Luis Alberto Suárez Guava - Cosas vivas

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Montañas que paren gente, gente que resbala por la montaña en juegos suicidas, santos que bailan y santos que se desplazan ocultos, unos que hacen surcos y otros zanjas, gallos y bandoleros, indios y guaqueros, tambores y museos, danzantes y trompos, alfareros y políticos, sombreros y pocís, vasijas envidiosas y sombreros vueltiaos, fiestas y brujería, tambores y picós, todo estos elementos, sustancias, lugares y personas son los objetos de estudio de este libro. Desde el Grupo de Estudios Etnográficos de la Pontificia Universidad Javeriana se planteó la pregunta por los límites y por el campo de acción de la antropología y de estas reflexiones surgió una apuesta por poner en duda las clasificaciones, y el hecho mismo de clasificar, abogando por un tipo de investigación transgénero que, si no es antropología, es antropología transgénero. En este conjunto de estudios están las resonancias que justifican la presencia de textos raros y que mantienen la convicción de que la antropología sí está obligada a hablar de la realidad o de las realidades y que esto la obliga a hacer diferente para pensar diferente. Aquí no se trata de un listado estéril o de viñetas analíticas, sino de un montaje vívido que transgrede las fronteras de la razón o de lo social, de lo político o de lo jurídico, de la moral o de lo simbólico, de los géneros de pensamiento, incluso de aquellas fronteras que separan tan flagrantemente la teoría de la etnografía.

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Ambos sabían que la riqueza vertida en oro y esmeralda puede morir, ya que está viva. Y que ese vaho que sale del oro es un yelo que daña, que mata lentamente. En el mundo real de Valero y de Gómez, la riqueza se pudre y pudre a quien la atesora; algo que no le ocurre al dinero en el mundo plenamente capitalista. David Harvey (2014, pp. 49-50), siguiendo al comerciante y teórico Silvio Gesell, ha propuesto que una alternativa para evitar la plutocracia campante es hacer que el dinero tenga fecha de vencimiento, de tal manera que deba ponerse en circulación y no se acumule, que el dinero no utilizado se desvanezca al cabo de un tiempo. O, como decía Gesell, que se oxide. A ese óxido del oro, una especie de lama verde, lo conocen en Cumbal y en Aldana, al sur de Colombia, como Solimán. Roberto Gómez nos mostró una tarde de noviembre de 2011 al hombre que en el norte del Tolima se había encontrado una romana de oro pero no podía cambiarla; le decían el loco. Tenía que bañarse una llaga de su pierna, producida por el contacto con el oro, con infusión del mismo objeto que lo hacía rico. Haberse encontrado ese tesoro le produjo la herida purulenta, que se mantenía de un tamaño tolerable con infusiones del oro que se pudre. Y tenía ataques de locura en los que lanzaba fajos de billetes, como si la acumulación de trabajo humano le alterara la conciencia.

En las convicciones de Valero y Gómez se cumple parte de la aspiración revolucionaria de Harvey. Es potencialmente más justo (o más real) un mundo en el que la riqueza se pudre. Y así como con ellos, nos hemos encontrado con otros maestros y maestras en lugares distantes. De unas y otros aprendimos la incomodidad con las formas en que los académicos nos hemos venido relacionando con indios y campesinos y obreros y otras gentes que trabajan. Helí Valero y Roberto Gómez, y muchos otros que citan los artículos de este libro, nos enseñaron a hablar de las cosas y con las cosas. Hemos llegado a afirmar, y hemos querido aprender a practicar, que sería justo y deseable relacionarse con el mundo como gente que trabaja más que como gente que piensa; y nos gustaría afirmar que el trabajo nos ha enseñado o que, como dice el habla popular en Cumbal refiriéndose a las cosas materiales o a los procesos productivos, “nos hace entender, nos hace ver”.

Por una etnografía con las manos sucias , no violenta y con aspiraciones teóricas

La motivación fundamental de este intento por llamar la atención de quienes hacen antropología es proponer un replanteamiento del ejercicio de la etnografía. Las experiencias que inspiran este cometido son tres: la lectura del trabajo de Luis Guillermo Vasco, al cual él llamó antropología vasquista; el aprendizaje, en campo, de una parte del conocimiento campesino e indígena en el centro de Colombia y en el sur de Nariño; y la experiencia docente y editorial en diferentes universidades. El replanteamiento de la etnografía tiene, por ahora, dos brazos: uno intenta tejer una práctica etnográfica con las manos sucias y no violenta, de la que heredamos, como quien hace uso de un bien común, una parte y otra la tenemos en obra; el otro intenta labrar una práctica etnográfica teórica.

