1 ...8 9 10 12 13 14 ...56 Esa noche, Marie Melmotte bailaba un vals con Felix Carbury, mientras Henrietta estaba de pie hablando con el señor Paul Montague. Lady Carbury también estaba allí. No le gustaban los bailes, ni las personas como los Melmotte; a Henrietta tampoco. Pero Felix había sugerido que para no perjudicar sus posibilidades con la heredera, todos tenían que aceptar la invitación que su proximidad con la familia Melmotte les había procurado. Así lo hicieron, y entonces Paul Montague también recibió una invitación, lo cual no le gustó demasiado a lady Carbury. Sin embargo, era una mujer capaz de cumplir con su deber, y soportar las penalidades sin quejarse.
—Es el primer gran baile al que asisto en Londres —le dijo Hetta Carbury a Paul Montague.
—¿Y le gusta?
—No, en absoluto. ¿Cómo iba a gustarme? No conozco a nadie. No entiendo cómo se conocen todas estas personas, o si es que se dedican a bailar entre sí sin conocerse.
—Precisamente. Supongo que una vez han bailado, se presentan y terminan conociéndose, y luego va todo tan rápido como les apetezca. Si desea bailar, puede hacerlo conmigo.
—Ya hemos bailado, dos veces.
—¿Acaso hay alguna ley que prohíba bailar tres veces?
—Es que tampoco tengo muchas ganas de bailar —dijo Henrietta—. Creo que iré a consolar a mi pobre madre, que no tiene a nadie con quien hablar.
Pero justo en ese momento, lady Carbury no estaba sola, sino que un amigo inesperado había acudido a hacerle compañía.
Sir Felix y Marie Melmotte estaban dando vueltas y vueltas durante el largo vals, disfrutando de la animada música y de los movimientos del baile. Para ser justos con Felix Carbury, hay que reconocer que la actividad física se le daba bien. Bailaba, montaba a caballo y cazaba con animación, y durante esos instantes se sentía feliz. No se trataba de calcular o de reflexionar, sino de organizar físicamente sus esfuerzos. Y Maria Melmotte también se había sentido feliz. Le gustaba bailar, con todo su corazón, siempre que podía sin perjudicarse.
La habían advertido sobre ciertos hombres, con los que nunca debía bailar. Casi la habían arrojado a los brazos de lord Nidderdale, y se habría casado con él si su padre así se lo hubiera pedido. Pero no disfrutaba cuando se encontraba en sociedad, y aún no era absolutamente desgraciada porque todavía no era consciente de que poseía una identidad propia, y que debía tener derecho a opinar acerca de su destino. Desde luego, sabía que no le gustaba bailar con lord Nidderdale. Y lord Grasslough tampoco bailaba bien, aunque al principio Marie no se había atrevido ni a sugerirlo. Uno o dos de los demás caballeros se habían portado horriblemente de distintas maneras, pero al final habían desaparecido de su horizonte, por un motivo u otro. En aquel momento, no había ningún pretendiente a quien su padre la empujara a aceptar. Simplemente, le gustaba bailar con sir Felix Carbury. No era solo que fuera un caballero apuesto, sino que tenía el poder de modificar su expresión, como si fuera un actor, contradiciendo sus verdaderos pensamientos. Podía parecer enamorado y sincero, hasta que llegaba el momento de ofrecer de veras su corazón, o como mínimo intentarlo. Entonces es cuando fracasaba, pues nada sabía de decir la verdad. Pero no se le daba mal cortejar íntimamente a una joven. Casi había logrado su objetivo con Marie Melmotte, pero Marie aún no había advertido las deficiencias de carácter del joven. A sus ojos, Felix era un dios. Si permitían que sir Felix la cortejara, y podía entregarse a él, creía que alcanzaría una feliz satisfacción.
—Qué bien baila usted —dijo sir Felix, en cuanto recuperó el aliento.
—¿De verdad? —Marie hablaba con un ligero acento extranjero, y eso le daba un cierto atractivo a su entonación—. Nadie me lo había dicho antes. Pero es que nadie me habla de mí.
