Y es a partir de esa incomodidad con la tiranía del significado y lo simbólico en la antropología que Daniela Castellanos asume el estudio de las vasijas envidiosas de Aguabuena. Inspirada por el llamado de Henare, Holbraad y Wastell a “pensar a través de las cosas”, la autora se aleja de la supuesta existencia de “telones de fondo que le dan sentido al comportamiento humano” (Geertz), y se ocupa de “las cosas mismas y sus posibilidades”. Castellanos se plantea una serie de preguntas a propósito de la constatación de una realidad que declara Helí Valero. 1Las preguntas que se hace la autora ante la afirmación de que algunas vasijas son envidiosas quieren mantenerse en el mundo de los fenómenos: “¿cómo es la envidia de las vasijas?, ¿por qué las vasijas envidian y cómo es su envidia?, y ¿de qué nos habla esta experiencia a propósito de la relación entre humanos y objetos?”. Castellanos muestra que en Aguabuena la envidia involucra a otros no humanos, como las vasijas, la Virgen, las mangueras o el Diablo; que el barro con el que se producen las vasijas tiene cierta “conductividad”, por lo cual la envidia circula a través de él; que esa “hidráulica de la envidia” se manifiesta también en que las mangueras a ras de tierra son susceptibles de sufrir daños por la envidia, mientras que por el aire no; y que el flujo de la envidia ocurre en múltiples direcciones, debido a que la envidia existe en el mundo, como constata cualquiera que vea sus consecuencias sin que la explicación de su origen para un caso particular sea la definitiva. 2Este trabajo constituye un llamado de atención al universo de los fenómenos en sí mismos, al centrar su atención en “la vida que ya ostentan las cosas”. 3
Esa vida de las cosas adquiere, en el presente volumen, varias formas. América Larraín analiza el sombrero vueltiao o, mejor, un símbolo con vida social y política gracias a diversos factores. Entre ellos lo que Wade Davis llamó “el calentamiento musical” de Colombia durante la segunda mitad del siglo xx y la efervescencia del paramilitarismo durante la primera década del presente siglo. La influencia paramilitar es sugerida por hechos tales como que una senadora condenada por paramilitarismo, Eleonora Pineda, fuera la impulsora del proyecto de ley que declaró al sombrero vueltiao patrimonio de la nación. Pero también que la ministra de Cultura de la época, María Consuelo Araújo, quien firmó la ley que designa el sombrero como símbolo cultural de la nación, terminara renunciando a su puesto debido a que su padre y su hermano tuvieron vínculos demostrados con los paramilitares de la Costa norte colombiana. Partiendo de que podemos “apreciar no solo los efectos de las cosas [...] sino también a las cosas como efectos de prácticas materiales”, el estudio de Larraín explora “las transformaciones y la mutabilidad de este objeto”, y argumenta que
El Sombrero Vueltiao solo existe porque existen múltiples sombreros vueltiaos, cuyos usos y significados apuntan a distinciones, fracturas y continuidades de consenso entre lo que es, para qué sirve y los contextos en los que él o sus imágenes pueden ser activados.
Larraín muestra, entonces, varios sombreros: el símbolo local, un objeto ancestral de la cultura zenú validado por el conocimiento experto (el de la arqueología) que hace al museo; el símbolo nacional y de cierta colombianidad expuesta en diferentes escenarios; y el símbolo, al mismo tiempo expuesto y oculto, del ascenso y la consolidación del proyecto paramilitar. La autora da cuenta así de la confluencia de actores diversos, entre los cuales incluye al sombrero o a los sombreros mismos, así como a las “interferencias e interpretaciones que son posibles entre ellos”, para concluir que el sombrero vueltiao es un objeto “inestable” que a su paso crea sentidos y afectos. Y de sentidos, afectos y afectaciones está conformado uno de los desechos de este volumen.