Mi interés, cuando empecé a participar en el Grupo de Estudios Etnográficos desde 2014 y de la propuesta de los simposios en congresos de antropología en Colombia desde 2007, ha sido el de propiciar lugares para hablar de una etnografía humilde. Me ha interesado reiterar un llamado para que algunas de nuestras investigaciones volvieran al terreno y se ocuparan de asuntos que han venido siendo invisibles; nuestra antropología me parecía, y me sigue pareciendo, corta de trabajo etnográfico. Ha perdido el gusto por las palabras y las labores de los que no parecen tener poder. Ha abrazado metodologías de atajo que prometieron resultados en corto tiempo y que tienen nombres más políticamente correctos. Creo que en la medida en que tuviésemos más contacto con el “mundo material”, entenderíamos mejor cómo ocurre el mundo, o qué mundos ocurren, en los contextos sobre los cuales investigamos. He supuesto también que en el proceso nos veremos obligados a pensar y hacer de modo diferente la antropología misma. No es tan fácil como se dice. Daré algunas puntadas, para caracterizar a esa etnografía con las manos sucias , no violenta y con aspiraciones teóricas que quisiéramos construir.

Debemos asumir que el trabajo de campo es una prolongada instauración de relaciones que tienen un punto de partida en la desigualdad social que caracteriza a la sociedad en la que trabajamos y de la cual somos parte, incluso si trabajamos en otro país –y sobre todo si trabajamos en otro país–. Recién graduado y como profesor principiante, yo actuaba como si no existiesen las desigualdades, con el propósito explícito de no hablar de lo que no podía cambiar. Pensaba que mi mera intención y el buen corazón que pide toda iniciación eran cierta garantía contra los abusos de las normas clásicas, que entendí, con el resto de mi generación, de Renato Rosaldo. Confiaba en que si hacía mi trabajo de escritor de manera honesta, sobre todo enfatizando la imposibilidad de cualquier certeza, podía llegar a interpretar las paradojas de la cultura, aunque con la lejana esperanza de que eso que escribía pudiese ser usado en beneficio de las gentes de las que hablaba. No advertía que este modo de proceder encubría las razones materiales de mi poder de investigador (concedido a esta persona por las clases), incluso en los autocomplacientes momentos de flaqueza en los que me reconocía como cronista o escritor porque lo mío era, a lo sumo, una entre muchas lecturas; es decir, hacía uso de mi posición dominante para hacerme del lado de las relaciones dominantes, creyéndome, como gritaba mi generación con Fito Páez, “al lado del camino”. Y obviando lo evidente, que yo podía pasar mi tiempo especulando acerca de razones simbólicas o de discursos modernos de orden profundo porque podía vivir entre paréntesis de dos formas: 1) de espaldas al trabajo del que participaban los que yo trataba como informantes pese a que los llamaba amigos; 2) de espaldas a la gente de la que hago parte porque mi educación me enseñó a parecer el intelectual de tradición que no soy. Me han hecho ver, como es notorio que a otras personas también entre las que escriben en este volumen, que las formas de proceder reproducen formas de pensar y que es necesario cambiar el procedimiento para cambiar al pensamiento (Vasco, 2002).

Por tanto, debemos esforzarnos en plantear conjuntamente actividades del trabajo de campo que no reproduzcan esas desigualdades. Por supuesto, no se trata de poner nuestro corazón en clave incluyente y no clasista, tratando de soportar esas “razones culturales” o esas “creencias” de quienes son objeto de nuestra intervención. He propuesto a mis colegas y estudiantes, inspirado por las críticas de Bourdieu y de Vasco, que nuestros trabajos abandonen, en la medida de lo posible, los salones de las escuelas, los talleres que sacan a las personas de sus actividades productivas o lúdicas, ciertas formas de cartografía social arrancada en sesiones que devienen en la enseñanza de la geografía escolar y los grupos focales en los que la participación se convierte en una pugna por la ostentación de capital lingüístico entre los asistentes más escolarizados. En mi opinión, estas estrategias replican la situación de escuela ejerciendo todas las formas de violencia simbólica, al poner a nuestros conocidos en la triste condición de informantes dispuestos en el laboratorio académico para ser inspeccionados por la crítica textual, el análisis de discursos, la confrontación de sus memorias con la historia, de sus mitos con la ciencia o de su etnicidad con las políticas del Estado. El conjunto de objetos que portamos en esos escenarios es al mismo tiempo el arsenal armamentístico y la evidencia de la violencia que ejercemos.

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