Arthur Doyle - Sherlock Holmes - La colección completa (Clásicos de la literatura)

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura): краткое содержание, описание и аннотация

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En Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle creó uno de los personajes literarios más conocidos y más realizados en el mundo. Desde la muerte de Doyle, ha habido un montón de escritores que imitan sus historias. Sin embargo, con raras excepciones la mayoría no ha estado a la altura de los altos estándares establecidos por Doyle en sus mejores sus cuentos de Sherlock Holmes.

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Al llegar a Coombe Tracey le dije a Perkins que buscara acomodo a los caballos e hice algunas preguntas para localizar a la dama a la que me proponía interrogar. Encontré sin dificultad su alojamiento, céntrico y bien señalado. Una doncella me hizo pasar sin muchas ceremonias y, al entrar en el salón, la dama que estaba sentada delante de una máquina de escribir marca Remington se puso en pie con una agradable sonrisa de bienvenida. Su expresión cambió, sin embargo, al comprobar que se trataba de un desconocido; acto seguido se sentó de nuevo y preguntó cuál era el objeto de mi visita.

Lo primero que impresionaba de la señora Lyons era su extraordinaria belleza. Tenía los ojos y el cabello de un color castaño muy cálido, y sus mejillas, aunque con abundantes pecas, se veían agraciadas con la perfección característica de las morenas: la delicada tonalidad que se esconde en el corazón de la rosa. La admiración era, como digo, la primera impresión. Pero a la admiración sucedía de inmediato la crítica. Había un algo muy sutil que no funcionaba en aquel rostro, una vulgaridad en la expresión, quizá una dureza en la mirada, un rictus en la boca que desvirtuaba belleza tan perfecta. Pero todas estas reflexiones son, por supuesto, tardías. En aquel momento no hice más que darme cuenta de que tenía delante a una mujer muy hermosa que me preguntaba cuál era el motivo de mi visita. Y hasta entonces yo no había entendido bien hasta qué punto era delicada mi misión.

—Tengo el placer —dije— de conocer a su padre.

Era un presentación muy torpe y la señora Lyons no la pasó por alto.

—Mi padre y yo no tenemos nada en común —respondió—. No le debo nada y sus amigos no lo son míos. Si no hubiera sido por el difunto Sir Charles Baskerville y otras personas de buen corazón podría haberme muerto de hambre sin que mi padre moviera un dedo.

—He venido a verla precisamente en relación con el difunto Sir Charles Baskerville.

Las pecas adquirieron mayor relieve sobre el rostro de la dama.

—¿Qué puedo decirle acerca de él? —preguntó, mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con los marginadores de la máquina de escribir.

—Usted lo conocía, ¿no es cierto?

—Ya le he dicho que estoy muy en deuda con su amabilidad. Si soy capaz de mantenerme, se lo debo en gran parte al interés que se tomó al conocer mi desgraciada situación.

—¿Se carteaba usted con él?

La dama levantó rápidamente la vista, con un brillo de cólera en los ojos de color de avellana.

—¿Cuál es el objeto de estas preguntas? —quiso saber, con tono cortante.

—El objeto es evitar un escándalo público. Es mejor hacerlas aquí, y evitar que este asunto escape a nuestro control.

La señora Lyons guardó silencio al tiempo que palidecía. Por fin alzó de nuevo los ojos con un algo temerario y desafiante en su actitud.

—Está bien, responderé —dijo—. ¿Qué es lo que quiere saber?

—¿Se carteaba usted con Sir Charles?

—Le escribí por supuesto una o dos veces para agradecerle su delicadeza y su generosidad.

—¿Recuerda usted las fechas de esas cartas?

—No.

—¿Lo conoció usted personalmente?

—Sí, estuve con él una o dos veces, cuando vino a Coombe Tracey. Era un hombre muy reservado y prefería hacer el bien con mucha discreción.

—Si lo vio tan pocas veces y le escribió con tan poca frecuencia, ¿qué fue lo que le impulsó a ayudarla, como usted asegura que hizo?

La señora Lyons resolvió mi objeción con la mayor facilidad.

—Eran varios los caballeros que estaban al tanto de mi triste historia y que se unieron para ayudarme. Uno de ellos, el señor Stapleton, vecino y amigo íntimo de Sir Charles, fue muy amable conmigo, y el baronet supo de mis problemas por mediación suya.

