—Watson, en todo esto hay algo de endiablado —exclamó con una emoción que yo no le había visto nunca—. ¿Qué opina usted?
Me agaché para mirar por el agujero y retrocedí horrorizado. La luz de la luna penetraba en la habitación, y ésta se hallaba iluminada por un resplandor difuso y desigual. Mirando de frente hacia mí, y suspendida, como si dijéramos, en el aire, porque todo lo demás eran sombras, había una cara..., la mismísima cara de nuestro acompañante Thaddeus. Idéntica cabeza, frente alta y lustrosa; idéntica franja circular de hirsuto cabello rojo; idéntico rostro exangüe. Sin embargo, las facciones de esta cara tenían una mueca rígida, una mueca dilatada, fija y antinatural, que en aquella habitación silenciosa e iluminada por la luna crispaba los nervios más que un ceño amenazante. Tan parecida era aquella cara y la de nuestro pequeño amigo, que me volví para mirar a éste y cerciorarme de que, en efecto, estaba con nosotros. De pronto, me acordé de que nos había dicho que él y su hermano eran gemelos.
—¡Es terrible! —le dije a Holmes—. ¿Qué debemos hacer?
—Hay que echar abajo la puerta —me contestó, y abalanzándose contra ella, cargó todo el peso de su cuerpo sobre la cerradura.
Esta crujió y rechinó, pero no cedió. Otra vez nos abalanzamos al mismo tiempo sobre ella, y esta vez saltó con un súbito estallido y nos encontramos dentro de la habitación de Bartholomew Sholto. Parecía haber estado acondicionada como laboratorio químico. La pared que daba frente por frente de la puerta tenía arrimadas a ella una doble hilera de botellas con tapón de cristal, y la mesa se veía abarrotada de quemadores Bunsen, tubos de ensayo y retortas. En los rincones había garrafas de ácido dentro de canastas de mimbres. Una de estas canastas parecía rezumar o haber sido rota, porque desde ella corría un reguero de líquido oscuro, y la atmósfera estaba impregnada de un olor característicamente acre, como de alquitrán. A un lado de la habitación había una escalera portátil, en medio de un montón de tablas y escombros, y encima de ella se veía en el techo una abertura de anchura suficiente para que pudiera pasar una persona. Al pie de la escalera, y tirado de cualquier manera, había un largo rollo de cuerda. Junto a la mesa, en una silla de madera, se hallaba el dueño de la casa, sentado y encogido, con la cabeza caída sobre el hombro izquierdo y la sonrisa espantosa e inescrutable en su cara. Estaba rígido y frío, y era evidente que llevaba ya cadáver muchas horas. Me produjo la impresión de que no eran sólo sus facciones, sino todos los miembros de su cuerpo los que estaban retorcidos y contorsionados de forma totalmente extraña. Encima de la mesa y al lado de la mano del muerto se veía un curioso instrumento: un bastón de color oscuro, con una piedra toscamente atada para darle forma de martillo. Junto al bastón, una rasgada hoja de papel, en la que había garrapateadas algunas palabras. Holmes le echó un vistazo y luego me la entregó diciéndome con un arqueo elocuente de sus cejas:
—Vea usted.
A la luz de la linterna leí, con un estremecimiento de horror: «El Signo de los Cuatro».
—¡Vive Dios! ¿Qué significa esto? —pregunté.
—Significa que se ha cometido un asesinato —contestó inclinándose sobre el cadáver—. Tal y como yo me lo suponía. ¡Mire aquí!
Me señaló con el dedo una cosa que parecía una larga y negra espina clavada en la piel, justamente bajo la oreja.
—Parece una espina —dije.
—Es una espina, en efecto. Puede usted extraerla; pero con cuidado, porque está envenenada.
La agarré entre el dedo pulgar y el índice. Salió de la piel con tal facilidad, que casi no dejó señal alguna. Una gotita minúscula de sangre indicaba el sitio en que se había dado el pinchazo.
—Todo esto es para mí un misterio insoluble —dije—. En vez de aclararse, lo veo cada vez más oscuro.
—Por el contrario, cada vez se aclara más —me contestó—. Ya faltan únicamente algunos eslabones para componer un caso en el que todo ajusta perfectamente.
