Anthony Trollope - El mundo en que vivimos

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Una magistral novela contra la corrupción y la codicia. Augustus Melmotte, un banquero sin escrúpulos recién llegado a Londres, vende a sus inversores un producto sin valor y crea una burbuja que hace subir el precio de las acciones para acaparar beneficios. Esta historia, que podría pasar hoy, es la que se cuenta en esta novela de Anthony Trollope. El mundo en que vivimos está ambientada en el Londres de finales del siglo XIX y es una obra maestra, reconocida por la crítica como la mejor novela de Trollope. Su origen se encuentra en que el autor, tras regresar a Inglaterra de las colonias en 1872, se quedó horrorizado por la inmoralidad y deshonestidad que encontró en su país. Indignado, se sentó a escribir
El mundo en que vivimos, y nada escapó a la sátira de su pluma: ni los políticos, ni los banqueros, ni el mundillo literario, ni los apostadores, ni siquiera el sexo. En un mundo de sobornos, venganzas y en el que las herederas se ganan como fichas de casino, los personajes de Trollope personifican los vicios de su sociedad, que son también los de la nuestra. «Trollope no escribía para la posteridad, sino para su tiempo y momento, pero ese es precisamente el tipo de escritores a los que la posteridad prefiere.» Henry James"Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso." The Guardian

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Su ambición se había concentrado en casarse y ser dueña de su propio dinero, cumplir con su deber, vivir en una casa grande y que los demás la respetasen. Así, durante los primeros quince años de su vida de casada había tenido éxito, en medio de grandes dificultades. Sonreía a los cinco minutos de escuchar malas palabras, y cuando su esposo la golpeaba, se esforzaba denodadamente por ocultárselo al mundo entero. En el último tramo de su vida, sir Patrick se dio excesivamente a la bebida. Lady Carbury se esforzó primero por apartarle de ese camino, y luego simplemente ocultaba los efectos perniciosos de la afición de su marido. Y en el interín, mentía, manipulaba y vivía inmersa en la mendacidad. Finalmente, cuando ya no se sentía una mujer joven, se permitió establecer amistades para su propio disfrute, y entre dichas relaciones había un hombre. Si la fidelidad de una esposa es compatible con una amistad íntima, si para una mujer el matrimonio no exige el rechazo total de las relaciones con los demás hombres, excepto con su marido, entonces lady Carbury fue una esposa fiel. Pero sir Carbury se volvió celoso, dijo cosas que ni siquiera lady Carbury pudo soportar, hizo otras que la empujaron más allá del cálculo prudente que había presidido su vida, y por fin le dejó. Aun así, lo hizo tan precavidamente que, a cada paso que daba, podía demostrar cuán inocente era. Esa etapa de su vida importa poco a nuestra historia, excepto que al lector debe quedarle claro un hecho esencial: lady Carbury fue víctima de una calumnia. Durante un mes o dos, los amigos de su esposo no cejaron, arrastrando su reputación por los suelos, e incluso el propio sir Patrick se unió al coro. Pero gradualmente, la verdad salió a relucir, y tras un año de separación, volvió a convivir bajo el mismo techo con él, y fue la señora de la casa hasta la muerte de su marido. Le acompañó de regreso a la patria, pero durante el breve período en que se mantuvo alejada de él, sir Patrick se convirtió en un inválido cansado y moribundo. El escándalo la persiguió hasta Inglaterra, y había gente que jamás se cansaba de recordar que durante su vida de casada, lady Carbury se había separado de su marido, y que este la había aceptado graciosamente de nuevo, cuando volvió arrepentida, porque tenía un corazón de oro.

