La consecuencia de todo lo cual fue que la afición literaria que había empezado en parte por placer, y en parte porque constituía un pasaporte hacia la buena sociedad, se había convertido en un trabajo que rendía provecho económico. Así que cuando lady Carbury escribía a sus amigos, los editores de periódicos, y les hablaba de sus esfuerzos, les decía la verdad. Le llegaban rumores del éxito de tal o cual escritor o bien, aún más cerca de su situación, de aquella u otra autora, que se ganaba el estipendio escribiendo. Y se le antojaba que, dentro de unos límites moderados, quizá podía albergar esperanzas para el suyo propio. ¿Por qué no soñar con añadir mil libras más a sus ingresos anuales, para que Felix pudiera llevar de nuevo la vida de un caballero, y casarse tal vez con una heredera, que en los planes de lady Carbury para el futuro, solucionaría todos sus problemas? ¿Quién era tan guapo como su hijo? ¿Qué caballero era más agradable y atractivo? ¿Quién poseía la misma audacia, la principal característica necesaria para la obtención de la mano de una heredera?
Y entonces, su esposa tendría el título de lady Carbury. Si tan solo lograban ganar lo bastante como para superar la marea del mal momento económico en el que se encontraban atrapados, todo acabaría bien.
El mayor y más esencial obstáculo para el éxito del plan era, probablemente, la convicción de lady Carbury de que alcanzaría su objetivo no tanto escribiendo buenos libros, como logrando convencer a un determinado número de personas para que dijeran que sus libros eran buenos. Trabajaba mucho en su escritura, al menos lo bastante como para producir un buen número de páginas a un ritmo más que notable; y por naturaleza, era una mujer lista. Poseía un estilo fácil, rápido de entender, agudo, y ya dominaba la técnica de extender una idea delgada hasta convertirla en una vasta extensión de letras. No abrigaba la ambición de escribir un buen libro, sino que se dedicaba ansiosamente a pergeñar un libro que los críticos literarios calificaran de bueno. Si el señor Broune, en privado, le hubiera dicho que su libro era una porquería pero al mismo tiempo publicado una reseña elogiosa en el Breakfast Table, es dudoso que la opinión del editor hubiera herido la vanidad de la dama. Era una mujer falsa, de pies a cabeza, pero con muchas y buenas intenciones, pese a lo mendaz de su persona.
¿Quién sabe, en lo que se refiere a sir Felix, si se había convertido en lo que era después de mucho empeño, o había nacido con tendencia al vicio? Es más que probable que no fuera mejor persona si le hubieran apartado de sus padres y sometido a un régimen moral más duro, de la mano de maestros dotados de una brillante ética. Y aun así, también resulta increíble que la educación, o la falta de ella, fueran responsables de un corazón tan absolutamente privado de sentir compasión por los demás, como el suyo. Ni siquiera era capaz de sentir nada ante su propia desgracia, a menos que afectaran a las comodidades de las que disfrutaba en ese preciso momento. Era como si le faltara la suficiente imaginación como para comprender que vendrían tiempos más míseros y empobrecidos, aunque el futuro estuviera solamente a un mes, una semana o una única noche de distancia. Le gustaba que le trataran con amabilidad, que le alabaran y le trataran con deferencia, que le alimentaran y le acariciaran; y a los que lo hacían, los consideraba sus amigos. En esto, poseía el mismo instinto que los caballos, sin llegar a la simpatía exuberante de los perros. Pero no se puede decir que amara a nadie hasta el punto de negarse el más breve instante de gratificación personal. Su corazón era una piedra. Era guapo, ingenioso e inteligente. Tenía la tez oscura, con ese tono oliváceo, que da a los jóvenes aspecto de pertenecer a una alcurnia aristocrática. Su pelo, que jamás se había dejado largo, era casi negro, suave y sedoso sin llegar al tacto grasiento tan habitual en los que gozan de esa textura en sus melenas. Sus ojos eran grandes, marrones, y perfectamente delineados por el arco de sus cejas también perfectas. Pero quizá lo más