Maria Edgeworth - Ennui

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¿Qué te queda por desear cuando ya lo tienes todo?El conde de Glenthorn fallece dejando a su heredero su título y una enorme fortuna. El joven conde se entrega sin medida a las diversiones y vicios de moda pero, incluso mientras disfruta de todos ellos, se siente permanentemente insatisfecho sin saber por qué. Es víctima del 
ennui, un hastío que sobreviene a quien lo tiene todo.Sin embargo, la visita de la nodriza irlandesa que lo crio hace que Glenthorn emprenda un viaje a las antiguas tierras de su familia en Irlanda, donde encontrará los mejores antídotos contra su enfermedad: el amor, las aventuras y el trabajo.Maria Edgeworth es la principal novelista inglesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX . Entre sus admiradores se contaban Jane Austen, Lord Byron, Stendhal, Iván Turguénev, Anthony Trollope o Walter Scott."He decidido leer únicamente mis obras y las de Maria Edgeworth." Jane Austen"Las novelas de Maria Edgeworth han sido una revelación para mí. Me gustaría, aunque fuera a mi modesta manera, ser capaz de emular los maravillosos retratos irlandeses que hace la señorita Edgeworth" Iván Turguénev"
Ennui me tiene encantada." Madame de Staël"La contribución más innovadora, valiente e influyente de una escritora inglesa antes de Charlotte Brontë y George Eliot." Marilyn Butler"
Ennui es una obra perfecta, a la altura de los mejores textos de Voltaire." The Edinburgh Review

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—Allá ellos cómo se apañen—dijo el criado—, yo solo espero poder cobrar mi sueldo.

—¡Cómo engañó Crawley a mi señor! —dijo el administrador.

—¡Y qué insensato fue mi señor —dijo el criado— permitiendo que lo gobernase, y que gobernase a su gente, un advenedizo como ese! Con su permiso, señor Turner, iré a la casa a hablar con James y regresaré de inmediato.

—No, no, Robert, debes quedarte aquí mientras me acerco a casa a cerrar con llave mis aposentos antes de que Crawley empiece a registrarlos.

Y así me quedé solo con el criado. Apenas se había marchado el administrador cuando escuché una voz que, en voz baja y con tono de gran preocupación, preguntaba:

—¿Está muerto?

Entreabrí los ojos para ver quién había hablado. La voz procedía de la puerta que estaba frente a mí y mientras el criado volvía la espalda para mirarla, yo levanté la cabeza y vi que se trataba de la anciana que había provocado mi accidente. Estaba de rodillas en el umbral, con los brazos cruzados sobre el pecho. Nunca olvidaré su rostro, que era la misma imagen de la desesperación.

—¿Está muerto? —repitió.

—Diría que sí —contestó el criado.

—Por el amor de Dios, dejadme entrar, si está ahí dentro —gritó ella.

—Pues entre, si quiere, y quédese mientras yo me acerco a la casa. *

El criado se marchó y mi vieja nodriza, al verme, fue presa de un dolor agónico. No entendí ni una palabra de las que pronunció, pues hablaba en su lengua nativa, pero sus lamentos me llegaron al corazón, puesto que salían directamente del suyo. Se abalanzó sobre mí y sentí como sus lágrimas caían sobre mi frente. No puede abstenerme de susurrar:

—No llores… Estoy vivo.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó ella, incorporándose por la sorpresa, y acto seguido se hincó de rodillas para dar gracias a Dios.

Entonces, llamándome por todos los nombres cariñosos que las nodrizas suelen emplear con sus niños, alternó las súplicas de que la perdonase con imprecaciones hacia sí misma por haber sido la causa de esta desgracia y oraciones por mi recuperación.

El gran afecto que esta pobre mujer sentía por mí me emocionó más que ninguna otra cosa en mi vida hasta entonces; parecía ser la única persona en la tierra que realmente me quería y, a pesar de su vulgaridad y de mis prejuicios contra el tono en que hablaba, despertó en mí sentimientos de ternura y gratitud.

—¡Mi buena señora, si vivo, he de recompensarte! Dime qué deseas —dije yo.

—¡Que vivas! ¡Qué vivas! Que Dios te bendiga y que vivas, eso es todo lo que quiero de ti, mi tesoro, y que hasta que estés bien, dejes que te vele por las noches como solía hacer cuando eras niño y te tenía en mis brazos para mí sola, querido.

