Arthur Doyle - Sherlock Holmes - La colección completa (Clásicos de la literatura)

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura): краткое содержание, описание и аннотация

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En Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle creó uno de los personajes literarios más conocidos y más realizados en el mundo. Desde la muerte de Doyle, ha habido un montón de escritores que imitan sus historias. Sin embargo, con raras excepciones la mayoría no ha estado a la altura de los altos estándares establecidos por Doyle en sus mejores sus cuentos de Sherlock Holmes.

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—¿Qué opina usted, Watson?

Me encogí de hombros.

—Si Selden saliera del país sin causar problemas los contribuyentes se verían libres de una carga.

—Pero, ¿qué me dice de la posibilidad de que asalte a alguien antes de marcharse?

—No hará una locura semejante, señor. Le hemos proporcionado todo lo que necesita. Cometer un delito sería lo mismo que proclamar dónde está escondido.

—Eso es cierto —dijo Sir Henry—. Bien, Barrymore...

—¡Que Dios le bendiga! ¡Se lo agradezco de todo corazón! Mi pobre mujer se moriría de pena si lo capturasen otra vez.

—Supongo que estamos haciéndonos cómplices de un delito, ¿no es eso, Watson? Pero después de lo que acabamos de oír no me creo capaz de entregar a ese hombre, de manera que punto final. De acuerdo, Barrymore, puede usted marcharse.

Con unas inconexas palabras de gratitud el mayordomo se dirigió hacia la puerta, pero luego vaciló y volvió sobre sus pasos.

—Se ha portado usted tan bien con nosotros, señor, que, a cambio, quisiera hacer por usted todo lo que esté en mi mano. Sé algo, Sir Henry, que quizá debiera haber dicho antes, pero sólo lo descubrí mucho tiempo después de terminada la investigación. Nunca lo he comentado con nadie. Y tiene que ver con la muerte del pobre Sir Charles.

Tanto el baronet como yo nos pusimos en pie.

—¿Acaso sabe usted cómo murió?

—No, señor, eso no lo sé.

—¿De qué se trata, entonces?

—Sé por qué estaba en el portillo a aquella hora. Se había citado con una mujer.

—¿Citado con una mujer? ¿Sir Charles?

—Sí, señor.

—¿Sabe usted quién era?

—No le puedo decir el nombre, señor, pero sí las iniciales: L. L.

—¿Cómo ha sabido usted todo eso, Barrymore?

—Verá, Sir Henry, su tío recibió una carta aquella mañana. De ordinario recibía muchas a diario porque era un hombre conocido y todo el mundo se hacía lenguas de su buen corazón, así que las personas con problemas recurrían a él. Pero aquella mañana, por casualidad, sólo recibió una carta, de manera que me fijé más en ella. Venía de Coombe Tracey y la letra del sobre era de mujer.

—¿Y?

—Verá, señor; yo no hubiera vuelto a pensar en ello de no ser por mi mujer que, hace tan sólo unas semanas, cuando estaba limpiando el estudio de Sir Charles (no se había tocado desde su muerte), encontró las cenizas de una carta en el hogar de la chimenea. Aunque las cuartillas estaban prácticamente carbonizadas había un trocito, el final de una página, que no se había disgregado y aún era posible leer lo que estaba escrito, en gris sobre fondo negro. Nos pareció que se trataba de una postdata y decía lo siguiente: "Por favor, por favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a las diez en punto". Debajo alguien había firmado con las iniciales L. L.

—¿Ha conservado ese trocito de papel?

—No, señor; se deshizo cuando lo movimos.

—¿Había recibido Sir Charles otras cartas con la misma letra?

—A decir verdad, no me fijaba mucho en sus cartas. Y tampoco me hubiera fijado en ésa de no llegar sola.

—¿Y no tiene idea de quién pueda ser L. L.?

—No, señor. Estoy tan a oscuras como usted. Pero creo que si pudiéramos localizar a esa dama sabríamos más acerca de la muerte de Sir Charles.

—Lo que no entiendo, Barrymore, es cómo ha podido ocultar una información tan importante.

