Maria Edgeworth - Ennui

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¿Qué te queda por desear cuando ya lo tienes todo?El conde de Glenthorn fallece dejando a su heredero su título y una enorme fortuna. El joven conde se entrega sin medida a las diversiones y vicios de moda pero, incluso mientras disfruta de todos ellos, se siente permanentemente insatisfecho sin saber por qué. Es víctima del 
ennui, un hastío que sobreviene a quien lo tiene todo.Sin embargo, la visita de la nodriza irlandesa que lo crio hace que Glenthorn emprenda un viaje a las antiguas tierras de su familia en Irlanda, donde encontrará los mejores antídotos contra su enfermedad: el amor, las aventuras y el trabajo.Maria Edgeworth es la principal novelista inglesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX . Entre sus admiradores se contaban Jane Austen, Lord Byron, Stendhal, Iván Turguénev, Anthony Trollope o Walter Scott."He decidido leer únicamente mis obras y las de Maria Edgeworth." Jane Austen"Las novelas de Maria Edgeworth han sido una revelación para mí. Me gustaría, aunque fuera a mi modesta manera, ser capaz de emular los maravillosos retratos irlandeses que hace la señorita Edgeworth" Iván Turguénev"
Ennui me tiene encantada." Madame de Staël"La contribución más innovadora, valiente e influyente de una escritora inglesa antes de Charlotte Brontë y George Eliot." Marilyn Butler"
Ennui es una obra perfecta, a la altura de los mejores textos de Voltaire." The Edinburgh Review

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Levantó la mirada hacia mi rostro, atónita.

—Sé muy bien —continué— que no le he tratado bien. Tiene sobradas razones para quejarse de mi abandono. A ello atribuyo su error. Olvide el pasado. Yo le daré ejemplo de cómo hacerlo. Prométame que no verá más a ese hombre y nadie sabrá nunca lo que ha sucedido.

No respondió, pero rompió a llorar copiosamente. Parecía incapaz de tomar ninguna decisión, o siquiera de pensar. Me sentí de repente inspirado y enérgico.

—Escríbale ahora mismo —proseguí, poniendo frente a ella pluma y tintero—, escríbale y prohíbale que regrese a esta casa o vuelva a presentarse ante usted. Si acude a mí, yo sabré bien como castigarle para vengar mi honor. Para salvar la reputación de usted, me abstendré, con estas condiciones, de hacer público mi desprecio hacia él.

Entregué una pluma a lady Glenthorn, pero le temblaban tanto las manos que no podía escribir. Lo intentó en vano en varias ocasiones, en la última rasgó el papel y echándose de nuevo a llorar exclamó:

—No puedo escribir… No puedo pensar… No sé qué decir. Escriba usted lo que quiera y lo firmaré.

—¡Escribir yo al capitán Crawley! ¡Escribirle yo lo que quiera! Lady Glenthorn, debe ser usted quién le escriba, no yo. Y si no desea hacerlo, dígalo.

—¡Oh! No es eso. No es eso lo que digo. Deme un momento. No sé qué decir. He sido muy insensata, muy malvada. Es usted muy generoso, pero es demasiado tarde: todo se sabrá. Crawley me traicionará, se lo contará a la señora Mattocks, de modo que haga lo que haga, estoy perdida. ¡Oh! ¿Qué será de mí?

Se retorció las manos y volvió a llorar, y pasó una hora en este estado, indecisa y balbuciente como una niña. Al final, escribió una líneas apenas legibles a Crawley en las que le prohibía volver a verla y le exhortaba a dejar de pensar en ella. Hice enviar la nota y ella me pareció muy arrepentida, muy agradecida y llorosa. A la mañana siguiente, al despertar, fui yo quien recibió una nota de lady Glenthorn.

Después de verle a usted, el capitán Crawley me ha convencido de que soy su esposa a ojos del Cielo, y por lo tanto deseo el divorcio, máxime puesto que toda la conducta de usted desde nuestro matrimonio me ha convencido de que el fondo de su corazón usted lo desea también, sean cuales sean los motivos de usted para fingir lo contrario. Antes de que reciba la presente me habré ido y estaré fuera de su alcance, de modo que no piense en perseguir a quien ya no es

suya

A., señora de Crawley

Tras leer la nota, no pensé ni en perseguir ni en salvar a lady Glenthorn. Tenía tantas ganas de divorciarme de ella como ella de mí. Unos meses después el asunto terminó en juicio. Cuando llegó la vista de la causa, se trajeron a colación tantas circunstancias para intentar mitigar la indemnización y demostrar mi absoluta falta de interés por la conducta de mi esposa, que se sospechó colusión. De esta imputación era inocente en opinión de cuantos me conocían de verdad, y yo refuté el cargo públicamente con un grado de indignación que sorprendió a los que sabían de la natural apatía de mi carácter. Debo observar que durante todo el período en que estuvo pendiente mi divorcio, durante el cual padecí la mayor de las ansiedades, gocé de extraordinaria salud. Pero tan pronto el asunto se zanjó y se falló en mi favor, recaí en mis viejas dolencias nerviosas.