Tres o cuatro personas entraron corriendo en la sala, precediendo al capitán Crawley, cuya voz se oyó en este instante en la distancia. Tuve el tiempo justo de hacer comprender a la pobre mujer que quería fingir que estaba muerto; ella entendió mi plan con sorprendente rapidez. El capitán Crawley subió las escaleras, hablando como si fuera el señor con el administrador y la gente que lo acompañaba.

—¿Qué hace aquí esa vieja arpía? ¿Dónde está Robert? ¿Dónde está Thomas? Les ordené que permaneciesen aquí hasta que yo volviera. Señor Turner, ¿por qué no se quedó usted aquí? ¡Cómo! ¿No ha venido todavía el forense? El forense tiene que ver el cuerpo, os digo. ¡Buen dios! ¡Qué atajo de cabezas de chorlito estáis hechos! ¿Cuántas veces os tengo que repetir algo para que se haga? Nada se puede hacer hasta que lo haya visto el forense; luego hablaremos del funeral, señor Turner: una cosa después de la otra. Todo debe hacerse a su debido tiempo, señor Turner. Lady Glenthorn confía en mí para todos sus asuntos. Lady Glenthorn desea que me encargue de todo.

—Desde luego, sin duda, muy apropiado… No digo nada en contra de ello.

—Pero —continuó Crawley, volviéndose hacia el sofá sobre el que yo yacía y viendo a Ellinor arrodillada a mi lado— ¿cómo es que esa vieja bruja irlandesa sigue aquí? ¿Por qué está usted aquí, diga? ¿Quién es usted?

—Con la venia, su señoría, yo fui su nodriza y tenía el natural deseo de verlo de nuevo antes de que me llegara la hora.

—¿Y ha venido desde Irlanda por esa idea peregrina?

—Así es… Eso me ha impulsado cada pulgada del camino desde mi hogar.

—¡Caramba! Veo que de insensatez anda usted sobrada —dijo Crawley.

—Seré insensata, señor, pero siempre lo fui en lo tocante a los críos que amamanté.

—¡Críos! Bien, pues ahora ya puede seguir su camino, ya ve que aquí no son necesarios sus servicios, nodriza.

—No me moveré de este lugar mientras él siga aquí —dijo mi niñera, agarrándose a la pata del sofá con todas sus fuerzas.

—¡Que no se moverá, dice! —rugió el capitán Crawley— ¡Échenla de aquí ahora mismo!

—¡Oh, no será usted capaz! ¡No será usted tan cruel como para echar a esta vieja nodriza de aquí cuando ni siquiera está frío el cuerpo de su niño! ¿No me dejará ver como lo entierran?

—¡Sáquenla de aquí inmediatamente! ¡Quiten de mi vista a esa bruja irlandesa! No toleraré sus aullidos aquí. ¡Échala ahora mismo, John! —le dijo Crawley a mi criado.

El sirviente dudó, según me pareció, pues Crawley tuvo que repetir la orden más taxativamente:

—¡O la echas o te marchas de aquí tú mismo!

—Quizá es que el primero que tiene que irse de aquí es usted —dijo ella.

—¡Que yo tengo que irme! —gritó el capitán Crawley, furioso—. ¿Se puede ser más insolente?

—¿Y se puede ser más cruel conmigo y con el niño al que amamanté, que yace como un muerto ante usted y que sin duda fue buen amigo suyo?

Crawley la agarró y tiró de ella para echarla, pero ella se agarró al diván sobre el que yo estaba tendido y se resistió con tanta energía que empezó a moverse el mueble.

—¡Basta! —grité yo, incorporándome.

Se hizo el silencio de golpe. Miré a mi alrededor, pero no pude pronunciar una sola sílaba más. Ahora, por primera vez, era consciente de que realmente me había hecho daño en la caída. Me daba vueltas la cabeza y tenía el estómago revuelto. Contemplé el rostro desencajado de Crawley y cómo él y el administrador se miraban el uno al otro. Su caras eran fantasmagóricas, como rostros vistos en una pesadilla. Me derrumbé de nuevo sobre el diván.

—Ay, túmbate, mi niño, que no te altere esta gentuza —dijo mi nodriza—. Que hagan lo que quieran conmigo, poco me importa una vez esté segura de que estás en buenas manos.

Hice un gesto al criado que había dudado en echar a Ellinor y le dije que avisara al ama de llaves y que me llevaran a mi cama.

—Y ella —dije, señalando a mi antigua tata— me cuidará por las noches.

