Les resulta muy cruel ver cómo la estrella de su fama y fortuna cae irremediablemente sobre el horizonte. ¡Cuán angustiosa es la actuación de su despedida! ¡Cuán abrumado ha de estar el corazón de un gran artista al pisar por última vez la escena y los rincones secretos del teatro del que fue durante mucho tiempo el espíritu protector, el rey y soberano absoluto!
Mientras se arregla en su camerino, se dice:
—Ya no volveré a entrar aquí. Este casco con su brillante penacho, nunca más ornará mi cabeza [8]. Este misterioso joyero no guardará más billetes perfumados de mis bellas admiradoras.
Llaman a la puerta. Es el asistente, que viene a anunciar el comienzo de la obra.
—¡Pobre muchacho! ¡Cuánto has padecido por mi mal carácter! Ya no has de temer más insultos, ni más golpes. No volverás a anunciarme: «Señor, la obertura ha comenzado; señor, se ha alzado el telón; señor, la escena primera ha terminado; señor, a escena; señor, le están esperando». ¡Claro que no! Ahora soy yo quien sólo puede decirte: ¡Santiquet!, borra mi nombre, que aún se lee en esta puerta; ¡Santiquet!, lleva estas flores a Fanny, pero hazlo ahora mismo: mañana ya no las querrá; ¡Santiquet!, bebe este vaso de vino de Madeira y llévate la botella: ya no tendrás que cazar a los niños del coro que me la quieren beber; ¡Santiquet!, guarda en un paquete esas viejas coronas, llévate mi pequeño piano, apaga la lámpara y cierra la puerta. Todo se acabó.
Entre bastidores, el virtuoso camina bajo el peso de estos tristes pensamientos. Allí encuentra al segundo tenor, su enemigo íntimo, su suplente, que llora visiblemente, pero estalla en lágrimas de risa en su interior.
—¡Ah, viejo amigo! –dice el semidiós con una voz doliente–, ¿así que nos abandonas? Todavía te espera un gran triunfo esta noche. Será un momento muy hermoso.
—Sí, para ti –responde el divo con un ademán sombrío. Y volviéndole la espalda–: Delphine –dice a una bonita bailarina a quien ha permitido ser su adoradora–, alcánzame mi bombonera.
—¡Oh! Mi bombonera está vacía –responde la frívola volteándose sobre un pie–. Di todos los caramelos a Víctor.
No obstante, debe reprimir su sufrimiento, su desesperación, su rabia: es preciso sonreír. Hoy debe cantar. El virtuoso sale a escena. Por última vez, representa la obra con la que alcanzó el éxito, el papel que él creó. Dirige una última mirada a los decorados que reflejaron su gloria, sobre los que tantas veces resonaron sus sentimientos de ternura y sus arrebatos de pasión. Contempla el lago en cuya orilla esperaba a Mathilde, en el Grütli, desde donde gritó ¡libertad! bajo el pálido sol que durante tantos años vio alzarse cada noche a las nueve en punto [9]. De buena gana rompería en sollozos, pero es llamado a escena y no debe permitir el más mínimo temblor en su voz ni que los músculos de su rostro muestren más emoción que la que requiere su papel. El público está preparado. Miles de manos están dispuestas a aplaudir al desafortunado ídolo. En el caso de que estas manos permaneciesen inmóviles, ¡oh!, entonces reconocerías que el sufrimiento que acabas de padecer en soledad no es nada comparado con la horrible aflicción causada por la frialdad del público en semejante circunstancia. El público, otrora tu esclavo, hoy tu señor… Por ahora te aplaude, inclínate para saludar… Moriturus salutat.
