Anthony Trollope - El mundo en que vivimos

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Una magistral novela contra la corrupción y la codicia. Augustus Melmotte, un banquero sin escrúpulos recién llegado a Londres, vende a sus inversores un producto sin valor y crea una burbuja que hace subir el precio de las acciones para acaparar beneficios. Esta historia, que podría pasar hoy, es la que se cuenta en esta novela de Anthony Trollope. El mundo en que vivimos está ambientada en el Londres de finales del siglo XIX y es una obra maestra, reconocida por la crítica como la mejor novela de Trollope. Su origen se encuentra en que el autor, tras regresar a Inglaterra de las colonias en 1872, se quedó horrorizado por la inmoralidad y deshonestidad que encontró en su país. Indignado, se sentó a escribir
El mundo en que vivimos, y nada escapó a la sátira de su pluma: ni los políticos, ni los banqueros, ni el mundillo literario, ni los apostadores, ni siquiera el sexo. En un mundo de sobornos, venganzas y en el que las herederas se ganan como fichas de casino, los personajes de Trollope personifican los vicios de su sociedad, que son también los de la nuestra. «Trollope no escribía para la posteridad, sino para su tiempo y momento, pero ese es precisamente el tipo de escritores a los que la posteridad prefiere.» Henry James"Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso." The Guardian

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—Quería preguntarle algo.

—Lo que usted desee, milord.

—¿No cree que Carbury y yo deberíamos tener derecho a vender algunas acciones?

—No. Si me lo pregunta, esa sería mi respuesta.

—¡Ah! Vaya, no lo sabía. ¿Y por qué no deberíamos vender acciones, igual que los demás?

—¿Acaso usted y sir Felix han invertido dinero en la empresa?

—Bueno, si vamos a eso, no, creo que no. ¿Cuánto ha invertido lord Alfred?

—Yo he comprado las acciones de lord Alfred —dijo Melmotte, haciendo hincapié en el sujeto de la frase—. Si decido adelantarle el dinero a lord Alfred Grendall, supongo que puedo hacerlo sin tener que pedir su consentimiento ni el de sir Felix Carbury.

—Por supuesto, por supuesto. No era mi intención preguntar qué hace usted con su dinero.

—Estoy seguro de que así es y, por lo tanto, no cabe hablar más de ello. Si espera un poco, lord Nidderdale, verá que todo terminará bien. Si tiene usted unos miles de libras y no sabe qué hacer con ellas, inviértalas en la empresa. Luego podrá vender las acciones, y con beneficios. De momento, se supone que si lo hace en un plazo de tiempo razonable, podrá optar a un puesto de director, y por eso se le han asignado acciones, pero no puede venderlas aún.

—Ah, claro —dijo lord Nidderdale, fingiendo entenderlo todo.

—Si las cosas van como espero entre usted y Marie, podrá optar a cualquier número de acciones que desee. Es decir, si su padre acepta un acuerdo razonable.

—Espero que sí, sin duda —dijo Nidderdale—. Gracias, quedo su seguro servidor, y yo se lo explicaré todo a Carbury.

Capítulo 23

«Sí, soy un barón»

Era comprensible la ansiedad que sentía lady Carbury porque su hijo informara lo antes posible al padre de Marie de la situación, e hiciera una petición de mano formal.

—Mi querido Felix —dijo, de pie frente a la cama del joven un poco antes del mediodía—, te ruego que no lo pospongas. No sabemos cuántos obstáculos nos esperan hasta que puedas probar el néctar que está esperando en la copa.

—Lo más importante es que el tipo esté de buen humor —dijo sir Felix en tono plañidero.

—Pero si esperas más, la muchacha se molestará.

—No te preocupes por eso, esperará lo que haga falta. Pero, ¿qué le digo a él si me pregunta por el dinero? Esa es la cuestión.

—No se me ocurriría decirte lo que debes hacer, Felix.

—Nidderdale, cuando tenía intención de pedir la mano de Marie, me dijo que habló de una cierta suma. O fue su padre, no lo sé. Pero iban a pagarle una montaña de dinero antes de la ceremonia, y todo se suspendió porque Nidderdale quería cobrar el dinero y quedárselo, pero Melmotte no estaba de acuerdo. Quería que se invirtiera en un fondo.

—¿A ti no te importaría eso?

—No, siempre y cuando me garantizasen un ingreso anual de unas siete u ocho mil libras. No lo haré por menos, madre. No valdría la pena.

—Pero si no tienes un centavo.

—Bueno, puedo cortarme el cuello y pegarme un tiro —dijo, utilizando un argumento que creía que tendría peso en el espíritu de su madre. Aunque si esta le conociera de veras, sabría que no había un hombre con menos probabilidades de quitarse la vida que su propio hijo.

—¡Felix! Es brutal que me hables así.

—Quizá, pero los negocios son así. Tú quieres que me case con esta chica por su dinero.

—Eres tú quien quiere casarse.

—Mira, mi posición es filosófica: quiero su dinero y cuando uno quiere dinero, tiene que decir cuánto, si mucho o poco, y de dónde obtenerlo.