glorioso de su rostro se debía más al acabado de sus facciones, a la fina simetría de su nariz y su boca que al resto de sus rasgos. Llevaba un bigote en el labio superior, tan cincelado y fino como sus cejas, pero no tenía barba. La forma de su barbilla también era perfecta, aunque carecía de la suavidad y la dulzura de expresión que transmiten los hoyuelos y que indican un corazón amable. Medía casi un metro ochenta, y su figura era tan excelente como su faz. Los hombres admitían y las mujeres proclamaban vigorosamente que no había existido un caballero más guapo que Felix Carbury. También se daba por sabido que nunca se había mostrado consciente de su propia belleza. Se daba aires por un puñado de motivos: por su dinero, pobre tonto, mientras lo tuvo; por su título, por su comisión militar, hasta que tuvo que venderla; y especialmente, por la superioridad de su intelecto. Pero era lo bastante listo como para vestirse de simplicidad, y evitar la apariencia de que le preocupaba su figura exterior. Por el momento, el reducido mundo de sus amigos y conocidos no había descubierto lo superficial de sus afectos, o más bien, cuán poco afecto sentía por nada ni nadie. Su actitud y su aspecto, junto a cierta agudeza, le habían protegido hasta de los vicios de su propia vida. En un instante, sin embargo, en un único momento de debilidad, había perjudicado su buen nombre más que las locuras de los tres últimos años. Se había peleado con un oficial de su compañía, agrediéndole, y cuando el corazón de un hombre debía haber mostrado una conducta honorable, primero había amenazado y luego se había comportado como un timorato. De eso hacía ya un año, y había dejado atrás el incidente, pero algunos hombres aún recordaban que llegada la hora de la verdad, Felix Carbury había agachado la cabeza, y en definitiva había demostrado ser un cobarde.
Así que ahora debía casarse con una heredera. Lo sabía muy bien, y estaba preparado para hacer frente a su destino. No obstante, adolecía en el arte de hacer el amor. Era guapo, poseía los modales de un caballero, hablaba bien, no le faltaba audacia, y no sentía repugnancia ante la idea de declarar una pasión que no sentía. Pero sabía tan poco de pasión, que ni siquiera podía convencer a una joven de que la sentía. Cuando hablaba de amor, no solo pensaba que estaba diciendo idioteces, sino que lo dejaba traslucir. A raíz de ese defecto, ya había fracasado con una joven dama cuya herencia rondaba las cuarenta mil libras, y que le había rechazado porque, como dijo con absoluta e inocente franqueza, «en realidad no te importo». «¿Cómo no vas a importarme», le había dicho él, «si estoy pidiendo tu mano en matrimonio?». «No sé cómo, pero sé que así es», replicó ella. Y así la joven logró escapar esa trampa del destino. Ahora tenía a otra joven en su mira, a quien el lector conocerá a su debido tiempo, y sir Felix la perseguía con implacable dedicación, instigado por sus circunstancias. La cuantía de su fortuna no estaba definida con tanta precisión como las cuarenta mil libras de su antecesora, pero se sabía a ciencia cierta que superaba esa cifra con creces. Efectivamente: se suponía que era una fortuna inabarcable, sin límites, infinita. Que para el padre de la joven, la cantidad que se dedicara a gastos cotidianos, casas, sirvientes, caballos, joyas y similar le resultaba indiferente. Era un hombre que tenía otras preocupaciones, mayores y más grandes; y pagar diez o veinte mil libras por una fruslería era lo mismo, igual que a los hombres que no tienen problemas de dinero no les importa pagar seis o nueve peniques por carne que compran diariamente. Un hombre así corría el riesgo permanente de arruinarse; pero el hombre que se casara con su hija en aquel momento, en que su prosperidad era desvergonzadamente inmensa, podría disfrutar de una gran fortuna. Lady Carbury, que sabía muy bien de las adversidades que había superado su hijo, estaba decidida a que sir Felix llevara a buen puerto la intimidad que le había abierto las puertas de la casa del Creso de la temporada.
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