Verdaderamente, el tenor consigue cantar y, con un esfuerzo sobrehumano, reencontrando tanto su voz como su inspiración juvenil, excita emociones desconocidas hasta entonces. El escenario se cubre de flores como una tumba recién sellada. Con el pálpito de mil sensaciones contrarias, se retira con pasos lentos, pero enseguida es reclamado con una gran ovación. Se le quiere ver por última vez. ¡Qué angustia, dulce y cruel para él, hay en este postrer clamor de entusiasmo! Se le puede perdonar que prolongue un poco este momento. Su gozo, su gloria, su amor, su genio y su vida se estremecen al extinguirse a la vez. Vuelve, pues, pobre gran artista, meteoro brillante en el fin de tu carrera. Sal a escuchar la expresión suprema de nuestra admiración y nuestro afecto por las alegrías que nos has proporcionado durante tanto tiempo. Ven y saboréalo. Alégrate, muéstrate orgulloso. Recordarás este momento siempre… y nosotros lo habremos olvidado mañana. El tenor avanza dubitativo. Su corazón llora… Una sonora aclamación estalla ante su vista. El pueblo bate sus manos, le lanza los calificativos más bellos y cariñosos. El césar le corona. Pero finalmente el telón desciende, como la fría y pesada hoja de la guillotina. Un abismo separa al triunfador de su carro triunfal. Un abismo infranqueable y agrandado por el tiempo. Todo está consumado. El que era dios, ha dejado de serlo.
Noche profunda.
Noche eterna.
—Convendrán conmigo en que, a pesar de que se trata de un retrato algo benévolo, guarda un parecido prodigioso con el dios-cantante –exclama Corsino–. ¿No se indica el nombre del autor?
—No.
—Tiene que ser un músico. El relato es amargo pero cierto. Yo incluso diría que trata de contener su cólera.
—Es el momento de cumplir nuestra promesa con Kleiner-pequeño, que ha hecho bien su trabajo. Se debe haber quedado ronco.
—Sí, y también estoy helado.
—¡Carlo!
—¿Señor?
—Ve a buscar para el señor Kleiner una crema bávara con leche bien caliente.
—Voy corriendo, señor.
(El asistente de la orquesta sale.) Dimski toma la palabra:
—Hay que hacer justicia a los instrumentistas: a pesar de algunas excepciones que se podrían citar, son mucho más fieles que los cantantes, más respetuosos con los compositores, mucho mejores en su trabajo y, en consecuencia, están mucho más cercanos a la verdad. ¿Qué opinaríamos si, en un cuarteto de Beethoven, por ejemplo, el primer violín decidiese desarticular las frases, como hacen los cantantes, o cambiase la disposición rítmica y la acentuación? Opinaríamos que el cuarteto es imposible o absurdo. Y tendríamos razón. Sin embargo, esta parte de violín primero es tocada en todas partes por virtuosos de una reputación y un talento inmensos, que se consideran, en música, hombres soberanamente inteligentes, y que lo son, en efecto, mucho más que todos los dioses del canto. Precisamente por ello se guardan de cometer tales errores.
(El muchacho de la orquesta vuelve:)
—Señores, es demasiado tarde, no quedan bávaras con leche.
Risa general.
(Kleiner, rompiendo el arco de su violonchelo contra el atril:)
—¡Decididamente, hay una maldición especial de contrariedad predestinada a mi familia! ¡Y he destrozado un arco excelente! ¡Nada! Beberé agua, ¡y no se hable más!
Abajo el telón.
Ya nadie se acuerda del tenor. Apenas se aplaudió su último grito. Escena de rabia y desesperación en el postcenio. El semidiós se tira de los pelos. Los músicos, al pasar cerca de él, se encogen de hombros y se alejan.
[1]En el ámbito operístico decimonónico se empleaba el término diletante para designar al aficionado a la ópera cuyo gusto por el espectáculo era sustancialmente superior a sus conocimientos musicales. A pesar de su franco desuso, mantenemos el término original, empleado frecuentemente por Berlioz, al considerarlo mucho más elocuente que los adjetivos actuales equivalentes.
[2]El presente relato está, en parte, basado en la carrera del tenor francés Gilbert Duprez (1806-1896). El profesor en cuyas manos se encuentra el joven tenor es el señor Choron (véanse las referencias a Choron en las notas de las tertulias decimosexta, sobre Paganini, y vigesimoprimera, como maestro de coros; el teatro «de segunda fila» en el que es silbado es el Odeón (1 de octubre de 1825); a instancias de Duponchel, director de la Ópera, debuta en dicho teatro el 17 de abril de 1837.
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