Capítulo 5

No hacer nada era su maldición

¿acaso hay vicio peor?

El desgraciado que se gana el pan en la mina,

o ara el campo para que tengan pan los demás,

padece menos fatiga que la que sufre

quien no puede ni pensar ni leer.*

Como la enfermedad era para mí, en cierto modo, un entretenimiento, siempre me apenaba recuperar la salud. Cuando el interés de estar en peligro decaía, no había otro que ocupara su lugar. Supuse que disfrutaría mi recobrada libertad tras el divorcio, pero «hasta la libertad se volvió insípida». No recuerdo que nada me sacase de mi torpor durante los dos meses siguientes a mi divorcio, excepto una violenta disputa entre mis criados ingleses y mi nodriza irlandesa. No sé si fue el hecho de que se diera demasiados aires, confiando en que era mi favorita, o fueron los prejuicios sobre su origen los que ocasionaron el odio que prevalecía hacia ella; pero todos y cada uno de mis sirvientes declararon que no podían ni querían vivir con ella. Ella expresó el mismo disgusto por tener que tratarlos, pero dijo que soportaría cosas mucho peores, y viviría con el mismísimo diablo, para complacerme y vivir bajo el mismo techo que yo.

El resto de los sirvientes se reía de sus meteduras de pata. Ella respondía a estas pullas con buen humor, pero cuando a alguno se le ocurría reprocharle en serio el haber puesto en peligro mi vida con su zafia aparición la primera vez que se presentó en Sherwood Park, ella replicaba:

—¿Y quién de entre todos vosotros cuidó de él cuando yacía como muerto? ¿Acaso no fui yo? Eso os pregunto.

A esto no tenían respuesta, y la odiaban todavía más porque los hacía callar con su astucia. La protegí tanto tiempo como pude, pero por mor de la paz, al final cedí a la insistencia combinada del despacho del administrador y la sala de los sirvientes, y envié a Ellinor a Irlanda, no sin antes prometerle de nuevo que visitaría el castillo de Glenthorn este año o el próximo. Para consolarla en su partida quise regalarle una suma considerable, pero solo aceptó unas pocas guineas para sufragar los gastos del viaje de regreso a su tierra natal. El sacrificio que hice no me procuró una paz prolongada en mi propio hogar: por culpa de mi indulgencia y de mi temperamento indolente e imprudente, mis criados se habían convertido en mis amos. En cualquier hacienda grande y mal gobernada, los sirvientes, como niños malcriados, descontentos y caprichosos, se convierten en tiranos que dominan a los que no han tenido la capacidad o la constancia necesarias para mandarlos. Recuerdo a un espécimen especialmente delicado que se marchó porque, según me dijo, las cortinas de su cama no se cerraban del todo a los pies del lecho y no estaba acostumbrado a tales incomodidades y que, a pesar de habérselo dicho a la ama de llaves tres veces, no había obtenido solución, lo que le obligaba a pedirme permiso para retirarse de mi servicio.

Su lugar se ofreció a ocuparlo otro presumido petimetre que, con un descaro incomparable, me rogó que le dijera si quería un figurante o un encargado. En beneficio de todos aquellos a quienes esta moderna clasificación de los sirvientes no resulte familiar, permítaseme explicar que un figurante es un criado cuya función es solamente anunciar a los invitados los días en que se celebra una gala, mientras que el oficio de un encargado es variopinto: escribir invitaciones, hablar con los comerciantes impertinentes, llevar mensajes confidenciales, etcétera. Ahora bien, allí donde en un acuerdo aparece un etcétera hay siempre causa de disputa. Puesto que las funciones de un encargado no estaban definidas con precisión, por desgracia requerí de él algún servicio que no entraba en su oficio (creo que le pedí que fuera a buscar mi pañuelo): no podía hacerlo, me dijo, porque no era su trabajo; y así yo, el más perezoso de los mortales, después de esperar un cuarto de hora mientras decidían entre ellos quien debía obedecerme, me vi obligado a levantarme e ir personalmente a por lo que había pedido. Me consolé recordando la historia del pobre rey de España y el brasero. *Habiendo encontrado un precedente regio para mi situación, me di por satisfecho. Todas las grandes personas, me dije, se ven obligadas a padecer este tipo de incomodidades. Me sometí con tanta gracia que mi sumisión no fue tomada como desdén, sino como debilidad. Mi casa, gobernada por un soltero, pronto se ajustó a la perfección a «la buena vida de los de abajo».

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