Anthony Trollope - El mundo en que vivimos

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Una magistral novela contra la corrupción y la codicia. Augustus Melmotte, un banquero sin escrúpulos recién llegado a Londres, vende a sus inversores un producto sin valor y crea una burbuja que hace subir el precio de las acciones para acaparar beneficios. Esta historia, que podría pasar hoy, es la que se cuenta en esta novela de Anthony Trollope. El mundo en que vivimos está ambientada en el Londres de finales del siglo XIX y es una obra maestra, reconocida por la crítica como la mejor novela de Trollope. Su origen se encuentra en que el autor, tras regresar a Inglaterra de las colonias en 1872, se quedó horrorizado por la inmoralidad y deshonestidad que encontró en su país. Indignado, se sentó a escribir
El mundo en que vivimos, y nada escapó a la sátira de su pluma: ni los políticos, ni los banqueros, ni el mundillo literario, ni los apostadores, ni siquiera el sexo. En un mundo de sobornos, venganzas y en el que las herederas se ganan como fichas de casino, los personajes de Trollope personifican los vicios de su sociedad, que son también los de la nuestra. «Trollope no escribía para la posteridad, sino para su tiempo y momento, pero ese es precisamente el tipo de escritores a los que la posteridad prefiere.» Henry James"Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso." The Guardian

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—Pero si no tiene dinero, mamá.

—Me temo que eso no le detendrá. Y sí que tiene dinero, aunque no sea mucho para él y su círculo de amigos. Si se ha dado al juego, todo está perdido.

—Supongo que todos juegan, más o menos.

—A mí no me consta. Estoy agotada, con el corazón destrozado, por lo poco que se preocupa por mí. No es que no me obedezca; quizá una madre no debe esperar que sus hijos la obedezcan. Es que no le importa nada de lo que digo. Mis palabras caen en saco roto. No tendrá el menor escrúpulo en comportarse mal delante de mí, igual que si fuera una extraña.

—Hace mucho tiempo que Felix hace lo que se le antoja, mamá.

—¡Exactamente! Lo que se le antoja, sí. Pero yo soy la que tengo que pagar sus gastos, como si fuera un niño pequeño. Hetta, te has pasado toda la velada hablando con Paul Montague.

—No, mamá. Eso no es verdad.

—Se ha pasado toda la noche a tu lado.

—Yo no conocía a nadie más. Y difícilmente podía pedirle que no me dirigiera la palabra. Bailé con él dos veces. —Su madre se sentó, llevándose ambas manos a la cabeza, y la sacudió con un gesto desesperado—. Si no querías que hablara con Paul, no deberías haberme llevado al baile.

—No quiero impedirte que hables con él. Ya sabes lo que quiero.

Henrietta se acercó y le dio un beso en la frente.

—Buenas noches, madre.

—Creo que soy la mujer más desgraciada de Londres —sollozó de repente lady Carbury.

—¿Por culpa mía, mamá?

—Podrías hacer tanto, si quisieras. Trabajo como un animal, y nunca gasto un chelín si puedo evitarlo. No quiero nada para mí, nada. Nadie ha sufrido tanto como yo. Pero Felix no piensa en mí, nunca.

—Yo sí pienso en ti, mamá.

—Si eso fuera cierto, aceptarías el ofrecimiento de tu primo. ¿Qué derecho tienes a rechazarle? Estoy convencida de que es por ese joven.

—No, mamá. No es por eso. Mi primo es muy agradable, pero eso es todo. Buenas noches, mamá.

Lady Carbury permitió que su hija le volviera a dar un beso, y luego se quedó a solas.

A las ocho de la mañana siguiente, cuatro jóvenes acababan de levantarse de la mesa de juego del Beargarden. Era un club tan flexible, que no tenía ninguna regla con respecto a la hora del cierre. La única ley era que no abría antes de las tres de la tarde. Pero los criados habían recibido la sutil directriz de retrasarse o no servir bebida ni comida después de las seis de la mañana, de modo que hacia las ocho, la atmósfera cargada de humo empezaba a ser irrespirable incluso para los pulmones jóvenes que poblaban las salas. El grupo de caballeros consistía en Dolly Longestaffe, lord Gresslough, Miles Grendall y Felix Carbury, y los cuatro se habían divertido durante las últimas seis horas con varios juegos de lo más inocente. Habían empezado con whist, y durante la última media hora habían seguido con hookey a ciegas. Felix había ganado durante toda la noche. Miles Grendall lo odiaba, y había comentado discretamente con el joven lord que lo más adecuado y provechoso sería aliviar los bolsillos de sir Felix y recuperar sus pérdidas de las dos últimas noches. Los dos hombres habían jugado pues con una estrategia común, y como eran jóvenes no habían sabido disimularlo, de modo que se había creado cierta atmósfera de hostilidad durante la partida. No debe creer el lector que ninguno de los dos hizo trampas, o que el barón sospechara que había habido juego sucio. Pero Felix sí había comprendido que esa noche Grendall y Grasslough eran sus enemigos, y se había inclinado hacia Dolly en busca de amistad y simpatía. Dolly, sin embargo, estaba un poco bebido.

A las ocho de la mañana se habían apaciguado los ánimos, aunque el dinero no había cambiado de manos. El motivo era que el dinero en efectivo se había superado con creces durante las apuestas de la noche. Grasslough era el que había perdido más, y las cifras y pedazos de papel con las cantidades que debía estaban ahora en poder de Carbury, que contó hasta unas dos mil libras de ganancias por ese lado. Lord Grasslough negó la cifra pero fue en vano. Eran sus iniciales, sus pagarés, y ni siquiera Miles Grendall, que era el más despierto y lúcido de todos, podía negarlo. El propio Grendall había perdido otras cuatrocientas libras, y las había quedado a deber a Carbury. Una cantidad pequeña, pero para Miles equivalía a cuarenta mil libras, porque no podía pagar ni una ni otra. A pesar de todo, entregó su pagaré con aire de despreocupación. Grasslough tampoco tenía un centavo, pero sí tenía un padre; ciertamente, tan empobrecido como él, pero al menos en su caso el asunto tenía visos de solucionarse. Dolly Longestaffe estaba tan bebido que no era capaz ni siquiera de sumar cuánto debía. Carbury y él quedaron en arreglar las cosas, más adelante.

