Anthony Trollope - El mundo en que vivimos

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Una magistral novela contra la corrupción y la codicia. Augustus Melmotte, un banquero sin escrúpulos recién llegado a Londres, vende a sus inversores un producto sin valor y crea una burbuja que hace subir el precio de las acciones para acaparar beneficios. Esta historia, que podría pasar hoy, es la que se cuenta en esta novela de Anthony Trollope. El mundo en que vivimos está ambientada en el Londres de finales del siglo XIX y es una obra maestra, reconocida por la crítica como la mejor novela de Trollope. Su origen se encuentra en que el autor, tras regresar a Inglaterra de las colonias en 1872, se quedó horrorizado por la inmoralidad y deshonestidad que encontró en su país. Indignado, se sentó a escribir
El mundo en que vivimos, y nada escapó a la sátira de su pluma: ni los políticos, ni los banqueros, ni el mundillo literario, ni los apostadores, ni siquiera el sexo. En un mundo de sobornos, venganzas y en el que las herederas se ganan como fichas de casino, los personajes de Trollope personifican los vicios de su sociedad, que son también los de la nuestra. «Trollope no escribía para la posteridad, sino para su tiempo y momento, pero ese es precisamente el tipo de escritores a los que la posteridad prefiere.» Henry James"Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso." The Guardian

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Seguiremos ahora con las cartas restantes, ambas destinadas a los editores de otros tantos periódicos. La segunda estaba dirigida al señor Booker, del Literary Chronicle. El señor Booker era un esforzado profesor de literatura, no desprovisto de talento, ni de influencia, ni de conciencia. Pero, a causa de la naturaleza de sus esfuerzos, de los compromisos a los que se había visto obligado a adquirir, por parte de sus colegas autores por un lado, y las demandas de sus empleadores por el otro, únicamente preocupados por el beneficio económico, se había acomodado en un trabajo rutinario en el cual resultaba difícil ser escrupuloso, y casi imposible alimentar el lujo de una conciencia literaria. Ahora era un hombre calvo de sesenta años, con numerosas hijas, una de las cuales era viuda y tenía dos hijos, y los tres dependían de él económicamente. El señor Booker ganaba un sueldo de quinientas libras al año como editor del Literary Chronicle, diario que gracias a su energía se había convertido en una cabecera muy leída. También escribía para otras revistas literarias, y casi cada año publicaba un libro propio. Sobrevivía, y los que conocían su reputación, pero no le conocían a él, le consideraban un hombre de éxito. Siempre conservaba el ánimo, y en los círculos literarios lograba hacerse valer. Pero la presión de las circunstancias le obligaba a aceptar todo lo bueno que le salía al paso, y apenas podía permitirse ser independiente. Hay que aclarar, además, que los escrúpulos literarios no formaban parte ya de sus preocupaciones, desde hacía tiempo. La segunda carta, pues, rezaba así:

Calle Welbeck, 25 de febrero de 187—

Estimado señor Booker:

Le he pedido al señor Leadham [el cual era socio principal de la empresa editorial Leadham & Loiter] que le enviara un ejemplar anticipado de mi obra Reinas criminales. También he acordado con mi amigo el señor Broune que voy a reseñar su Nueva historia de una bañera en el Breakfast Table. De hecho, estoy en ello en estos momentos, y me estoy esforzando mucho. Si desea que haga mención de algún aspecto específico del protestantismo de la época, no dude en decírmelo. Igualmente, me agradaría mucho que hiciera usted mención de mi profunda investigación histórica, detalle que confío a su buen saber. No se retrase, se lo ruego, pues las ventas dependen en gran medida de que salgan reseñas tempranas. Solamente me pagan mediante regalías, que no cobro hasta alcanzar los primeros cuatrocientos ejemplares de venta.

