Maria Edgeworth - Ennui

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¿Qué te queda por desear cuando ya lo tienes todo?El conde de Glenthorn fallece dejando a su heredero su título y una enorme fortuna. El joven conde se entrega sin medida a las diversiones y vicios de moda pero, incluso mientras disfruta de todos ellos, se siente permanentemente insatisfecho sin saber por qué. Es víctima del 
ennui, un hastío que sobreviene a quien lo tiene todo.Sin embargo, la visita de la nodriza irlandesa que lo crio hace que Glenthorn emprenda un viaje a las antiguas tierras de su familia en Irlanda, donde encontrará los mejores antídotos contra su enfermedad: el amor, las aventuras y el trabajo.Maria Edgeworth es la principal novelista inglesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX . Entre sus admiradores se contaban Jane Austen, Lord Byron, Stendhal, Iván Turguénev, Anthony Trollope o Walter Scott."He decidido leer únicamente mis obras y las de Maria Edgeworth." Jane Austen"Las novelas de Maria Edgeworth han sido una revelación para mí. Me gustaría, aunque fuera a mi modesta manera, ser capaz de emular los maravillosos retratos irlandeses que hace la señorita Edgeworth" Iván Turguénev"
Ennui me tiene encantada." Madame de Staël"La contribución más innovadora, valiente e influyente de una escritora inglesa antes de Charlotte Brontë y George Eliot." Marilyn Butler"
Ennui es una obra perfecta, a la altura de los mejores textos de Voltaire." The Edinburgh Review

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La diferencia de rango ha sido siempre un acicate para la loable emulación, pero aquellos que consideran que ser admitidos en ciertos círculos de la sociedad es el súmmum de la dicha y la ascensión, descubrirán aquí el desencanto y tremendo castigo en el que acaban tales ambiciones.

Si se me permite añadir unas palabras sobre la forma en que la señorita Edgeworth trata al público, debo decir que la indulgencia con la que fueron recibidos sus escritos no la ha vuelto descuidada ni vanidosa. Las fechas que acompañan a estas historias demuestran que no se han impuesto apresuradamente al lector.

Richard Lovell Edgeworth

Edgeworthstown, marzo de 1809

‘Que faites-vous à Potzdam?’ demandois-je un jour au prince Guillaume. ‘Monsieur,’ me répondit-il, ‘nous passons notre vie à conjuguer tous le même verbe; Je m’ennuie, tu t’ennuies, il s’ennuie, nous nous ennuyons, vous vous ennuyez, ils s’ennuient; je m’ennuyois, je m’ennuierai,’etc.

Thiebault, Mém. de Frédéric le Grand*

Capítulo 1

Criado en la indolencia y el lujo, crecí rodeado de amigos que parecían no tener otra misión en la vida que ahorrarme el esfuerzo de pensar o actuar por mí mismo y, además, continuamente me inducían a permanecer en mi orgullosa postración recordándome que era el único hijo y el heredero del conde de Glenthorn. Mi madre murió pocas semanas después de mi nacimiento, y perdí a mi padre siendo muy joven. Quedé bajo los cuidados de un tutor legal que, para ganarse mi afecto, no coartó nunca mis deseos, por caprichosos que fueran: cambié de escuela y maestros tan a menudo como me pareció y, en consecuencia, no aprendí nada. Al final encontré un profesor particular que me vino como anillo al dedo, pues compartía por completo mi opinión de que «todo aquello que el joven conde de Glenthorn no aprenda por el instinto de su genio, no merece ser aprendido». Cualquier hombre con dinero puede comprar la reputación de poseer talento, y dinero yo tenía de sobras, pues mi guardián tuvo a bien sobornarme con parte de mi propia fortuna para que me abstuviera de preguntar por cierta cantidad faltante en el monto total. Por mi parte, entendí perfectamente mi parte de este pacto tácito y, lógicamente, estábamos en los términos más amistosos que pueda imaginarse y nos mostrábamos absoluta confianza, pues yo estaba convencido de que era mejor tratar con mi tutor que con los prestamistas judíos. Así pues, a una edad en que otros jóvenes están sometidos a ciertas reglas, sea porque sus circunstancias los obligan a contenerse o porque a ello contribuye la discreción de sus amigos, yo me convertí en soberano absoluto de mí mismo y de mi fortuna. Mis compañeros me envidiaban, pero ni siquiera su envidia bastaba para hacerme feliz. Empecé, siendo aún niño, a sentir el azote de los síntomas de esta afección mental que desafía las capacidades de la medicina y para la que la riqueza solo puede aportar un alivio temporal. Para esta dolencia no existe un nombre definido en inglés, pero, ¡ay! por ello un término foráneo se ha implantado en Inglaterra. Entre las clases altas, entre los acaudalados o entre los famosos, ¿acaso hay alguien que no conozca el ennui? Al principio no fui consciente de padecer este mal. Sentía que me sucedía algo, pero no sabía qué era. Sin embargo, los síntomas ya se manifestaban con claridad. A menudo me afligían ataques de impaciencia, o de bostezos o sentía el impulso irresistible de desperezarme, de tal modo que mi cuerpo y mi alma permanecían en constante agitación, padeciendo una especie de aversión al lugar en el que me hallara en cada momento o, más bien, a cuanto sucedía ante mis ojos, pues raramente llegaba al extremo de hacer algo al respecto, dado mi profundo aborrecimiento o incapacidad de realizar ningún esfuerzo voluntario. En ausencia de estímulos externos, me sumía en la apatía y vacuidad mental que se conoce vulgarmente como ensimismamiento. Si me encontraba confinado en una habitación durante más de media hora, debido al mal tiempo o a otras contrariedades, caminaba de un lado a otro con inquieta y absurda obstinación, como un nervioso conejo atrapado en su madriguera. Sentía una sed insaciable de novedades y un amor infantil por el movimiento.

