo tan bruto como tu hermano, puesto que coincidís en gustos y en ideas. ¿Acaso no sabes que un tenor es un ser aparte, que ostenta derecho sobre la vida y la muerte de las obras que canta, sobre los compositores y, en consecuencia, sobre nosotros (¡pobres diablos!), los músicos? No es un habitante del mundo, es un mundo en sí. Más aún, los diletantes [1]lo tienen divinizado y él se tiene por un dios hasta el extremo de que habla en todo momento de sus creaciones. Tengo en este librito que acabo de recibir de París la explicación de cómo dicho astro luminoso realiza su revolución alrededor del público. Tú, que andas siempre estudiando el Cosmos de Humboldt, comprenderás bien este fenómeno.
—Léenoslo, Kleiner –dicen casi todos los músicos–. Si lo lees bien, te invitamos a una crema bávara.
—¿En serio?
—En serio.
—Entonces allá va.
EL MOVIMIENTO DE TRASLACIÓN DEL TENOR ALREDEDOR DEL PÚBLICO. ANTES DEL AMANECER
El futuro gran tenor [2]se encuentra en las manos de un profesor competente, dotado de ciencia, paciencia, sensibilidad y buen gusto, quien, con un método consistente, hace de él un hábil lector a primera vista, un buen armonista, y le inicia en las bellezas de las obras de arte. Le forma, en fin, en el gran estilo del canto. En cuanto ha intuido su innata capacidad para emocionar, el tenor ya aspira al trono. Quiere, a pesar de las recomendaciones de su maestro, debutar y reinar: su voz, no obstante, aún no está formada. Un teatro de segunda fila le abre las puertas. Debuta y es silbado. Indignado por este ultraje, el tenor obtiene permiso para romper su contrato y, con el corazón lleno de desprecio hacia sus compatriotas, parte cuanto antes hacia Italia.
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