No pude decir nada más. Lo que hicieran después conmigo, no lo recuerdo; pero sé que desperté en mi lecho con las sienes vendadas y mi pobre niñera arrodillada a un lado de mi cama, con un rosario en la mano; y al otro lado, cuchicheando entre ellos, estaban un cirujano, un médico, Crawley y lady Glenthorn. Entre ellos y yo estaba corrida la cortina del dosel, pero Crawley percibió mi movimiento al despertarme y salió inmediatamente de la habitación. Lady Glenthorn apartó la cortina y me preguntó cómo me encontraba, pero en cuanto la miré, se desplomó sobre la cama, presa de violentos temblores, y no fue capaz de terminar la frase. Le rogué que se retirase a descansar y lo hizo. El médico ordenó se evitase cualquier cosa que pudiera alterarme y parecía opinar que mi vida corría peligro. Le pregunté qué creía que me pasaba, y el cirujano, con rostro muy serio, me informó que tenía una contusión de mal pronóstico en la cabeza. Había oído hablar de las conmociones cerebrales, pero no sabía exactamente que eran, y mi ignorancia atizó mi miedo. Hacía tan solo unas horas había estado a punto de poner fin voluntariamente a mi vida porque se había vuelto una carga insoportable, pero ahora que corría peligro, me parecía un bien que debía conservar a toda costa, y el interés que percibía en otros por librarse de mí aumentaba mi deseo de recobrar la salud. Mi recuperación, sin embargo, pendió de un hilo durante un tiempo. Caí presa de unas fiebres que me dejaron alarmantemente débil. Mi vieja nana, a la que en adelante me referiré ya por su nombre, Ellinor, me atendió con el mayor cariño y diligencia durante mi enfermedad; *prácticamente no se apartó de la cabecera de mi cama ni de día ni de noche; y luego, cuando recobré el uso de mis sentidos, era la única persona que toleraba cerca de mí. Sabía que era sincera y, por muy rudimentarios que fueran sus modales y torpe su ayuda, la buena voluntad con la que la ofrecía hacía que la prefiriera a las más delicadas y diestras atenciones que cualquier otro pudiera procurarme. La propia incorrección de sus modales y la franqueza con la que me hablaba, sin preocuparse de lo que era apropiado teniendo en cuenta su situación o mi estatus, en lugar de ofenderme o molestarme, me agradaban; además, la novedad de su dialecto y de su forma de pensar, me entretenían todo lo que se puede entretener a un hombre enfermo. Recuerdo que en una ocasión me dijo que, si Dios quería, a ella le gustaría morir el día de Navidad, porque ese día, según se dice, las puertas del Cielo están abiertas y ¿quién sabe? quizá podría colarse dentro sin que la vieran. Cuando se sentaba conmigo por las noches hablaba interminablemente, pues me aseguró que, según había descubierto, no había nada mejor que hablar sin cesar para conseguir que alguien se durmiera. Yo la escuchaba o no, según me apetecía, y a ella le parecía bien. Poseía un arsenal infinito de anécdotas de mis antepasados, todas a mayor honor y gloria de la familia, y también poseía una memoria prodigiosa para los insultos, o tradiciones de insultos, que los Glenthorn habían recibido desde hacía mucho, remontándose a los tiempos de los antiguos reyes de Irlanda e incluso mucho antes de que sometieran a un soberano, cuando su «apellido, que fue una pena y una desgracia, y diré más, una vergüenza, cambiar, era O’Shaughnessy». Conocía un buen número de historias sobre caudillos irlandeses y escoceses. Estoy seguro de que no olvidaré la historia de O’Neill, el barbanegra irlandés, *pues Ellinor me la contó al menos seis veces. Estaba también bien surtida de hadas y brujas sin sombra, y de banshees* y demás. Tenía legiones de espectros y fantasmas, e infinitos castillos encantados, entre ellos mi propio castillo de Glenthorn, que describía con tanta elocuencia que despertó en mí el deseo de conocerlo. Durante muchos años, decía la anciana, había rezado cada noche para que Dios le permitiera vivir lo bastante para verme en mi castillo, y en muchas ocasiones quiso venir a Inglaterra a decírmelo, pero su marido, mientras vivió, no le permitió partir en lo que consideraba un viaje insensato. Pero quiso Dios llevárselo durante la última feria, y entonces ella había resuelto que nada le iba a impedir estar con su niño el día de su cumpleaños. Y ahora, si llegaba a verme en mi castillo de Glenthorn, moriría feliz, y ¡qué pena que no hubiera yo ido nunca a verlo! En Inglaterra, según decía, yo solo era un lord, pero en Irlanda podría vivir como un rey.

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