Se llamaba Marescot y su oficio era el de arreglar y publicar todo tipo de música para dos flautas, para una guitarra y, sobre todo, para dos flageolets [4]. Puesto que la música de El cazador furtivo no le pertenecía (todo el mundo sabe que pertenece al autor de los textos y mejoras que debió sufrir para ser una obra digna de aparecer, como Robin de los bosques, en el Odeón [5]), Marescot no se atrevía a practicar su oficio con ella, lo cual suponía un suplicio para él. Tenía una idea, decía, que aplicada a un fragmento concreto de esta ópera, le podría proporcionar una fortuna. Yo me encontraba con este practicante en todas partes y, no sé por qué, me había tomado afecto. Nuestros gustos musicales no eran precisamente los mismos, como (eso espero) podréis suponer. En consecuencia, se me ocurrió dejarle sospechar que yo le apreciaba. Así pues, en una ocasión, en confianza, casi le digo una mínima parte de mi opinión sobre su trabajo. Esto nos enemistó un poco y estuve entonces seis meses sin poner el pie en su estudio.
A pesar de la cantidad de atentados por él cometidos sobre los grandes maestros, tenía un aspecto miserable y unas ropas bastante deterioradas. Pero he aquí que un buen día me lo encuentro caminando a un paso ligero bajo los soportales del Odeón, todo vestido de negro, con botas altas y corbata blanca. Creo, incluso, que aquel día, gracias a una gran intervención de la fortuna, hasta tenía las manos limpias.
—¡Santo cielo! –me dije, deslumbrado, al verle–, ¿ha tenido la desgracia de perder un tío rico en América? ¿O acaso ha conseguido colaborar con alguien en una nueva ópera de Weber? Le veo tan peripuesto, rutilante e inverosímil…
—¡Colaborador! ¿Yo? No tengo necesidad de colaborar con nadie. Yo elaboro la música de Weber por mí mismo. Y lo hago con soltura. Veo que está intrigado. Sepa usted que he llevado a cabo mi idea y que no me equivocaba cuando le aseguraba que me proporcionaría una fortuna. Una enorme fortuna. Schlesinger, el editor de Berlín, es quien posee la música de El cazador furtivo en Alemania. Ha cometido la estupidez de comprarla. ¡Qué necio! Aunque es verdad que no le ha salido excesivamente cara. Ahora bien, esta música barroca, antes de que la publicara Schlesinger, pertenecía en Francia al autor de Robin de los bosques en virtud al texto y a las mejoras por él introducidas, por lo que no podía trabajar sobre ella. Sin embargo, una vez publicada en Berlín, la música ha pasado en Francia a ser de dominio público, porque ningún editor francés, como puede imaginar, ha querido pagar al editor prusiano una parte de la propiedad por semejante composición. He podido asimismo esquivar los derechos del autor francés y publicar, según mi idea, el fragmento sin texto. Se trata de la plegaria en la bemol de Ágata del tercer acto de Robin de los bosques. Como usted sabrá, se trata de un compás ternario, en tempo tranquilo, acompañado por unas síncopas del coro, muy difíciles y sin sentido, como todo. Me planteé que, poniendo el coro en compás de seis por ocho, con la indicación de allegretto y con un acompañamiento inteligible, es decir, con el ritmo apropiado para este compás (una negra seguida de una corchea, el ritmo de los tambores para el paso ligero), resultaría una cosa bonita que tendría éxito. Escribí así este fragmento para guitarra y flauta y lo publiqué, permitiendo que apareciese en él el nombre de Weber. Ha sido tan bien acogido que lo vendo no a cientos, sino a millares, y cada día aumentan las ventas. Ganaré más con este fragmento de lo que ese atontado de Weber habrá ingresado por la ópera completa. Superaré incluso a Castil-Blaze que, no obstante, es un hombre muy hábil. ¡Esto es tener ideas!
—¿Qué me dicen de esto, señores? Estoy casi seguro de que no me creerán, de que me tomarán por un cuentista. Y, sin embargo, es perfectamente cierto. Conservo desde hace tiempo un ejemplar de la plegaria de Weber transfigurada por la idea y por la fortuna del señor Marescot, editor francés de música, profesor de flauta y de guitarra, establecido en la rue Saint-Jacques, haciendo esquina con la rue des Mathurins, en París.