—Supongo que estarás aquí mañana, quiero decir, esta noche —dijo Miles.

—Sí, claro. Pero, una cosa —respondió Felix.

—¿Qué cosa?

—Creo que deberíamos saldar cuentas antes de jugar otra vez.

—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó Grasslough furioso—. ¿Qué insinúas?

—Nunca insinúo, Grassy —dijo Felix—. Creo que cuando la gente juega a las cartas, tendría que ser con dinero en efectivo. Pero no pienso quedarme con tus pagarés. Esta noche tendrás oportunidad de resarcirte.

—Espléndido —dijo Miles.

—Hablaba con lord Grasslough —dijo Felix—. Es un viejo amigo, y nos conocemos bien. Y no te has portado bien esta noche, Grendall.

—¿Cómo? ¿Qué demonios significa eso?

—Creo que deberíamos saldar nuestra cuenta pendiente antes de jugar de nuevo.

—Yo suelo satisfacer mis deudas una vez a la semana —dijo Grendall.

Nadie dijo nada más, pero los jóvenes no se separaron amigablemente. Felix, camino de casa, calculó que si llegaba a cobrar sus ganancias, podría empezar la temporada de nuevo con caballos, sirvientes y todos los lujos de los que había disfrutado en otros tiempos. Si le pagaban, ¡cobraría más de tres mil libras!

Capítulo 6

Roger Carbury y Paul Montague

Roger Carbury, de la casa Carbury, era el dueño de una pequeña propiedad en Suffolk, y era el cabeza de la familia Carbury. Desde la guerra de las Dos Rosas, los Carbury habían vivido en Suffolk, y siempre habían llevado una vida digna, pero no precisamente elevada. No había constancia de que ninguno hubiera alcanzado el título de caballero antes de sir Patrick, que incluso había superado ese nivel, pues le habían hecho barón. Sin embargo, habían conservado sus tierras, y estas les habían seguido allá donde iban, durante los peligros de las guerras civiles, la Reforma, la Commonwealth y la Revolución, y el cabeza de la familia Carbury siempre había sido dueño de y había residido en la casa Carbury. A principios del siglo actual, el señor de Carbury era un hombre notable; si no sus tierras, al menos su papel en la vida del condado sí lo era. Las rentas de las tierras le permitían vivir con comodidad y hospitalidad, beber oporto, montar un fornido caballo de caza, y mantener un viejo carro para que su esposa lo utilizara cuando iba de visita. Contaba con un mayordomo casi centenario, que nunca había vivido en otra casa, y un muchacho del pueblo cercano que era el aprendiz del mayordomo. También había una cocinera, a la que no le dolían prendas para lavar ella misma los platos, y un par de jóvenes doncellas, si bien la señora Carbury se ocupaba de llevar la casa, planchar y limpiar su propia colada, preparar mermelada casera y supervisar el curado de los embutidos. En el 1800, las tierras de los Carbury eran más que suficientes para mantener la residencia Carbury. Desde ese entonces, el valor de la propiedad había subido notablemente, y también los alquileres. Hasta el terreno había crecido, ganando nuevos campos colindantes. Pero los ingresos ya no bastaban para sufragar los gastos de la residencia de un caballero inglés. Hoy en día, cuando un hombre recibe la herencia de un terreno, lo primero que debe averiguar es hasta qué punto le perjudicará eso, hasta que esté seguro de que con las tierras llegan también rentas suficientes para mantenerlo todo. La tierra es un lujo, de todos ellos el más caro. Ahora los Carbury solamente tenían tierras. Suffolk no tenía ni carbón ni hierro, y ninguna gran ciudad había crecido en las cercanías de la propiedad de los Carbury. Ninguno de sus hijos mayores se había dedicado al comercio, ni se había abierto paso profesionalmente, añadiendo algún ingreso a la riqueza de los Carbury. No se había celebrado ninguna alianza con una rica heredera. No se habían arruinado, ni tampoco les habían acometido las desgracias. Pero en el momento de escribir estas líneas, el caballero de Carbury era un hombre pobre, simplemente a causa de la riqueza de los demás. Se suponía que sus tierras rendían unas dos mil libras al año. Si se hubiera contentado con abandonar la casa familiar, residir en el extranjero y que un agente de la propiedad lidiara con los inquilinos de sus tierras, sin duda habría tenido más que suficiente para vivir con lujos. Pero no: vivía en su propia tierra, con su familia, y al igual que todos los Carbury antes que él, era pobre porque estaba rodeado de vecinos ricos. Los Longestaffe de Caversham, de los cuales Dolly era el primogénito y la gran esperanza de su generación, tenían fama de ser muy ricos, y además el fundador de la familia había sido alcalde de Londres y canciller durante el reinado de la Reina Ana. Los Hepworth, que hacían gala de la más irreprochable nobleza, habían acogido entre sus filas a más de una heredera. Los Primero, que disfrutaban de un título respetuoso, Caballero Primero, gracias a la bondad de las gentes de la campiña, comerciaban con españoles hacía cincuenta años, y habían comprado la residencia Bundlesham de manos de un duque. Las propiedades de los tres caballeros, junto con las tierras del obispo de Elmham, rodeaban las de Carbury, y las ensombrecían.

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