Yo estaba enterado de que Sir Charles Baskerville había recurrido en diferentes ocasiones a Stapleton como limosnero suyo, de manera que la explicación de mi interlocutora tenía todos los visos de ser cierta.

—¿Escribió usted alguna vez a Sir Charles pidiéndole una cita? —continué.

La señora Lyons enrojeció una vez más, movida por la ira.

—A decir verdad, señor mío, se trata de una pregunta singular.

—Lo siento, señora, pero debo repetírsela.

—En ese caso respondo: desde luego que no.

—¿Ni siquiera el mismo día de la muerte de Sir Charles?

El rubor desapareció en un instante y tuve ante mí una palidez mortal. La sequedad que se apoderó de su boca le impidió pronunciar el «No» que yo vi más que oí.

—Sin duda la traiciona la memoria —le respondí—. Podría incluso citar un pasaje de su carta. Decía así: «Por favor, por favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a las diez en punto».

Pensé que se había desmayado, pero se recuperó gracias a un esfuerzo supremo.

—¿Es que ya no quedan caballeros? —jadeó.

—Es usted injusta con Sir Charles, que sí quemó la carta. Pero a veces una carta puede ser legible incluso después de arder. ¿Reconoce que la escribió?

—Sí, lo hice —exclamó, volcando el alma en un torrente de palabras—. La escribí. ¿Por qué tendría que negarlo? No hay motivo para avergonzarme de ello. Quería que me ayudara. Estaba convencida de que si me entrevistaba con él conseguiría que me ayudara, de manera que le pedí una cita.

—Pero, ¿por qué a esa hora?

—Porque acababa de enterarme de que salía para Londres al día siguiente y quizá tardara meses en regresar. Había motivos que me impedían llegar antes a la mansión.

—Pero, ¿por qué una cita en el jardín en lugar de una visita a la casa?

—¿Cree usted que una dama puede entrar sola a esa hora en el hogar de un soltero?

—Bien; ¿qué sucedió cuando llegó usted allí?

—No fui.

—¡Señora Lyons!

—No, se lo juro por lo más sagrado. No fui. Sucedió algo que me impidió acudir.

—¿Qué fue lo que sucedió?

—Es un asunto privado. No se lo puedo contar.

—Entonces, ¿reconoce que concertó una cita con Sir Charles a la hora y en el lugar donde encontró la muerte, pero niega que acudiera a ella?

—Así es.

Seguí interrogándola para comprobar si había dicho la verdad, pero no logré sacar nada más en limpio.

—Señora Lyons —dije mientras me ponía en pie, después de terminar aquella larga entrevista tan poco satisfactoria—, incurre usted en una gran responsabilidad y se coloca en una posición muy falsa al no confesar todo lo que sabe. Si tengo que solicitar el auxilio de la policía, descubrirá lo gravemente que está usted comprometida. Si es usted inocente, ¿por qué empezó negando que hubiera escrito a Sir Charles en esa fecha?

—Porque temía que se sacaran conclusiones erróneas y me viera envuelta en un escándalo.

—Y, ¿por qué tenía usted tanto interés en que Sir Charles destruyera la carta?

—Si la ha leído sabrá el porqué.

—Yo no he dicho que hubiera leído la carta.

—Ha citado usted un fragmento.

—He citado la postdata. Como ya he dicho, la carta ardió y no era legible en su totalidad. Le pregunto una vez más por qué insistió tanto en que Sir Charles destruyera esa carta.

—Se trata de un asunto muy privado.

—Una razón más para que evite usted una investigación pública.

—Se lo contaré, en ese caso. Si ha oído algo acerca de mi desgraciada historia, sabrá que hice un matrimonio imprudente y que he tenido motivos para lamentarlo.

—Estoy enterado de eso.

—Mi vida ha sido una persecución incesante por parte de un marido al que aborrezco. La justicia está de su parte, y todos los días me enfrento con la posibilidad de que me fuerce a vivir con él. En el momento en que escribí la carta a Sir Charles se me informó de que existía una posibilidad de recobrar mi libertad si se podían atender ciertos gastos. Eso lo significaba todo para mí: tranquilidad, dicha, propia estimación..., absolutamente todo. Sabía de la generosidad de Sir Charles y pensé que si escuchaba la historia de mis propios labios me ayudaría.

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