La ópera ha terminado. Los músicos se retiran dirigiendo sus miradas a Corsino con un aire socarrón. Incluso algunos dejan escapar esta vulgar expresión:
—¡Guasón!
No obstante, puedo garantizar la autenticidad de su relato, porque yo mismo conocí a Marescot y sé de otras historias similares sobre sus perfectionnements.
[1]En diciembre de 1824 (Berlioz comete aquí un error de datación, algo no infrecuente en sus escritos de carácter autobiográfico) se presentó esta obra en París, bajo el título de Robin de los bosques, con unas modificaciones significativas y muy criticadas por Berlioz realizadas por François-Henri-Joseph Castil-Blaze (1784-1857), un crítico y músico no brillante, consistentes en la reorquestación y supresión de fragmentos, el traslado de la acción del libreto e incluso la introducción de un dueto tomado de otra ópera (Eurianthe).
[2]Las dos primeras son de Hálevy, mientras que El profeta es una de las óperas más importantes de Meyerbeer.
[3]Hamlet, acto V, escena 1.ª. Hamlet reflexiona sobre el sentido de la vida ante el cráneo de un personaje tan jovial y dinámico como Yorik. Berlioz se complacía en citar con frecuencia a Shakespeare, Virgilio y a otros autores como La Fontaine.
[4]Se trata de un guiño autobiográfico y una prueba más de que el personaje de Corsino representa al propio compositor. Una de las constantes críticas en el carácter berlioziano es la defensa de la integridad de las obras musicales, independientemente de su calidad artística, y su ataque a los arreglistas, a quienes considera «mutiladores» (véase al respecto, por ejemplo, el monólogo de Lélio). De entre todas las posibilidades instrumentales que ofrecía la paleta orquestal, va a citar precisamente los tres únicos instrumentos que él había aprendido a tocar en su juventud: flauta, guitarra y flageolet.
[5]Castil-Blaze, autor del pastiche Robin de los bosques. Véase la nota al pie del comienzo de esta cuarta tertulia.
Quinta tertulia
La s de Robert le diable, un relato gramatical
Hoy representan una aburridísima ópera francesa moderna.
Nadie se preocupa de su parte en la orquesta. Todo el mundo habla, a excepción de un violín primero, los trombones y el bombo. Al verme Dimski, el contrabajista, me interpela:
—¡Por Dios, amigo! ¿Se puede saber dónde se había metido? No le veíamos desde hace unos ocho días. Tiene aspecto triste. Espero que no haya padecido de contrariedad, como nuestro amigo Kleiner.
—No, gracias a Dios. No he sufrido la pérdida de ningún familiar. He estado, como dicen los católicos, de retiro. En estos casos, las personas piadosas, con el fin de prepararse sin distracción para cumplir con algún deber religioso, se retiran a un convento o a un seminario y allí, durante un tiempo más o menos largo, ayunan, rezan y se dedican a la meditación religiosa. Ahora bien, debo confesarles que mi costumbre es la de realizar todos los años un retiro poético. Me encierro entonces en mi casa y leo a Shakespeare o a Virgilio, a veces a los dos. Esto me hace sentir algo enfermo al principio, pero después de dormir veinte horas seguidas, me restablezco y sólo me queda una inevitable tristeza. Así es como ahora me ven, pero tras una entretenida charla con ustedes, este sentimiento se habrá disipado totalmente. ¿Qué se ha tocado, cantado, dicho y narrado en mi ausencia? Pónganme al corriente.
—Se ha tocado Robert le diable e I Puritani [1]. Lo que se dice cantar, nada en absoluto. En la orquesta no hemos hecho otra cosa que discutir. La última discusión tiene que ver con la escena del juego de la ópera de Meyerbeer. Corsino defiende que los caballeros sicilianos están todos implicados en la emboscada a Robert. Yo pienso que la intención del autor del libreto no ha podido ser la de caracterizarlos de forma tan vergonzosa y que su aparte: «¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos!» es una licencia del traductor. Esperábamos que usted pudiera decirnos cuáles son las palabras francesas cantadas por el coro en el texto original.
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