—Ojalá mi digestión estuviera a la altura de mi apetito.
No querría que se me tildase de exagerado, y por ello no enumeraré las gestas que he visto realizar a estos valientes héroes de la mesa. Después de ver lo que he visto, por no hablar de lo que yo personalmente he logrado, me lo creo todo sobre la capacidad del estómago humano. Puedo incluso dar crédito a la cena que Madame de Bavière afirma que vio ingerir a Luis XIV, que consistió en: «quatre assiettes des différentes soupes; un faisan tout entier; un perdrix; une grande assiette pleine de salade; du mouton coupé dans son jus avec de l’ail; deux bons morceaux de jambon; une assiette pleine de pâtisserie; du fruit et des confitures!».* Ni puedo tampoco dudar de la exactitud del historiador que asegura que un emperador romano, *uno de los más moderados de los glotones imperiales, desayunaba quinientos higos, cien melocotones, diez melones, cien currucas y cuatrocientas ostras. *
El epicureísmo no fue más popular durante la decadencia del Imperio romano de lo que lo es hoy en día entre los jóvenes nobles y ricos de Gran Bretaña. Ni uno de mis selectos compañeros de mesa habría sido digno de tomar parte en los debates sobre el rodaballo inmortalizados por el satírico romano. *Un amigo mío, obispo, fue un día a su cocina a observar un gran rodaballo que el cocinero estaba preparando. Al cocinero le había parecido tan grande que le había cortado las aletas:
—¡Qué desperdicio! —gritó el obispo, e inmediatamente le pidió al cocinero que se quitase el delantal y se lo diese, se lo colocó sobre su sotana y volvió a coserle las aletas al rodaballo con sus propias y episcopales manos.
A juzgar por mi propia experiencia, atribuyo el epicureísmo, que tan de moda está, en buena parte al ennui. Muchos ceden a este hedonismo porque no tienen otra cosa que hacer. Téngase en cuenta que lo único que nos queda a los que no disponemos de la energía necesaria para disfrutar de los placeres de la mente es entregarnos a las indulgencias de los sentidos. Me atrevo a decir que si Heliogábalo fuera llamado a prestar testimonio en su propio caso y se le pudiera explicar el significado de la palabra ennui, sin duda estaría de acuerdo conmigo en que fue la causa de la mitad de sus vicios. El hecho de que ofreciera una recompensa a quien le descubriera nuevos placeres es mejor prueba de ello que cualquier confesión. Doy gracias a Dios por no haber nacido emperador, pues me habría convertido en un auténtico monstruo. Aunque no siento la menor inclinación hacia la crueldad, puede que la hubiera adquirido meramente por experimentar la emoción que provocan las auténticas tragedias. Por fortuna, yo era solo un conde epicúreo.
Mi afición a los excesos de la mesa perjudicó mi salud y fue necesario realizar violentos ejercicios físicos para contrarrestar los efectos de mi intemperancia. Mi máxima era que un hombre podía comer y beber cuanto le viniera en gana si luego hacía el necesario ejercicio. Reventé catorce caballos *y sobreviví, pero me cansé de reventar caballos y seguí comiendo sin templanza. Se apoderó de mí un mal nervioso, acompañado de una melancolía extrema. Frecuentemente se me ocurría poner fin a mi existencia y en muchas ocasiones incluso llegué a decidir cómo lo haría, pero motivos muy poco importantes, y aparentemente irrelevantes o ridículos, impidieron que lo llevara a cabo. En una ocasión me mantuvo vivo una pocilga, que quería ver terminada. En otra ocasión pospuse acabar conmigo hasta que una estatua, que acababa de comprar por mucho dinero, fuera colocada en mi salón egipcio. *Por la torpeza del transportista, se rompió el pulgar de la estatua. Ese pulgar roto me salvó la vida, pues convirtió el ennui en ira. Como Montaigne y su salchicha, *ahora tenía algo de lo quejarme, y eso me hacía feliz. Pero al final mi enfado remitió, el pulgar dejó de servirme como tema de