Sir Patrick dejó una herencia moderada; no era ninguna fortuna. A su hijo, ahora sir Felix Carbury, le legó mil libras al año, y la misma cantidad para su viuda, con la provisión de que después de la muerte de esta, la cantidad se dividiría entre los dos vástagos que dejaría atrás. Así pues, el joven, que ya se había alistado en el ejército cuando su padre falleció, y que no tenía la menor necesidad de mantener una residencia pues de hecho pasaba largas temporadas en casa de su propia madre, poseía el mismo nivel de ingresos que el de su madre y hermana, con el que estas tenían que además pagar los gastos de un techo sobre sus cabezas. Lady Carbury, cuando quedó viuda a los cuarenta años, no tenía la menor intención de vivir el resto de su vida en la estrechez habitualmente asociada a la viudedad. Hasta ahora se había esforzado por cumplir con su deber, sabedora de que al hacerlo aceptaba lo bueno y lo malo de dicha posición. Sin duda, hasta ahora había experimentado el lado menos feliz de su deber: castigada, vigilada, pegada e insultada por un anciano colérico hasta que se vio obligada a huir de su propia casa. Luego, tuvo que humillarse para que la acogiera de vuelta, como un favor, con la seguridad de que su nombre quedaría manchado para siempre, injustamente, y que su marido le reprocharía su escapada constantemente, hasta el último día. Y finalmente, durante uno o dos años, vivió convertida en la enfermera de un libertino moribundo: había pagado un alto precio por las cosas buenas que había disfrutado hasta entonces. Ahora, después de las penas, llegaba la tranquilidad, su recompensa, su libertad, su oportunidad de ser feliz. Pensó mucho en sí misma y tomó una o dos decisiones. El tiempo del amor había pasado de largo, y no pretendía perseguirlo. Tampoco volvería a casarse por conveniencia. Pero sí tendría amigos, amigos de verdad, que pudieran ayudarla, y a los que ella también prestaría su apoyo. Se labraría una carrera, un futuro profesional, para cultivar una actividad interesante. Viviría en Londres, y allí se haría un nombre, en alguno de los múltiples círculos de la gran ciudad. Más por accidente que por elección, había terminado en el mundillo literario, pero durante los últimos dos años, había confirmado y corroborado el accidente debido a su deseo de ganar dinero. Desde el principio fue consciente de que tendría que administrar su renta, no solo porque presentía que con mil libras al año, su hija y ella no podrían vivir, sino también a causa de su hijo. No quería lujos, solamente una residencia situada en un barrio respetable de la ciudad. Su hija era una muchacha prudente y por ese lado estaba tranquila. Podía confiar en Henrietta. Pero su hijo, Felix, no era tan de fiar, y sin embargo sentía una extrema debilidad por él.

En el momento de dar comienzo nuestra historia, al redactar las tres cartas de las que hemos sido testigos, lady Carbury precisaba dinero. Sir Felix tenía ya veinticinco años, llevaba cuatro en un regimiento de lo más aceptable, pero había vendido su comisión. Para no faltar a la verdad, también había malgastado todo lo que su padre le había dejado. Y su madre lo sabía, y por ende sabía que la pequeña renta reservada para ella y su hija tenía que mantener también al barón. Ignoraba, no obstante, la cuantía total de las deudas de su hijo, cifra que él también ignoraba. Un caballero con título, con una comisión militar en la Guardia Real, y del que se sabe que ha obtenido una herencia de su padre, puede endeudarse sin dificultad durante mucho tiempo, y hasta alcanzar cifras muy elevadas. Sir Felix había hecho abundante uso de ese feliz privilegio, y su vida se había echado a perder en todos los sentidos. Se había convertido en una carga tal para su madre, y para su hermana también, que vivía de susto en vergüenza. Pero ellas no se lo habían recriminado, en ningún momento. Henrietta había aprendido, tras observar la conducta de su padre y de su madre, que todos los vicios en un hombre y en un hijo merecen el perdón, y que a las mujeres, y especialmente a las hijas, se les exigen todas las virtudes. La lección había llegado tan temprana a su vida, que la había aprendido sin el menor reparo o sentido de la injusticia. Lamentaba la mala conducta de su hermano, puesto que le causaba sinsabor a él; pero la perdonaba de buena fe en cuanto a los inconvenientes que le causaba a ella. Le parecía natural que todos sus intereses quedaran supeditados a los deseos de Felix, y cuando sus pequeñas comodidades desaparecieron, y tuvo que recortar los modestos gastos en los que incurría, porque el hermano que había malgastado toda su herencia ahora devoraba también la de su madre, jamás se quejó. Henrietta había aprendido la lección: los caballeros de su clase siempre malgastaban el dinero, el suyo y el de los demás.

Los sentimientos de la madre eran menos nobles, o mejor dicho, estaban más abiertos a la censura. El niño, que de pequeño era hermoso como una estrella, siempre había sido su preferido, el único ser en el que se recreaba su corazón. Incluso durante su locura y despilfarro, nunca había aventurado una palabra de reproche para evitar su ruina. Lo había mimado de niño, y de mayor siguió haciendo lo mismo. Estaba casi orgullosa de sus vicios, y le encantaba escuchar sus hazañas, que si bien no eran pecaminosas, rozaban la ruina por lo extravagantes. Le había dado tanta libertad que incluso en su presencia, Felix no se avergonzaba de su propio egoísmo, ni parecía consciente de la forma injusta en que afectaba la vida de su familia.

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