Otros objetos que crean afectos y son efectos ellos mismos son el tambor y el picó . Mauricio Pardo presenta la emocionante historia del tránsito, en el Caribe, de unas redes festivas artesanales a otras eminentemente técnicas, haciendo gala de un profundo conocimiento del pasado y el presente de las redes locales tanto como de las transnacionales. Pardo propone un alucinante recorrido que empieza caracterizando las fiestas populares durante el siglo XIX como un producto de cierta “geografía del tambor”, y a continuación explora las posibles fuentes africanas de los tambores que llegaron al territorio colombiano. El autor se refiere a una “fuerza centrípeta del tambor como concepto y como texto”, responsable de “la configuración particular de lo caribeño en Colombia”. Luego, da cuenta de la forma en que los medios técnicos –materialización de las redes multinacionales de la industria discográfica– opacaron la fiesta instrumental en vivo, de tal manera que la fiesta popular empezó a depender de la presencia de radios, victrolas y amplificadores (picós). El picó es el sistema de amplificación del sonido y también las empresas de venta de servicios de amplificación musical que
Pueden vender sus servicios por contrato a una persona o entidad o pueden cobrar entradas y vender licor al público en un local o caseta , o en una caseta provisional resultante de cercar un lote o una porción del espacio público, un parque o una calle.
Los picós empezaron a importar músicas de contrabando y a insertarlas en las zonas populares en la década de los sesenta, dando inicio a un complejo proceso de independización respecto a las redes legales de distribución que representaban las emisoras y las disqueras reconocidas. Algunos incluso se convirtieron en disqueras ilegales en las que surgiría, como producto de diversos entrecruzamientos favorecidos por el contrabando, la champeta. Pardo muestra una paradoja muy propia de la supervivencia de las formas populares: el picó parece ser la claudicación de las fiestas populares (aquellas acompañadas por los tambores y las palmas) ante el avance de la lógica del capitalismo y la tecnología, pero también es el lugar de una saga de prácticas contrabandísticas que conserva la fiesta en las calles populares, con una independencia relativa de las redes festivas nacionales. Pero el picó es más que eso, como señala Pardo hacia el final de su recorrido: el picó es “pura potencia”. Los picós más importantes de Cartagena y Barranquilla alcanzan los 50 000 vatios, es decir, lo requerido para los conciertos en los estadios más grandes, y este poder lo dota de una enorme “intensidad sensorial y afectiva”.
Y desde el afecto y las afectaciones presenta su estudio Daniel Torres: no tiene por qué ser claro para quien lee que se trata de una indagación sobre el tejo en Boyacá y mucho menos que se trata de afectaciones, porque el juego que propone Torres es particular. Allí aparecen las otras cosas que afectan a los jugadores de tejo: la música “borrosa” que despiden los parlantes viejos, las carreteras veredales, las farolas de la Virgen del Carmen, las canastas de cerveza, los camiones, las Kenworth o las colectivas, las ruanas, las mechas de pólvora, la ambición, las luces en el cerro, la arcilla, la mano de Rogelio, los volcanes, la plata. Pero no se trata de un listado estéril o de las viñetas analíticas de Power Point que justifican argumentos prefabricados, sino de un montaje vívido que de manera incluso desapasionada presenta una noche terrible en las vidas de esas personas mutuamente afectadas. Nos hemos preguntado en el Grupo de Estudios Etnográficos qué responder a las múltiples voces que comprensiblemente preguntan si eso es antropología. Algunas de esas voces declaran, condescendientes, que, “como la etnografía son cuenticos”, hasta puede valer como un ejercicio menor. Entre las respuestas maleducadas y las respuestas apasionadas por “una antropología sensible”, mi opción es recordar que, siempre, incluso cuando nos refugiamos en el objetivismo o en la corrección política, estamos jugando entre géneros. El género testimonial y el interpretativismo desinfectado de las peores versiones de la etnografía geertziana pueden ser tan inútiles como cualquier otro género para dar cuenta de las formas que adquiere la vida en cualquier contexto. El estudio de Daniel Torres es efectivo: plantea las paradojas culturales con el tamaño y la fuerza de estas cuando ocurren. Este estudio es así mismo transgénero: no nace en las certezas de los géneros difusos , como se llama el influyente artículo que dio rienda suelta a la imaginación textual de mi generación en los tardíos años noventa de la antropología colombiana, sino como un refugio que se atiene a contar lo que para el etnógrafo es necesario. No presenta, ciertamente, un análisis. Pero tampoco puede decirse que un trabajo como este puede nacer, silvestre, del puro encantamiento del autor por la literatura decimonónica o por el juego del tejo en Boyacá. Si no es antropología, es antropología transgénero. No es producto de una búsqueda constructivista por su lugar en el mundo. Es parte de lo que algunos terminamos haciendo una vez descubrimos que otros géneros nos hacen violencia.
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