Sinceramente,

Matilda Carbury

Alfred Booker

Literary Chronicle, Office, Strand

Al señor Booker no le escandalizó en absoluto recibir dicha nota. Se rió para sus adentros, con una risita agradablemente reticente, mientras pensaba en lady Carbury escribiendo sobre sus opiniones acerca del protestantismo. También pensó en los numerosos errores históricos en los que la aguda dama sin duda había incurrido, habida cuenta de que escribía sobre asuntos de los que, el señor Booker estaba convencido, lo ignoraba todo. Sin embargo, no le pasó por alto que una reseña favorable de su concienzuda obra, titulada Nueva historia de una bañera, en el Breakfast Table, no sería nada desdeñable, aun si llegara de la mano de una charlatana literaria, y por lo tanto no tendría el menor escrúpulo en devolver el favor cubriendo a su vez la obra de lady Carbury de alabanzas en el Literary Chronicle. Probablemente no afirmaría que el libro fuera certero, pero sería capaz de declarar que se trataba de una lectura deliciosa, que las características femeninas de las reinas estaban dibujadas con maestría, y que el libro sin duda encontraría un lugar en las estanterías de todas las bibliotecas privadas respetables. El señor Booker era muy hábil en sus reseñas, y sabía perfectamente cómo redactar una breve nota de un libro como el de las Reinas criminales de lady Carbury, sin perder mucho tiempo leyéndolo. Incluso era capaz de hacerlo sin menoscabar el libro, de modo que la utilidad de la reseña de cara a las ventas no se viera mermada. Y sin embargo, el señor Booker era un hombre honrado, y se había significado con firmeza frente a ciertas malas prácticas del mundo de la literatura. Denostaba con vehemencia consciente las reseñas artificialmente largas, o las demasiado escuetas, y la francesa costumbre de deambular alrededor de unas pocas palabras por toda la página. Se le consideraba, más bien, un Arístides de los críticos literarios. Pero debido a sus circunstancias, tampoco podía oponerse completamente a las prácticas de su tiempo. «¡Mal! ¡Por supuesto que está mal!», le había dicho a un joven amigo que trabajaba en el periódico. «¿Es que alguien lo duda? ¡Hay tantas cosas malas en lo que hacemos cada día! Pero si nos propusiéramos reformar todos nuestros errores de golpe, nunca lograríamos nada bueno. No soy lo bastante fuerte como para transformar el mundo yo solo, y dudo que tú puedas». Así era el señor Booker.

Luego estaba la carta número 3, dirigida al señor Ferdinand Alf. El señor Alf dirigía y era supuestamente el principal dueño del Evening Pulpit, rotativo que durante los dos últimos años se había convertido en «una buena cabecera», como les gustaba decir a los hombres que estaban en los círculos de la prensa. El Evening Pulpit proporcionaba, o esa era la intención, información diaria a sus lectores de todo lo que los líderes de la metrópolis habían dicho o hecho hasta las dos de ese mismo día, y profetizaba con maravillosa precisión lo que se haría y diría en las siguientes doce horas. El diario desarrollaba dicha tarea con un asombroso aire de omnisciencia, y a menudo adornado con una ignorancia a duras penas superada por su arrogancia. Pero escribían bien. Si bien los hechos eran falsos, estaban bien contados. Los argumentos no tenían lógica alguna, pero eran convincentes. El espíritu que presidía el diario poseía el don, en cualquier caso, de saber qué quería su público, y cómo abordar los temas para la lectura fuera amena. El Literary Chronicle del señor Booker no se atrevía a posicionarse ideológicamente, mientras que el Breakfast Table era decididamente conservador. El Evening Pulpit hablaba mucho de política, pero se ceñía fielmente a su lema: «Nullius addictus jurare in verba magistri». En consecuencia, en todo momento el diario ejercía el valioso privilegio de atacar lo que hacía uno y otro bando. Un periódico que desee prosperar jamás debe perder el espacio de sus columnas y agotar a sus lectores elogiando nada. Las alabanzas son invariablemente aburridas, un hecho que el señor Alf había descubierto y utilizado en provecho de su empresa.

El señor Alf también había comprobado otra gran verdad. Los ataques procedentes de los que habitualmente elogian a los demás se consideraban personalmente ofensivos, y las personas que ofenden a veces convierten el mundo en un lugar demasiado incómodo para ellos mismos. Pero en cambio, la censura de los que siempre hallan defectos en las acciones del prójimo se convierte en un hecho tan habitual, que pronto deja de ser objeto de alarma. El dibujante de caricaturas que solamente se dedica a eso raras veces debe responder de sus actos, sino que se le permite tomarse las libertades artísticas que le plazcan con el rostro o el cuerpo de una persona. Es su oficio, y su función, transformar todo lo que toca en algo deleznable y cómico. Pero si un artista publicara una serie de retratos de los cuales solamente dos de entre una docena fueran horrendos, sin duda se ganaría dos enemigos, si no más. El señor Alf nunca hacía enemigos, porque no elogiaba a nadie, y por lo que se podía deducir de la posición de su periódico, nada le satisfacía.

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