Anthony Trollope - El mundo en que vivimos

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Una magistral novela contra la corrupción y la codicia. Augustus Melmotte, un banquero sin escrúpulos recién llegado a Londres, vende a sus inversores un producto sin valor y crea una burbuja que hace subir el precio de las acciones para acaparar beneficios. Esta historia, que podría pasar hoy, es la que se cuenta en esta novela de Anthony Trollope. El mundo en que vivimos está ambientada en el Londres de finales del siglo XIX y es una obra maestra, reconocida por la crítica como la mejor novela de Trollope. Su origen se encuentra en que el autor, tras regresar a Inglaterra de las colonias en 1872, se quedó horrorizado por la inmoralidad y deshonestidad que encontró en su país. Indignado, se sentó a escribir
El mundo en que vivimos, y nada escapó a la sátira de su pluma: ni los políticos, ni los banqueros, ni el mundillo literario, ni los apostadores, ni siquiera el sexo. En un mundo de sobornos, venganzas y en el que las herederas se ganan como fichas de casino, los personajes de Trollope personifican los vicios de su sociedad, que son también los de la nuestra. «Trollope no escribía para la posteridad, sino para su tiempo y momento, pero ese es precisamente el tipo de escritores a los que la posteridad prefiere.» Henry James"Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso." The Guardian

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Sir Felix había ido a la plaza Grosvenor desde su regreso de Carbury y había visitado a la señora Melmotte y a Marie, pero siempre las había visto juntas y no habían mencionado el tema del compromiso. La madre de Marie no le resultaba de la menor utilidad a Felix. Era tan amable como de costumbre, lo que no era mucho. Le había contado que la señorita Longestaffe vendría a pasar dos meses con ellos y que no le apetecía mucho porque la joven era un poco «fatigante». A lo cual Marie declaró:

—Yo creo que la dama me gustará mucho.

—¡Bah! —exclamó la señora Melmotte—. Pero si a ti no te gusta nunca nadie.

Marie miró a su pretendiente sonriendo, pero no dijo nada. Su madre exclamó:

—¡Sí, ya! Eso está muy bien, pero quiero decir que no tienes ningún amigo.

De esto, Felix dedujo que la señora Melmotte estaba informada de sus intenciones y que su desaprobación no era absoluta. El sábado había recibido una nota en su club, firmada por Marie, que decía: «Ven el domingo a las dos y media. Te verás con papá después de comer». La tenía en la mano cuando su madre se presentó en su habitación. Había decidido obedecer a su futura novia, pero no pensaba contarle nada de eso a su madre, porque había bebido demasiado y estaba malhumorado.

A eso de las tres del domingo llamó a la puerta de Grosvenor y pidió ver a las damas. Hasta el momento de llamar, e incluso un poco después, cuando el portero estaba abriendo la puerta, tenía pensado preguntar por el señor Melmotte. Pero en el último momento le faltó el valor, y el criado le acompañó hasta el salón. Allí se encontraban la señora Melmotte, Marie, Georgiana Longestaffe y lord Nidderdale. Marie le miró ansiosamente, pensado que ya se habría entrevistado con su padre. Felix se deslizó en una silla cercana a la señora Melmotte y se esforzó por parecer tranquilo. Lord Nidderdale siguió flirteando, pues eso hacía, con la señorita Longestaffe, mientras esta correspondía al flirteo en voz baja y con profunda indiferencia hacia su anfitriona o la joven dama de la casa.

—Sabemos por qué está aquí —dijo Georgiana.

—Vine para verla a usted.

—Estoy segura, lord Nidderdale, de que no tenía ni idea de que yo estaría aquí.

—Por Dios, por supuesto que sí. Vine a propósito. ¿No le parece interesante la institución del matrimonio?

—Es una institución a la que se pertenece de forma permanente.

—Claro, claro. Pensé en ello cuando era joven, como una alternativa a alistarme o a hacerme abogado, pero no pude con ello. En cambio, ese sí es un hombre feliz. Si me lo permite, seguiré visitando esta casa porque usted está aquí. No creo que le guste, por cierto. La casa, quiero decir.

—No, yo tampoco lo creo, lord Nidderdale.

Al cabo de un rato, Marie se las arregló para hablar en privado con su pretendiente durante unos segundos, cerca de las ventanas.