—No creo que exista la menor duda, entonces.

—Si me casara con ella y resultara que no hay ningún dinero como compensación, entonces la posibilidad de cortarme el cuello tomaría mucho cuerpo. Si un hombre juega y pierde, quizá lo vuelva a intentar y gane; pero cuando va a por una heredera y se queda una esposa sin dinero, la cosa no es tan sencilla.

—Claro que el señor Melmotte pagará primero.

—Esa es la idea, y lo que debería hacer. Pero será muy difícil negarme a entrar en la iglesia si el dinero no está en nuestra cuenta. Y Melmotte es tan listo que es capaz de no decir cuándo o cómo pagará. Uno no lleva diez mil libras en el bolsillo así como así, ¿sabes? Así que déjame tranquilo y quizá si sales de mi habitación, me vista y vaya a ver a Melmotte.

Lady Carbury advertía peligro y le daba vueltas y más vueltas. Pero también veía la casa de Grosvenor, los gastos sin límite, las duquesas que iban de visita, cómo la sociedad en general había aceptado a los Melmotte y la fama mercantil del gran hombre. En el otro lado de la balanza, estaba su hijo, su título y sus bolsillos vacíos. La situación de sir Felix era desesperada de verdad. ¿No valía la pena arriesgarse un poco? La vergüenza que pasaba un hombre como lord Nidderdale siempre sería pasajera. Nunca estaría privado de sus propiedades, del marquesado ni del futuro dorado que lo esperaba, pero las perspectivas de sir Felix no eran tan halagüeñas. Todos los bienes de los que disfrutaba —su posición, su título y su bello rostro— eran lo único que heredaría jamás. ¡Estaba en el momento perfecto para arriesgarse! Hasta la decadencia de la riqueza que se desplegaba en Grosvenor sería mejor que la situación actual del barón. Y, además, aunque era posible que Melmotte se arruinara, no cabía duda de que por el momento nadaba en dinero; ¿no sería mejor aprovechar este instante para asegurarse un lugar cerca de la hija a la que entregaría una dote digna de una princesa? Lady Carbury volvió a hablar con su hijo al día siguiente, que era domingo, para intentar convencerlo de que avanzara en la propuesta de matrimonio.

—Creo que deberías estar dispuesto a correr un pequeño riesgo.

Sir Felix no había tenido suerte en la partida del sábado por la noche, y quizá también había bebido demasiado. En cualquier caso, no estaba de buen humor y no le apetecía tolerar las intromisiones de su madre.

—Déjame en paz —dijo—. Yo me ocuparé de mis asuntos.

—¿Acaso no son también los míos?

—No, porque tú no tendrás que casarte con ella y aguantar a esa gente. Yo decidiré qué hago y no quiero que nadie se entrometa.

—¡Qué desagradecido eres!

—Te entiendo perfectamente. Soy un desagradecido cuando no hago lo que tú quieres. No eres de mucha ayuda, ¿sabes? Solo me arrojas a los leones y esperas que sobreviva.

—¿Cómo vas a ganarte la vida, entonces? ¿O tienes pensado ser siempre una carga para mí y para tu hermana? No me extraña, no tienes el menor sentido de la vergüenza. Tu primo Roger tiene toda la razón. Me iré de Londres de una vez por todas y te abandonaré para que te hundas en tu miseria y tus vicios.

—Así que eso dice Roger, ¿eh? Siempre pensé que era uno de esos tipos.

—Es el mejor amigo que tengo.

Cabe hacer una pausa y reflexionar sobre lo que hubiera dicho Roger de la afirmación de lady Carbury.

—Es un viejo malhumorado y tacaño que se mete donde no le llaman, y si vuelve a hacerlo, le diré muy claro lo que pienso de él. Demonios, madre, estas pequeñas conversaciones que mantenemos en mi habitación no me gustan una pizca. Por supuesto que es tu casa, pero ya que me permites tener una habitación propia, podrías dejarme disfrutar de ella.

Lady Carbury no podía explicarle, en el estado en el que ambos se encontraban, que nunca tenía oportunidad de hablar con él excepto en esos momentos. Si esperaba a que bajase a desayunar, se escabullía en cinco minutos y no volvía hasta las tantas de la madrugada. No le importaba, como a la madre pelícano, que sus vástagos le arrancaran hasta la sangre del pecho, pero sentía que se merecía algo a cambio de esa sangre, una compensación por sus sacrificios. En cambio, su hijo era capaz de chupar hasta que no quedara ni una gota y además molestarse por la preocupación que su madre exhibía acerca de su vida. Una y otra vez, lady Carbury recordaba las palabras de su primo y empezaba a pensar que Roger tenía razón. Sin embargo, sabía que llegado el momento, era incapaz de ser severa. Casi se odiaba a sí misma por la debilidad que su propio cariño de madre le infligía, pero no podía negar que era así. Si Felix caía, ella caería con él. A pesar de su crueldad, de su despreciable dureza, de su insolencia y maldad, de su ruin indiferencia hacia el futuro, su madre se aferraría a él para siempre. Todo lo que hacía y todo lo que aguantaba, ¿acaso no era por y para él?

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