—Me gustaría decírselo todo de su persona, de principio a fin.
—Pero no lo sabe.
—Lo averiguaría. Creo que puedo adivinar unas cuantas cosas. Le diré lo que más le gustaría en el mundo entero.
—¿Y qué es?
—Alguien a quien usted le gustara más que el mundo entero.
—Ah, cierto. Pero, ¿quién?
—La única manera de saberlo, señorita Melmotte, es creer.
—No, esa no es la única manera. Si una chica me dijera que le gusto más que las demás, no lo sabría. Ella simplemente habría dicho eso. Yo tendría que asegurarme de que es así.
—¿Y si se lo dijera un caballero?
—Entonces le creería aún menos, y no me preocuparía de averiguarlo. Pero sí me gustaría tener una buena amiga, alguien a quien querer diez veces más que a mí misma.
—A mí también.
—No me diga que usted no tiene amigos.
—Me refería a una joven a quien amar diez veces más que a mí mismo.
—Se está usted burlando de mí, sir Felix —dijo la señorita Melmotte.
—¿Cree que eso terminará en algo? —le dijo Paul Montague a la señorita Carbury. Habían regresado al salón, y observaban las acometidas y zalamerías del barón.
—Quiere decir lo de Felix y la señorita Melmotte. No me gusta pensar en ese tipo de cosas, señor Montague.
—Sería una espléndida oportunidad para él.
—Casarse con la hija de unos nuevos ricos vulgares, ¿solo porque ella va a heredar mucho dinero? No creo que le importe un ardite, solamente le importa su dinero.
—¡Pero le gusta tanto el dinero! Sospecho que la única manera en que Felix puede enfrentarse al mundo es siendo el marido de una heredera.
—¡Qué cosa tan espantosa acaba de decir!
—Pero es cierto, ¿verdad? Se ha vendido al mejor postor.
—Ay, señor Montague.
—Y usted y su madre tendrán el mismo destino.
—No me importa lo que me pase.
—A otros sí les importa —Lo dijo sin mirarla, hablando entre dientes, como si estuviera furioso consigo mismo y con ella.
—No le creía capaz de hablar tan duramente sobre Felix.
—No soy duro con él, señorita Carbury. No he dicho que fuera culpa suya. Hay gente que parece nacida para gastar dinero; y como esta joven tendrá mucho dinero para gastar, creo que para él sería bueno casarse con ella. Si Felix tuviera veinte mil libras al año, todo el mundo pensaría que es un hombre bueno.
Al decir esto, el señor Paul Montague se demostró poco apto para adivinar la opinión de la sociedad londinense, pues ya fuera rico o pobre, el mundo, con su negro corazón, jamás consideraría a sir Felix un hombre bueno.
Lady Carbury llevaba sentada una media hora en soledad, sin emitir ninguna queja y oculta bajo un busto, cuando la aparición del señor Ferdinand Alf le arrancó una sonrisa.
—¿Usted aquí? —saludó.
—¿Por qué no? Melmotte y yo somos hermanos de aventura.
—No habría creído que una velada como esta le divirtiera.
—Acabo de encontrarla a usted, y además de eso, he coincidido en abundancia con duquesas y con sus hijas. ¡Esperan al príncipe Jorge!
—¿De verdad?
—Y Legge Wilson, del Departamento de la India, ya está aquí. Acabo de mantener una conversación con él acerca de un tocador enjoyado. Todo un éxito. ¿No le parece, lady Carbury?
—No sé si habla en serio o en broma.
—Jamás bromeo. Digo que es todo un éxito. Los anfitriones han gastado miles de libras para agasajarnos a usted, a mí y a todos sus invitados, y lo único que piden es un poco de apoyo.
—¿Y piensa dárselo?
—Eso hago.
—Me refiero al apoyo del Evening Pulpit. ¿Piensa darles el apoyo de su periódico?
—Bueno, nuestra línea editorial no es precisamente la crónica social ni enumerar los nombres y los atuendos de las damas invitadas. Quizá nuestro anfitrión incluso agradecería que su nombre no apareciera en los periódicos.
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