—Papá está en la biblioteca —apuntó—. Le dijo a lord Alfred cuando vino que ya no contaba con él. —Era evidente para sir Felix que todo apuntaba a que le allanaban el camino—. Ve tú y pídele a ese criado que te acompañe a la biblioteca.

—¿Vuelvo a bajar cuando termine?

—No, pero deja una nota para mí, fingiendo que es para la señora Didon.

Sir Felix sabía lo bastante del funcionamiento de la casa como para saber que la señora Didon era la criada de la señora Melmotte, comúnmente llamada Didon por todas las damas de la familia.

—O mándala por correo, si quieres, pero dirigida a ella. Eso será mejor. Ahora vete.

Sí que le parecía a sir Felix que la muchacha había mudado de comportamiento un poco repentinamente. Pero aun así se fue, estrechándole la mano a la señora Melmotte y haciendo una reverencia frente a su hija antes de salir.

En unos instantes se encontró en la estancia mencionada con el señor Melmotte. Llamarla biblioteca era un poco exagerado; el gran hombre solía pasar allí sus tardes de domingo, generalmente en compañía de lord Alfred Grendall. Quizá meditaba sobre sus millones o fijaba los precios del dinero y de los fondos de inversión de las bolsas de Nueva York, París o Londres. Pero en esta ocasión lo despertaron de un sueño que parecía disfrutar, cigarro entre los labios.

—¿Cómo se encuentra, sir Felix? Supongo que va en busca del salón de las damas.

—Acabo de volver de la salita, sí, pero pensé en pasar a verlo antes.

Inmediatamente, Melmotte pensó que el barón había venido para pedirle en persona su parte del botín de la empresa y decidió proyectar una expresión severa y hasta maleducada. Pensó que le iría mejor si se mostraba colérico ante cualquier posible sugerencia o interferencia en su rol como hombre de finanzas. Había escalado lo bastante como para embarcarse en esa conducta, y la experiencia dictaba que los hombres que están a medio hacer se doblan como juncos frente a una exhibición salvaje de superioridad, aunque sea supuesta. También era cierto que Melmotte gozaba de la gran ventaja de comprender el juego, mientras que sus colaboradores no entendían nada. Así pues, se servía de la timidez o de la ignorancia de sus colegas y cuando se requería algo más, especialmente en el caso de gente mayor, hacía un despliegue de su temperamento. Cuando no bastaba con eso, cultivaba la codicia de sus amigos. Le gustaban los socios jóvenes porque eran más maleables y un poco menos avariciosos que los más mayores. Las sugerencias de lord Nidderdale habían quedado solventadas y el señor Melmotte no preveía mayores dificultades con sir Felix. Lord Alfred se había visto obligado a comprar.

—Estoy muy contento de verlo, ya sabe —dijo Melmotte, enarcando las cejas, gesto que los que trataban con él encontraban de lo más desagradable—, pero hoy no es un día para los negocios, sir Felix, ni tampoco es el lugar adecuado.

Sir Felix deseó estar en el Beargarden. En cierto modo sí que había ido por negocios, de un tipo muy particular. Pero Marie le había dicho que el domingo era el mejor día para hablar con su padre y también que era más probable que estuviera de buen humor ese día que cualquier otro. No obstante, sir Felix no podía describir la acogida del señor Melmotte como afable ni mucho menos.

—No era mi intención molestar, señor Melmotte.

—Me imagino que no. Solamente quería advertirle, por si se le ocurría hablar de la compañía de ferrocarril.

—No, por Dios.

—Su madre me dijo, cuando la vi en el campo, que esperaba que estuviera usted sacando provecho de su trabajo. Le dije que hasta donde yo sabía, no tenía usted tanto quehacer.

—Mi madre no entiende nada de cómo funciona esto —dijo sir Felix.

—No, ya lo supongo. Bueno, ¿qué puedo hacer por usted, ya que ha venido hasta aquí?

—Señor Melmotte, yo… Yo he venido.. He… En resumen, señor Melmotte: quiero pedirle la mano de su hija en matrimonio.

—¡Y un cuerno! Imposible.

—Así es, se lo aseguro. Y esperamos que nos dé su consentimiento.

—¿Marie sabe que está usted hablando conmigo, entonces?

—Sí, lo sabe.

—Y mi esposa, ¿también ella lo sabe?

—Yo nunca le he hablado de mis sentimientos. Quizá su hija se lo haya contado.

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