Mi médico y mi tutor, que no sabían qué hacer conmigo, me enviaron al extranjero. Inicié mis viajes cuando tenía dieciocho años, acompañado por mi profesor favorito. Nuestras ideas en cuanto al modo de viajar concordaban; fuimos de un sitio a otro tan rápido como los caballos y las ruedas —y los improperios y las guineas— pudieron llevarnos. Pero Milord Anglois *recorrió medio mundo sin por ello alejarse una sola pulgada de su ennui. Me quedaban todavía tres largos años para alcanzar la mayoría de edad. ¡Cuánto dinero gasté durante este plazo para intentar que el tiempo transcurriera más rápido! Pero cuanto más persistía en acelerarlo, más lento avanzaba el villano. Perdí mi dinero y la paciencia.

Al fin llegó el día que tanto llevaba esperando: ¡tenía veintiún años! Por fin tomé posesión de mi herencia. Sonaron las campanas, se encendieron hogueras, prepararon banquetes, fluyó el vino, se dieron hurras, amigos y aparceros se arremolinaron a mi alrededor, y no se oían más que palabras de felicidad y parabienes. El trajín de mi situación me mantuvo despierto durante varias semanas; el placer de gozar de mis propiedades era nuevo y lo disfruté mientras duró el efecto de la novedad. No puedo decir que estuviera contento, pero mi mente estaba henchida por la magnitud de mis posesiones. Era propietario de grandes fincas en Inglaterra y en uno de los remotos condados marítimos de Irlanda, país en el que era dueño y señor de un inmenso territorio junto al antiguo castillo de Glenthorn, ¡un noble montón de piedras antiguas que valía más que diez de los degenerados castillos modernos de hoy en día! Estaba ubicado en un paraje romántico y remoto, al menos según podía juzgar por un cuadro que me decían que reflejaba bien la realidad y que colgaba en mi salón de Sherwood Park, en Inglaterra. Yo nací en Irlanda y se me amamantó, según me contaron, en una cabaña irlandesa, pues mi padre estaba convencido de que así crecería más fuerte. Me dejó con mi nodriza irlandesa hasta que tuve dos años y desde ese momento hasta la fecha ni él ni yo volvimos a pisar Irlanda. A él le disgustaba ese país, y yo heredé sus prejuicios. Decidí que residiría siempre en Inglaterra. Sherwood Park, mi residencia en la campiña inglesa, tenía un solo defecto: era perfecta. La casa era majestuosa y, además, del gusto moderno; los muebles eran elegantes y a la moda, y por doquier se percibía el brillo de lo nuevo. No faltaba ningún lujo. El crítico más escrupuloso no habría sido capaz de encontrarle un pero. Mi jardín, mis tierras, mostraban toda la belleza de la naturaleza y el arte, combinadas con exquisitez. Había bosques majestuosos cuyo oscuro follaje se mecía… En fin, prefiero ahorrar a mis lectores el resto de la descripción, pues recuerdo que una vez me quedé dormido mientras un poeta leía una oda a los encantos de Sherwood Park. Pronto mis ojos se acostumbraron a esos encantos, e incluso palideció el efecto que sobre mi vanidad tenía ser el dueño de un lugar tan maravilloso. Todo visitante ocasional, cualquier desconocido e incluso la gente corriente a la que permitía una vez a la semana pasear por mis jardines privados, los disfrutaban mil veces más que yo. Recuerdo que, unas seis semanas después de llegar a Sherwood Park, escapé una noche de la multitud de amigos que llenaba mi casa con la intención de regalarme un paseo solitario y melancólico. A cierta distancia vi a un grupo de personas que habían venido a admirar el lugar y, para no encontrarme con ellos, me refugié bajo un gran árbol cuyas ramas colgaban hasta el suelo y me ocultaban de los paseantes. Así sentado, mientras bostezaba esperando que pasaran de largo, oí a uno de los miembros del grupo exclamar:

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