—Compréndalo, señor; nuestros problemas empezaron inmediatamente después y, por otra parte, como es lógico, si se piensa en todo lo que hizo por nosotros, los dos sentíamos un gran cariño por Sir Charles. Revolver en ese asunto no podía ayudar ya a nuestro pobre señor, y conviene andar con tiento cuando hay una dama por medio. Hasta los mejores de entre nosotros...

—¿Cree usted que podría dañar su reputación?

—Verá, señor: pensé que no saldría nada bueno. Pero después de haberse portado usted tan bien con nosotros, me parece que le trataría injustamente si no le contara todo lo que sé.

—Muy bien, Barrymore; puede marcharse.

Cuando el mayordomo nos hubo dejado Sir Henry se volvió hacia mí.

—Bueno, Watson, ¿qué piensa usted de esta nueva pista?

—Me parece que sólo sirve para aumentar la oscuridad.

—Eso pienso yo. Pero si pudiéramos encontrar a L. L. se aclararía todo este asunto. Al menos algo hemos ganado. Sabemos que hay una persona que conoce los hechos y lo único que necesitamos es encontrarla. ¿Qué cree que debemos hacer?

—Informar a Holmes inmediatamente. Le proporcionará el indicio que ha estado buscando. Y o mucho me equivoco o eso hará que se presente aquí.

Regresé inmediatamente a mi habitación y redacté para Holmes el informe sobre nuestra conversación matutina. Era evidente que mi amigo había estado muy ocupado últimamente, porque las notas que me llegaban de Baker Street eran pocas y breves, sin comentarios sobre la información que le había suministrado y casi sin referencia alguna a mi misión. No había duda de que el caso del chantaje absorbía todas sus facultades. Y, sin embargo, este nuevo factor debería con toda seguridad llamar su atención y renovar su interés. Ojalá estuviese aquí.

17 de octubre . - Ha llovido a cántaros todo el día, y las gotas resuenan sobre la hiedra y caen desde los aleros. Me he acordado del fugitivo en el frío páramo desolado, sin sitio donde guarecerse. ¡Pobrecillo! Sean cuales fueran sus delitos, está sufriendo para expiarlos. Y luego me acordé del otro: del rostro en el cabriolé, de la figura recortada contra la luna. ¿También el que vigilaba sin ser visto, el hombre de la oscuridad, se hallaba a la intemperie bajo aquel diluvio? A la caída de la tarde me puse el impermeable y paseé hasta muy lejos por el páramo empapado de agua, lleno de imágenes oscuras, con la lluvia golpeándome el rostro y el viento silbándome en los oídos. Que Dios tenga de su mano a quienes se acerquen a la gran ciénaga en tales momentos, porque incluso las tierras altas, firmes de ordinario, se están convirtiendo en un pantano. Encontré el Risco Negro sobre el que había visto al vigía solitario y desde su cima dentada contemplé las melancólicas lomas. Ráfagas de lluvia iban a la deriva sobre sus superficies rojizas y las densas nubes de color pizarra colgaban muy bajas sobre el paisaje, cayendo en jirones grises por las laderas de las fantásticas colinas. En la lejana concavidad hacia la izquierda, escondidas a medias por la niebla, se alzaban por encima de los árboles las dos delgadas torres de la mansión de los Baskerville. Eran los únicos signos visibles de vida humana, si se exceptúan los refugios prehistóricos que tanto abundan en las faldas de las colinas. En ningún sitio había rastro alguno del extraño vigía del páramo.

Mientras regresaba a la mansión me alcanzó el doctor Mortimer que conducía su coche de dos ruedas por un tosco sendero, de regreso de la remota granja de Foulmire. Ha estado siempre pendiente de nosotros y apenas ha pasado un día sin presentarse por la mansión para ver cómo nos va. Me insistió para que subiera al coche y le acompañara hasta la casa. Lo encontré muy preocupado por la desaparición de su pequeño spaniel, que se había adentrado por el páramo y no había vuelto. Lo consolé como pude, pero al acordarme del poni sepultado en la ciénaga de Grimpen, temí que no volviera a ver a su perrito.

—Por cierto, Mortimer —le dije mientras avanzábamos a saltos por aquel camino tan desigual—, supongo que serán muy pocas las personas de la zona que usted no conozca.

—Prácticamente ninguna, creo yo.

—¿Puede usted, en ese caso, decirme el nombre de alguna mujer cuyas iniciales sean L. L.?

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