conversación y recaí en el silencio y en la más negra melancolía. Estaba «cansado del sol»; *volvieron los pensamientos suicidas. Estaba en esos momentos a punto de cumplir veinticinco años. Se preparaba la celebración de mi cumpleaños. Lady Glenthorn me había convencido de que pasara el verano en Sherwood Park, porque para ella el lugar era nuevo. Llenó la casa de gente y jaleo, lo que aumentó mi descontento. Llegó mi cumpleaños —yo deseaba morir— y decidí pegarme un tiro al terminar la jornada. Me metí una pistola en el bolsillo y desaparecí hacia el final de la tarde sin que ninguno de mis joviales compañeros reparara en mi ausencia. Lady Glenthorn y sus amigos estaban bailando, y yo estaba cansado de tantos ruidos felices. Tomé el sendero privado al bosque aledaño a la casa, pero me crucé con uno de mis criados que traía un excelente caballo que uno de mis viejos aparceros me enviaba de regalo por mi cumpleaños. Hice ensillar y embridar el caballo, el criado me sostuvo el estribo y lo monté. El hombre me dijo que la puerta privada estaba cerrada, e hice dar la vuelta al animal hacia la entrada principal. Fuera, junto a la puerta, sentada en el suelo, envuelta en una gran capa roja, había una anciana, que se levantó y se lanzó hacia mí en cuanto me vio, estirando sus brazos y la capa al mismo tiempo.
—¡Ay! ¿Eres tú a quien ven mis ojos? —gritó, con un fuerte acento irlandés.
Ante el grito y la visión de la mujer abalanzándose hacia nosotros, mi caballo, que era tímido, reculó un poco. Le ordené a la mujer que despejara el camino.
—¡Dios bendiga tu dulce rostro! Soy Ellinor, la nodriza que amamantó cuando eras un bebé en Irlanda. Hace mucho que quería verte —continuó, cerrando los puños y permaneciendo en medio de la puerta, a pesar de mi caballo, al que yo espoleaba para que avanzara.
—¡Quítese de en medio, por el amor de Dios, buena mujer, o haré que mi caballo le pase por encima! ¡So! ¡So! ¡So! —dije, yo, dando unos golpecitos a mi inquieta montura.
—¡Oh! Si es un animalito tímido ¡Dios lo bendiga! Ahora está manso como un corderito y yo tengo que daros un beso a uno de los dos —gritó ella, echándole los brazos al cuello al caballo.
El caballo, poco acostumbrado a este tipo de saludo, se encabritó de repente y me tiró al suelo. Me golpeé la cabeza contra el pilar de la puerta. Lo último que oí fue el disparo de una pistola, pero desconozco qué sucedió después. El golpe me dejó aturdido e inconsciente. Cuando abrí los ojos me encontré tendido sobre uno de los cojines de mi landó y rodeado por una multitud de personas, que hablaban todas a la vez. Entre el ruido de voces no pude distinguir lo que decía nadie hasta que la del capitán Crawley se elevó por encima del resto, diciendo:
—¡Llamen inmediatamente a un cirujano, pero no hay nada que hacer! ¡Nada que hacer! Lleven el cuerpo al pabellón de banquetes, yo voy corriendo a avisar a lady Glenthorn.
Comprendí que creían que estaba muerto. Yo, en ese momento, no tenía la sensación de estar herido. Tenía curiosidad por saber cómo reaccionarían todos a mi defunción, así que cerré los ojos antes de que nadie percibiera que los había abierto. Me quedé inmóvil y procedieron a llevarme, siguiendo las órdenes del capitán Crawley, al pabellón de banquetes. Cuando llegamos allí, mis sirvientes me tendieron en uno de los divanes y la multitud, su curiosidad más que satisfecha, se dispersó poco a poco hasta que solo quedaron junto a mí un criado y mi administrador.
—No creo que esté muerto —dijo el criado—. Todavía le late el corazón.
—Oh, pero es como si lo estuviese, porque no mueve ni manos ni pies y dicen que es seguro que se ha roto el cráneo. Será mejor esperar a ver que dice el cirujano, pero estoy seguro de que no vendrá. Ahora Crawley hará de su capa un sayo en todo, y a mí más me vale poner tierra por medio.
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