Desde que entramos en la habitación nos habíamos olvidado casi por completo de nuestro acompañante. Thaddeus Sholto permanecía aún en el umbral de la puerta, retorciéndose las manos y gimiendo por lo bajo, convertido en la estatua viva del terror. Súbitamente, sin embargo, lanzó un chillido penetrante y quejumbroso.
—¡Ha desaparecido el tesoro! ¡Nos robaron el tesoro! Por este agujero que se ve ahí lo bajó mi hermano. ¡Yo mismo le ayudé! ¡Yo fui la última persona que vio a mi hermano! Le vi aquí la noche pasada, y cuando bajaba le oí cerrar con llave la puerta.
—¿A qué hora fue eso?
—Eran las diez. Y ahora está él muerto, se llamará a la policía y sospecharán que yo he intervenido en ello. Sí; estoy seguro de que sospecharán. Pero ¿verdad, caballeros, que usted no creerán semejante cosa? ¿Verdad que no creen que he sido yo? Si hubiese sido yo, ¿cómo iba a traerlos a ustedes aquí? ¡Válgame Dios, válgame Dios! Creo que voy a volverme loco.
Y, poseído de un frenesí convulsivo, agitó los brazos y pataleo el suelo.
—Sus temores son infundados, señor Sholto —le dijo cariñosamente Holmes, poniéndole la mano en el hombro—. Siga mi consejo y hágase llevar en coche a la comisaría para denunciar el caso a la policía. Ofrézcase a ayudarles en todo. Nosotros aguardaremos aquí a que usted regrese.
El hombrecito obedeció como atontado, y oímos cómo bajaba por la escalera en la oscuridad, dando traspiés.
6. Sherlock Holmes hace una demostración
—Y ahora, Watson, disponemos de media hora por nuestra cuenta —dijo Holmes, frotándose las manos—. Aprovechémosla bien. Ya le he dicho que tengo casi completo mi caso; pero no debemos equivocarnos por exceso de confianza. El asunto se presenta hasta ahora sencillo pero bien pudiera, sin embargo, ocultar todavía algo más profundo.
—¡Sencillo! —fue la exclamación que se me escapó.
—¡Claro que lo es! —dijo Holmes con cierto aire de profesor clínico que da una explicación ante sus alumnos—. Y ahora, siéntese en aquel rincón para que sus pisadas no compliquen más las cosas. ¡Y a trabajar! En primer lugar, ¿cómo entraron esos individuos y cómo salieron? Desde la noche pasada no se ha abierto la puerta. Veamos la ventana —paseó su lámpara por ella murmurando en voz alta las observaciones que hacía, aunque hablaba más bien para sí mismo que para mí—. La ventana se levanta por la parte de dentro. La armazón es sólida. No tiene goznes al costado. Abrámosla. No hay ninguna tubería cerca. El tejado está fuera del alcance de la mano. Sin embargo, un hombre ha subido por esta ventana. La noche pasada llovió. Aquí está la huella del pie, impresa en barro sobre el antepecho. Y aquí hay una huella circular de fango, que se repite aquí, en el suelo, y aquí otra vez, encima de la mesa. ¡Mire esto, Watson! Aquí tiene una demostración realmente interesante.
Contemplé los discos de fango, redondos y bien marcados.
—Esto no es la huella de un pie —dije.
—Es algo que para nosotros tiene un valor mucho mayor. Es la huella de una pata de madera. Vea aquí, en el antepecho, la pisada de la bota, una bota pesada, con ancho tacón de metal, y junto a esa pisada, la señal de la pata de palo.
—Aquí tenemos al hombre de la pata de palo.
—Exactamente. Pero alguien más estuvo aquí..., un aliado muy hábil y eficaz. ¿Sería usted capaz de escalar esta pared, doctor?
Me asomé a mirar por la ventana. La luna proyectaba todavía su brillante luz sobre aquella esquina de la casa. Estábamos a más de veinte metros del suelo; por mucho que miré, no vi por parte alguna sitio donde asentar el pie, ni siquiera una grieta, en la pared de mampostería.
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